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Domingo, 17 de abril de 2016

LITERATURA › FEDERICO BIANCHINI Y SU LIBRO SOBRE LA VIDA EN LA ANTARTIDA

“En la crónica uno no está obligado a demostrar nada”

Por circunstancias climáticas, su viaje por un par de días se transformó en una experiencia de dos meses en un universo blanco y negro pero pleno de matices: el material resultante le valió una beca de la FNPI para escribir Antártida: donde el tiempo no pasa.

 Por Diego Fernández Romeral

Apenas pisó el suelo antártico, a Federico Bianchini le aseguraron que los vientos huracanados que se habían desatado en el continente solo le dejaban dos opciones: volverse en los próximos tres días o quedarse allí durante dos meses. Hacía siete años que estaba intentando hacer ese viaje, siete años que esperaba para escribir sobre cómo era vivir en ese mundo donde la inmensidad del color blanco produce ataques de pánico, las noches llegan a extenderse durante 24 horas y no hay manera de evitar que el frío glacial anide en los huesos. Era enero del 2014. Tenía planificada una estadía de casi diez días para poder escribir esa crónica tan ansiada y luego retornar a sus tareas como editor en la revista Anfibia, donde trabaja en la actualidad. Decidió aprovechar el poco tiempo que tendría y volver en el siguiente vuelo. Pero fue imposible que el avión en el que tenía pensado regresar pudiese despegar, y Bianchini quedó varado en la Antártida durante más de un mes.

Cada nuevo día en el que su avión no despegaba, era un día más de trabajo. Entrevistó a las casi 50 personas con las que convivió en ese tiempo y los acompañó en cada una de sus tareas: pescó en botes donde un pequeño movimiento puede arruinar todo el proceso, persiguió los sonidos de pájaros y mamíferos junto a los biólogos encargados de esa tarea, censó animales a la par de ellos, recorrió los refugios caminando con nieve hasta las rodillas y se internó en la profundidad de una tierra monocromática de catorce millones de metros cuadrados en la que el tiempo y el espacio son casi imposibles de descifrar.

A su vuelta, esa experiencia se transformó en un proyecto de libro, que comenzó a cobrar vida cuando el año pasado obtuvo la beca Michael Jacobs de crónica viajera 2016 que entrega la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), en la que compitió con otros 97 postulantes de 19 países distintos y que le significó un total de cinco mil dólares. Entonces se largó a escribir Antártida: donde el tiempo no pasa, que saldrá editado este año dentro de la colección “Mirada Crónica” de la Editorial Tusquets y será presentado en enero del año que viene en Cartagena de Indias, Colombia, en el marco de la programación del Hay Festival, organizado por la FNPI.

“Cuando volví del viaje, primero escribí una crónica sobre cómo el tiempo no pasaba en la Antártida. Escribí las primeras líneas con esa sensación: ‘Allí el tiempo transcurre como el agua en la profundidad de un lago, que no sigue la corriente, sino que circula cerrada en un espacio íntimo’”, recuerda este periodista de 34 años que en 2010 ganó el premio Las Nuevas Plumas de la Universidad de Guadalajara por un perfil del escritor Roberto Fogwill, y en 2013 obtuvo el premio Don Quijote Rey de España con una crónica sobre el ex juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni. “Pero me di cuenta de que tenía demasiado material. Eran horas y horas de entrevistas y miles de notas que fui tomando. Era un viaje que daba para algo mucho más extenso, pero no tenía el tiempo de hacer ese trabajo. Entonces decidí presentarme para la beca, que además brinda una estadía de seis meses en Frailes, un pueblo en Andalucía donde vivió Michael Jacobs. Haberla ganado me dio el impulso y me hizo imponerme una disciplina para escribir este libro.”

–¿Cómo organizó su trabajo viviendo en un lugar tan inhóspito como la Antártida y sin tener en claro el tiempo que estaría allí?

–Empecé entrevistando al Jefe Científico, al Jefe Militar, al cocinero y al tipo que se encarga del combustible que alimenta el generador de la base. Una hora a cada uno. Después me dijeron que tenía dos días más. Entonces apareció el carpintero de la base, el médico y un biólogo. Y así iban pasando los días y seguía haciendo entrevistas. Yo ahí no tenía otra cosa que hacer más que vivir la Antártida, absorber todo lo que pudiera. Iba a caminar, a los refugios, a pescar, a buscar mamíferos, al censo, a donde fuera. Después pasaban tres días de lluvia y me iba al laboratorio. Había personas con historias de vida increíbles. Tipos que habían viajado de Alaska a Tierra del Fuego en bicicleta, un buzo que recibió una medalla de parte de Fidel Castro durante unas Olimpíadas... En el momento en que me sentía cansado pensaba en que nunca iba a poder volver, y de algún lado salían las fuerzas.

–¿Cuáles fueron las primeras impresiones que le permitieron acercarse a retratar la vida en la Antártida?

–Allá es todo blanco y negro. Desde los pingüinos hasta el paisaje. Ves un alga violeta y no lo podés creer. Hay fotos que hice que parecen directamente sacadas en blanco y negro. Y de eso no te das cuenta hasta que volvés. Durante un mes había visto las mismas caras de cincuenta personas. No había chicos, por ejemplo. Y cuando volví, en el aeropuerto me impresionaron los colores de los chicos. Es lo disruptivo de ese lugar. Vos acá tenés una visibilidad de 5 km, dependiendo del viento y el clima, y en la Antártida es de 12 km porque recién a esa distancia hay algo que podés observar. Es la lejanía absoluta. De alguna manera, allá lo que pasa es que no existe la semana. Ellos en invierno, cuando quedan 17 personas y es de noche todo el día, los lunes ponen una reunión a las siete de la mañana para que la gente putee y tenga bronca. Para que sea un lunes y tenga algo de realidad ese lugar tan mágico e irreal.

–¿En qué momento comprendió que para usted ese viaje significaba un libro y no una crónica?

–Estando en la Antártida, me acuerdo que en una charla, un prefecto me dijo que en veinticinco años de carrera nunca había vomitado, salvo pescando quieto en uno de los botes de la base. Al día siguiente vino el pescador y me propuse como voluntario. Era estar veinte minutos sin moverme en un bote completamente helado. Había tres tipos laburando y yo que quería vomitar, haciendo preguntas. Sacaron la red y no había nada. Pasó lo mismo dos veces más, hasta que en un momento se dieron cuenta de que yo ya estaba mal y ahí volvimos. Tenía cinco medias térmicas y nunca en mi vida tuve tanto frío. Cuando me dijeron de volver sentí que en realidad no me pasaba nada, que estaba todo bien. Lo había atravesado porque no tenía una idea clara de lo que me iba a suceder, no aparecieron los límites en mi cabeza. Creo que eso fue algo similar a lo que pasó con el libro. Si de entrada me hubiesen dicho que iba a pasar un mes en la Antártida, yo quizás me ordenaba de otra manera, quizás hasta no hacía el viaje por una cuestión de tiempos o laburo. Al libro lo fui viendo de a poco. Cuando llegué a la Antártida tenía días de a cuentagotas, entonces los aprovechaba al máximo. Muchas veces, cuando pensamos en una nota, lo hacemos de una manera estructurada, pensamos de antemano en cómo lo haríamos. Y en este caso tuve que adaptarme a lo que sucedió. Creo que ese es un elemento que le da vida tanto a un libro como a una crónica periodística.

–¿Podría pensarse que ese elemento azaroso es lo que puede hacer surgir relatos más auténticos?

–Hay algo central en la crónica que es aprovechar lo disruptivo, lo azaroso, lo casual, cuando la nota nace a partir de lo sucedido. Es similar a lo que pasa con las entrevistas. Es muy distinto cuando uno se propone un encuentro para una entrevista puntual, cuando el grabador está encendido y los dos somos conscientes de eso. No va a surgir lo mismo que si estamos en una situación de intimidad, caminando por la calle sin pensar en el grabador. Estoy convencido de que las grandes entrevistas no tienen tanto que ver con las preguntas que hace el entrevistador sino con lo que se genera en el encuentro. Vos con una pregunta no vas a lograr que alguien alumbre un lugar de su historia que no quiere alumbrar. Pero si lográs generar una empatía, es muy probable que el entrevistado decida contar cosas que no tenía pensado hacer. Se expone porque siente que hay una confianza necesaria para hacerlo. Y eso mismo sucede con las historias que contamos.

–Muchas veces, esa intimidad termina por apoderarse del entrevistador o del cronista y se corre el riesgo de quedar atrapado en el discurso ajeno.

–Sí, pero el cronista o el entrevistador tiene que ser un gran simulador. Tiene que estar simulando que sigue al entrevistado en una charla informal, y hacerlo, pero al mismo tiempo tiene que estar pensando en cómo puede servirse de esa situación en función de la nota. Ahora estoy editando una crónica para Anfibia, y se nota mucho cuando el entrevistador queda subyugado con la presencia de su entrevistado, y eso es muy perjudicial para el texto. Tiene que haber una mirada atenta y no embelesada. Si no, uno está fascinado con lo que le dicen y pierde su capacidad crítica, pierde la posibilidad de irrumpir y repreguntar. La entrevista es una forma de acercarse a una persona, y si hay un interés genuino en lo que se está charlando, la empatía aparece naturalmente.

–Cuando ese interés genuino no existe, pero al mismo tiempo el periodista debe hacer una nota porque ése es su trabajo, ¿cree que es posible que pueda generarse esa empatía?

–Si uno está dentro de una redacción y le encargan una nota que no lo atrae, yo no sé si se puede generar esa empatía. Creo que hay que guardar toda esa libido para el entrevistado que te interesa y poner ahí esa energía. Los grandes textos de los grandes cronistas surgían del tipo yendo por una agencia de noticias para hacer una nota y anotando en su cuaderno todo lo que quería escribir y que no le iban a publicar, para después volcarlo en otro lado. Hay un doble juego. Es una de las cosas más interesantes que tiene el periodismo, y a la vez lamentable, porque lo ideal sería que el medio te dijera que te paga como corresponde y que confía en vos para hacer la mejor nota posible. Acá hay un valor simbólico de que esto es lo que elegimos y entonces termina siendo muy mal pago. Te pueden decir “bueno, pero estás haciendo lo que te gusta”. Una posible solución, lamentable pero real, es escindir esos dos momentos. Por un lado, el trabajo que uno hace en la redacción, para comer, de manera profesional, pero no con la pasión con la que hacés las notas que elegís. Como editor te das cuenta en seguida cuando una persona escribe sobre algo que le fascinó y estuvo tres horas hablando con cada entrevistado, o si lo llamó por teléfono y habló diez minutos. Hay algo que se transmite del primer texto que no sé qué es, pero que te llega.

–Si uno decide escribir a pesar de no poner ninguna pasión en lo que está haciendo, ¿no crece la posibilidad de que esa pasión se termine diluyendo y la escritura se transforme en un acto mecánico?

–Hay que tratar de disociar lo máximo que se pueda. Yo en un tiempo lo hacía. Me acuerdo que trabajaba en un suplemento zonal y tuve que hacer una nota a una mujer que era fanática de las orquídeas. Ella me mostró un paredón en su casa con un alambrado de púas y me dijo: “Esos son los que usaban en los campos de concentración. A mí las orquídeas no me las roba nadie”. Seguimos hablando y después de tres horas, cuando ya estaba desesperado por irme, ella me quiso mostrar su orquídea más preciada. Salimos al patio y encontró un caracol. Nos acercamos y me dijo “escuchá”. Y la mujer lo pisó muy lentamente y se escuchó el crujir del caracol. “Yo los piso despacio, para que sufran más”, me dijo. Y esos dos momentos a mí me habían alcanzado para hacer la nota. Pero cuando la escribí, me dijeron que esos dos detalles que había que sacarlos, porque parecía que la hacíamos “quedar mal”, y ahí el concepto era que los vecinos de Vicente López son buenos. Y lo tuve que sacar. Descubrí que había algo que se escindía. El interés del editor era muy distinto al mío. Entonces me dije que nunca más me iba a quedar tres horas para que me terminen cambiando el eje de una nota. A mí no me interesaba hacerla quedar bien ni mal a la mujer, sino que el texto tuviera la complejidad o densidad real que yo había observado.

–Evitar esa complejidad puede hacer que uno se acerque más a escribir un panfleto que una nota periodística.

–Si vos en una nota tenés quince tipos que te dicen una cosa y uno solo que te asegura lo contrario, y lo dejás afuera... es como intentar “construir la realidad”. Se deshumaniza la complejidad que tenemos, como si lo único que estuvieras haciendo a fin de cuentas es convencer al lector de que lo que estás poniendo en el título es cierto. Hay una gran ilusión de construir verosímiles. Los verosímiles no se construyen, están dados por el pacto de lectura. Hay algo que te dice que lo que estás leyendo es cierto, entonces no tenés que construir la idealización, porque incluso va en contra hasta de la ética del personaje o de la historia. Es tan arbitrario como sacar algo que a ojos de un editor queda bárbaro. Se transforma en un panfleto cuando uno es consciente de que está manipulando el texto para armar una realidad, cuando estás operando por algo. Siempre hay que buscar la complejidad de la historia.

–Usted ha trabajado la crónica como su principal herramienta periodística, ¿de qué manera se desarrolla esa dificultad dentro del género?

–En ese sentido la crónica se acerca más a la literatura, en el concepto de la perplejidad y de la duda. Vos no podés asumir un convencimiento. En la crónica uno no está obligado a demostrar nada. El lector tiene que sacar su conclusión. Es cierto también que vos tenés una mirada y que vas a orientar al lector a que sepa lo que vos estás pensando. Pero esa idea está lejos de la construcción del narrador tirano, como en el periodismo clásico, donde está el título, la bajada y creete lo que viene porque va a responder a lo que nosotros dijimos en el título. Hoy en los diarios lo que se trata es de imponer, como sea últimamente, un discurso, y argumentarlo hasta con la falacia. Pero ahí ya estamos hablando de la ética profesional, que es una cuestión muy personal, y ya no del género. La clave en cualquier caso es poder demostrarle al lector que tratamos de complejizar lo que observamos. Creo que esa es nuestra búsqueda.

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“No tenía otra cosa más que vivir la Antártida, absorber lo que pudiera: iba a caminar, a los refugios, a pescar, a buscar mamíferos, al censo...”
Imagen: Guadalupe Lombardo
 
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