LITERATURA › ENTREVISTA A PAULA PEREZ ALONSO, QUE PRESENTA HOY EL GRAN PLAN
En su nueva novela, la autora de Frágil toma la figura de Ezra Pound, quien le sigue produciendo extrañeza: “Es difícil responder cómo alguien que fue tan posmoderno, tan transgresor, tan renovador de la lengua, en la vida fue un conservador”.
› Por Silvina Friera
Hay novelas que arrasan con los residuos de la experiencia y precipitan a los lectores por los abismos del lenguaje. Tres momentos en la vida de una mujer despliega El gran plan (Tusquets) de Paula Pérez Alonso, que se presenta hoy a las 18 en la sala Alfonsina Storni de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. La intensidad de un amor que empieza con un rapto, la fuga al desierto de Atacama, donde se cruza con un director de cine, un astrónomo, un arqueólogo y una antropóloga, lugar que incita a la errancia y al movimiento; y la reconstrucción de la pasión del padre por Ezra Pound, un poeta que irrumpió en la escena literaria inglesa “sin someterse a sus códigos estrictos, sin camaleonizarse un segundo, como un disolvente que venía a romper una tradición asentada y a generar un cambio”. Estas instancias complejas, con distintos pliegues, van modulando una novela que interpela las posibilidades infinitas de la literatura al reconstruir las anotaciones y fragmentos heredados en los cuadernos del padre. El linaje, como dirá la narradora, tiene que ver con una forma de ser y estar en la vida. “Escribe E.P. en 1913: Si el verbo se usa en pretérito no hay mucho que se pueda decir sobre el asunto. El artista siempre está recomenzando. Toda obra de arte que no es un comienzo, una invención, un descubrimiento, tiene poco valor.”
Pérez Alonso –abducida por su propia novela– cuenta que la mujer se reencuentra con el padre a través de las anotaciones, pero ya no lo mira como un padre sino como un objeto de estudio. “El padre es una especie de excéntrico que tiene un proyecto que trata de alumbrar lo que no es visible para los otros. El director de cine quiere hacer visible lo invisible; son focos de una enorme abducción. Nunca fui tan feliz escribiendo como con esta novela. Podría haberme quedado años ahí”, revela la escritora a Página/12.
–¿El gran plan podría ser una novela sobre en qué momento se cae en la locura?
–Es uno de los ejes: cuándo se produce la fisura en un sistema emocional, en un sistema literario, en Pound. A él también se le produce una fisura y deja de escribir porque es tomado por la política. No vamos a decir que Pound no fue fascista porque lo fue. Él fue muy seducido por el gran plan de la modernidad en el que los artistas, los poetas sobre todo, iban a ser los faros del mundo. Pound tenía una sensibilidad colectiva, fue un poeta muy generoso con los demás, se preocupaba por conseguir a cada uno en los que él creía que pudieran publicar sus libros. En las cartas de Pound impresiona el tiempo que le dedicaba a esto, a costa de su propia producción en algún momento. ¿Cuándo empieza la rajadura en el plato? No se registra cuándo se produce la caída en la locura; pero Pound se pasa veinte años tratando de evitar la Segunda Guerra. Ahí cae en la megalomanía y cree que puede hablar con (Joseph) Stalin y convencerlo; cree que puede hablar con (Franklin D.) Roosevelt y convencerlo. Esa megalomanía lo lleva a seguir pensando en la promesa de lo por venir, que siempre es algo irreductible, es la promesa mesiánica. Entonces él vuelve a creer con (Benito) Mussolini de que esto es posible y cae en la gran trampa. El padre de la novela rompe con algo que está decidido para él: ser un gran empresario en la Argentina. El padre empieza una investigación enorme como si fuese un etnógrafo, muy influido por (Claude) Lévi-Strauss, y él se va borrando porque lo atrapa el mundo de Pound, los olores, las pisadas, el encierro y el tema del manicomio en San Servolo. La hija un poco repone en su mirada la mirada que el padre tenía sobre Pound. El padre va a ver cómo y cuándo Pound cae en la locura. Y la hija también quiere ver cómo y cuándo el padre cae en algo incomprensible para los demás, que también es una forma de la locura por lo que va sucediendo. Esta novela va en contra de la idea de ordenar un mundo. Yo creo que las ficciones que intentan ordenar un mundo hay que leerlas en clave de policial, de terror, por supuesto que sí... Una novela que ordena un mundo y lo sistematiza me parece una cosa anacrónica que me expulsa y ya no puedo entrar.
–Una pregunta que sobrevuela la novela, a través de la figura de Antonin Artaud, es si se puede vivir fuera del sistema literario. ¿Qué tipo de reflexión dispara la propia novela sobre los modos en que se construyen los escritores?
–¿Se puede vivir fuera del mundo, en un mundo concebido con ciertas convenciones? Tenemos a un escritor como (T.S.) Eliot, que fue el otro gran poeta del siglo XX. Yo también creo que Pound fue el otro gran poeta del siglo XX, lo que pasa es que no ha sido suficientemente reconocido; sí fue reconocido después por otros grandes poetas como (Lawrence) Ferlinghetti, (Allen) Ginsberg, (William) Burroughs. Me gustan mucho las reescrituras. Al final, como termina la novela, ¿es la hija o es el padre? Burroughs está en el acápite del libro con la frase “the beginning is also the end”. Esa frase también la dice Eliot y Samuel Beckett. Yo quería escribir una novela contemporánea porque vivimos atravesados por referencias. Pound es un escritor que en eso es hipermoderno. El va escribiendo lo que le va pasando en la cárcel, que se le viene la horca, que es su última noche, sobre lo que están haciendo los otros escritores. El va metiendo todo y en eso es hipermoderno: entendés todo, aunque no entiendas bien inglés. Ginsberg reescribe a Pound y nunca lo cita, pero son casi estrofas idénticas en sus versos. Pound se adelantó mucho a lo que pasa hoy, si hay que citar o no. La literatura es un resto que nos pertenece a todos. Nos apropiamos de la literatura y tratamos de hacer un rulo nuevo. Me convocaban, mientras escribía la novela, cosas que me preocupan de lo que uno lee hoy: cómo escribir y cuáles son los dramas de la escritura, qué pasa en esa arena.
–¿Cómo alguien como Pound puede estar tan adelantado a la vanguardia en lenguaje y en forma, y en lo social, en lo económico y en lo político es tan retrógrado como el Zar?
–Es una pregunta muy difícil de responder cómo alguien que fue tan posmoderno, que fue tan transgresor, tan renovador de la lengua, en la vida fue un conservador, quiso conservar un mundo y eso lo fulminó. Esa gran contradicción es lo que el padre quiere investigar. Pound que se había propuesto ser el máximo poeta, que tenía tantas ambiciones a los veinte, a los cuarenta no estaba escribiendo nada propio. No había escrito sus grandes Cantos que los escribe antes de que se le venga la horca, que finalmente no fue. En esa noche oscura del alma escribe los Cantos Pisanos estando preso, pero hasta ese momento se había dispersado. Su fracaso no es un fracaso visto desde hoy. Todo lo que pasó fue una tragedia, pero no fue un fracaso. Sí es un fracaso, si uno toma una vida como una carrera y quiere ganar el Nobel. Eso fue Eliot; por eso están contrastados Eliot y Pound en la novela. Pound no pudo convencerse de que los poetas no iban a tener un lugar central, no se pudo resignar. Pound en política era un ingenuo, era antiimperialista, antiliberal, antisemita, de una manera muy elemental. El tema es que no se puede sujetar el movimiento, no se puede volver a lo antiguo. El sentía que no se puede escribir poesía con lo que estaba pasando. Siempre estuvo muy solo y no supo escuchar a los que le decían que no se metiera con el fascismo, cuando empezó con las transmisiones desde radio Nacional Roma. Los amigos escritores, (Ernest) Hemingway, Robert Lowell, le decían que no se metiera, que no entendía nada. Pound ya no escuchaba, tenía los oídos tapados. Los sonidos de las sirenas eran otros, lo llevaban a otro lugar. Si no hay riesgo para qué escribir, decía (Juan José) Saer... Eso es lo que me hace admirarlo mucho a Pound.
–Hay unas anotaciones del padre que rescata la hija: “nunca un coleccionista de exotismos”, “nunca estetizar lo observado”. ¿Intenta aplicar estas recomendaciones en la escritura?
–Sí, hay cosas que no se pueden estetizar, sin duda. No todo es estetizable. Hay cuestiones repulsivas o abyectas en mi novela anterior, en Frágil, donde se genera un monstruo y hay una abuela monstruosa y el protagonista es bastante monstruo, que no quería estetizar porque era como vampirizarla y quitarle esa fuerza natural que tiene. La antropología o la observación, en sus clasificaciones, han sido mortíferas. En la tercera parte de la novela, la narradora dice que había aprendido a conocer sin necesidad de comprender. Es esa cosa más salvaje, que también tiene que ver con la historia de amor, llena de silencios.
–¿El personaje del padre está inspirado en su padre?
–Sí, muchos rasgos de mi padre están en la novela. Los últimos diez años vivió como un monje zen, desprendido de todo. Eso lo salvó de su sensación de fracaso. Mi padre no era un ser convencional. Todos sus cuadernos y sus libros anotados me quedaron a mí. Siempre fue un romántico también. Hay una cuestión de cierto romanticismo en muchas cosas de la novela. Nunca le importó perder todo. Para él era mucho más importante todo lo que recordaba de los libros. Mi padre fue muy excéntrico y con una gran capacidad para no consentir los códigos del mundo, siempre un poco a contramano.
–Mi padre era un lector que subrayaba los libros con rojo, con verde, con flechas y redondeles. ¡Y discutía con el que escribía! Todos sus libros están anotados hasta el colofón, las últimas páginas blancas.
–¿Escribió algo?
–Sí, escribía, pero tenía tanta valoración por la escritura y los autores que admiraba que nunca se propuso ser escritor. Tiene cartas que son auténticas piezas literarias... Con un padre tan excéntrico es difícil ser una escritora previsible (risas).
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