Viernes, 3 de noviembre de 2006 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA Y CRITICA SYLVIA MOLLOY
Junto con Mariano Siskind, compiló Poéticas de la distancia... , un libro que incluye ensayos de Marcelo Cohen, Edgardo Cozarinsky, Luisa Valenzuela y Alan Pauls, entre otros.
Por Silvina Friera
¿De qué manera participa en la literatura nacional el escritor desplazado, con su estética migrante? ¿Qué ocurre con la escritura cuando se la desplaza geográficamente? ¿Cómo se tejen las relaciones entre autor, lengua, escritura y nación? ¿Qué relación se establece entre el escritor que se queda y el que se va y a qué públicos se dirigen uno y otro? En Poéticas de la distancia, adentro y afuera de la literatura argentina (Norma), compilado por Sylvia Molloy y Mariano Siskind, los ensayos de Marcelo Cohen, Diana Bellessi, Edgardo Cozarinsky, Luisa Valenzuela, Alan Pauls, Sergio Chejfec, Martín Kohan, María Negroni, Luisa Futoransky, Mercedes Roffé, Alicia Borinsky y Tamara Kamenszain ponen “en escena” formas de escribir y pensar la literatura argentina desde un lugar de enunciación precario, siempre socavado por desplazamientos lingüísticos y culturales. El libro empezó con una conversación que tuvo Molloy, que reside en Estados Unidos, con el agregado cultural argentino en Nueva York, Pablo Beltramino, y con la poeta argentina Lila Zemborain, docente en la New York University. De estas charlas surgió la idea de hacer un encuentro con escritores argentinos radicados en el exterior, residentes en la Argentina, que han vivido afuera y han regresado o los “trashumantes”, que van y vienen, alternando su residencia en varios países.
“Toda literatura es producto de un desplazamiento, de un desvío, es un mirar las cosas de otro modo, un ponerse al margen para ver el centro, o los muchos centros o la falta de centro”, plantea Molloy. “Todo escritor es un desplazado y no le doy connotaciones negativas al término. Para mí estar desplazado es una perspectiva muy valiosa”, señala la autora de En breve cárcel y El común olvido en la entrevista con Página/12.
–¿El escritor es también un desplazado de su propia lengua?
–Alan Pauls hace una contribución muy interesante respecto del acento y yo creo que ese acento diferente lo llevamos todos. El que ha estado afuera vive en dos lenguas y en dos realidades a la vez, y va de una a la otra, pero a menudo está entre las dos, pensando que elige una, pero al mismo tiempo está en un contexto en el que la lengua es otra. Y esto crea otros desplazamientos lingüísticos. Aun escribiendo en español, y eso lo dice Cozarinsky, desde otro lugar hace que se esté escribiendo en otra lengua, en traducción, aunque estés trabajando con tu lengua materna.
–¿Esto le pasa a usted?
–He vivido entre culturas desde que nací. Enseño literatura argentina y latinoamericana en una universidad norteamericana, o sea que doy mis seminarios en español, pero a estudiantes que no son necesariamente hispanohablantes, con lo cual para ellos el castellano es una lengua adquirida, lo que implica una negociación permanente. El inglés es mi lengua cotidiana, pero al mismo tiempo es lengua paterna y remite a mi infancia en un colegio bilingüe. Y por ahí se cruza el francés, también, porque viví muchos años en Francia. Por destino, yo tengo varios acentos.
–En el prólogo del libro cuenta que muchas veces se preguntaba qué hubiera escrito si se hubiera quedado en la Argentina. ¿Por qué dice que no hubiera escrito ni una línea?
–Necesitaba el sacudón de irme; si me hubiera quedado acá, me habría dejado llevar por mis peores instintos, que serían la cautela, la pereza, que las cosas se fueran desarrollando sin que tuviera que tomar armas en el asunto, es decir que la vida me pasara. El sacudón del desarraigo y salir de esa especie de seguridad cansina me llevó a enfrentar una serie de traumas y de golpes que me modificaron la perspectiva cómoda, la seguridad. Entonces apareció la urgencia: ¿qué voy a hacer en un ámbito desconocido?, ¿qué voy a elegir? Cuando me fui, era una ávida lectora, pero todavía no escribía. Sospecho que hubiera seguido siendo lectora y que hubiera compartido mis lecturas a través de la enseñanza, pero no a través de la escritura.
En cada regreso a Buenos Aires la escritora visita la casa en la que se crió, en Olivos. “Siempre vuelvo por una suerte de superstición. Hace poco me dejaron entrar, pero lo que me hicieron ver eran añadidos, no la parte vieja de la casa. Es como si no la hubiera visto”, confiesa la autora de los relatos de Varia imaginación. “Tengo esa imagen de una puerta que daba a la cocina, que estaba cerrada y no me atreví a abrir y no me invitaron a abrirla. Apenas recuerdo la parte nueva y el jardín de la casa, que era el que yo conocía –admite Molloy–. Es mucho más nítido el recuerdo de la casa tal como la he ido recordando y construyendo en mi imaginación durante muchos años que el recuerdo de esa visita insólita que hice hace unos meses. Es como si no la hubiera hecho. Y creo que después de eso no voy a volver.”
–¿La literatura argentina funciona así para muchos escritores: es la casa que está, pero ya no es la casa?
–Para unos cuantos escritores, sí. A mí me llamó la atención esa idea de casa, refugio, de “techito”, como dice Tamara Kamenszain, o de “pago”, en el caso de Diana Bellessi. Esas patrias chicas todo el mundo las lleva dentro explícitamente como lugares concretos o como refugios. En muchos textos aparece esta idea de las casas o de los barrios que se vuelven muy concretos en el recuerdo, pero es ahí donde tienen que quedar, en el recuerdo, porque no las volvés a encontrar en la realidad. No poder hacer coincidir el recuerdo con una realidad que querés recobrar es lo que hace que escribas. Siempre se escribe desde una falta o desplazamiento.
–¿Cómo funciona la “mirada dual” que usted comparte con la escritora Luisa Valenzuela?
–Es parecido a lo que sucede cuando manejás dos idiomas a la vez: estás manejando dos miradas desde culturas y contextos diversos y tratás de que esas miradas coincidan, pero sabiendo que nunca lo vas a conseguir. Tener esa mirada dual puede ser bastante inquietante para la vida cotidiana, o por lo menos incómodo. Pero cuando escribís se vuelve productiva, porque estás entre culturas, entre países, entre lenguas, que te permiten una gran libertad de escritura. Ese no estar del todo puede ser un lastre en la vida cotidiana porque siempre sos una persona levemente extranjera: pertenecés, pero no del todo. Eso pasa a dos puntas. Yo no soy norteamericana, no estoy del todo en la realidad de ese país, pero sin embargo la vivo cotidianamente. Aun en conversaciones perfectamente amistosas, alguien me puede decir: “Vos no entendés porque no sos de acá”. Te están como poniendo en tu lugar. Lo mismo me pasa en la Argentina: “Vos no vivís acá”. Esta situación es un “lujo moral”, como señala María Negroni, pero también es una carga.
–¿Y en qué situaciones lo vive como una carga?
–Cuando me ponen en mi sitio, que es un no sitio finalmente. En Estados Unidos me ponen en el lugar de la persona que tiene que representar la otredad: “Vos nos tenés que decir cómo es esa extranjería”, o sea que me adjudican el rol de informante, que es muy incómodo, porque la gente que te asigna ese rol ya sabe lo que quiere oír de esa otredad.
–¿Se refiere a que todavía siguen teniendo una mirada muy exotizante sobre la literatura latinoamericana?
–Sí, el realismo mágico hizo estragos porque confirmó una serie de clichés de cómo es América latina. Me acuerdo de que hace muchos años Juan Goytisolo, hablando de España y del mundo hispanohablante en general, decía que para el primer mundo hay distintos tipos de otros y que hay algunas otredades a las cuales se les permiten distintas imágenes. Pero hay otras, como la española e hispanoamericana, cuya representación está limitada a una imagen o dos, pero no más. Son las imágenes exóticas, las castañuelas españolas, la exuberancia de Carmen Miranda. Esto es incómodo para el escritor que no trabaja ese exotismo, porque García Márquez lo trabaja y se ríe de él al mismo tiempo. Pero para quien no quiere hacer ese gesto, la recepción es difícil.
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