Martes, 14 de noviembre de 2006 | Hoy
LITERATURA › WENDY GUERRA
La ganadora del Premio de Novela Bruguera, por Todos se van, dice: “Quise regalarle a mi generación una reflexión sobre qué hicimos bien o mal”.
Por Silvina Friera
Wendy Guerra cuenta que su madre, la poeta cubana Albis Torres, le puso ese nombre en homenaje a la hermana mayor –a que cuidaba a todos los niños sin madre– del clásico de la literatura infantil, Peter Pan. Quizá porque en Cuba tuvo que recibirse de “adulta” antes de conseguir el diploma –hija de padres separados que la tironeaban de una casa a la otra, el padre golpeador y la madre una revolucionaria muy hippie–, el rostro de la escritora cubana parece refugiarse en las facciones de una niña con flequillo negro azabache y ojos pícaros. “No sé en qué momento permití que me quitaran todo y me dejaran sola, desnuda, con el diario en una mano y un carmín en la otra, tratando de colorearme la boca de un rojo que parece demasiado subido para esta edad indefinida”, dice la escritora en Todos se van, que ganó el I Premio de Novela Bruguera, con el escritor Eduardo Mendoza en calidad de único jurado. A través de un diario íntimo, Wendy cuenta su infancia y adolescencia –de los 8 hasta los 20 años–, pero la que escribe las páginas de esta historia se llama en la ficción Nieve. “¿Por qué sus padres le habrán puesto ese nombre habiendo nacido en un país tropical?”, se pregunta la protagonista. Y la niña se las trae, como cuando revela que su maestra le exigió que escribiera cien veces “soy una pionera revolucionaria que asiste diariamente a la escuela”. Su madre siempre le decía que “la patria es una cosa y la política es otra”, y cuando se entera de que prohibieron pasar canciones de Carlos Varela en la radio anota en su libreta: “Parece que la palabra ‘libertad’ la dijo de una manera molesta”.
Y con la boca coloreada de un rojo que parece demasiado subido para esa edad indefinida (tiene 36, pero podría aparentar muchos menos), Wendy pide una gaseosa y dice que escribe desde los 8 años. “Mi madre me pedía por favor que escribiera, que no me aburriera; la palabra aburrimiento está prohibida en mi casa. No escribía continuamente porque a veces los profesores me quitaban las libretas, les molestaba que contara lo que pasaba en las escuelas. Agarré la columna vertebral de mi vida, pero también tomé cosas prestadas para escribir la novela: mi mejor amiga tenía la madre en Angola; mi mejor amigo, al padre en Miami. Quise regalarle a una generación una reflexión sobre lo que hemos sido, qué hicimos bien o mal, dónde estamos”, explica en la entrevista con Página/12.
–¿Qué consecuencias tuvo al asumir una postura crítica viviendo en la isla?
–Se puede ser fuerte, pero pago el precio del silencio. No miento en este libro: hay fechas, lugares, testigos. Pero tampoco quiero que sea interpretado como un libro que condena a Cuba. Pienso que más que una condena es una definición o una narración en la que cuento por qué me pasaron ciertas cosas. Aunque es cierto que uno de tanto narrar y preguntarse en cierto modo está condenando también.
–¿Por qué usted no se fue?
–Quise quedarme para escribir, vivir para contar, porque los grandes escritores en el exilio no saben lo que está pasando. En la medida en que pueda seguir escribiendo mi diario todos los días, quizá pueda hacer la memoria cotidiana de mi país.
–¿Qué significa la palabra revolución para su generación?
–Mi generación está muy desencantada, pero es porque somos los hijos de los hijos de la revolución. Los nietos estamos buscando los puntos de contacto y de referencia con nuestros abuelos, pero los miramos desde lejos. Los primeros años de la revolución fueron muy difíciles, aunque poco a poco las cosas se fueron abriendo cada vez más. Antes, si tenías un libro de Cabrera Infante, ibas presa. Ahora no, pero no los conseguís, no los venden. El silencio te paraliza, pero si tú eres muy fuerte, y en eso la revolución nos ha hecho fuertes para resistirlo todo, hasta la revolución misma, consigues romperlo.
¿Qué diría Albis, la madre de Wendy, si supiera que su hija ganó el premio Bruguera, el de la editorial del gato negro? Los primeros libros que leyó la escritora cubana eran de esta editorial. “Mi madre era una escritora a la que no le gustaba publicar, y no fue publicada, y murió de Alzheimer. Ella me decía siempre: ‘Cuidado con los héroes, con los mártires, no blasfemes, no todo está mal, no todo será en vano’. Es un buen personaje, aunque era muy hippie. La generación de mi madre, que es la de Silvio (Rodríguez), es la generación que nos ha legado un patrimonio de personalidad referencial de la revolución; una ideología y un mundo, que te guste o no, seas de izquierda o de derecha, está ahí como paquete de tienda grande. Mi madre es un gran símbolo de lo que no pasó a la historia, pero fue y estuvo en todas partes.”
–¿Cómo es su relación con el país?
–Cuba es un lugar donde se especula mucho; hay pocos corresponsales que puedan hablar y a la gente no le interesa porque está muy protegida. Pero a mí no me importa porque no le tengo miedo a mi país ni a lo que me pueda pasar: el día que le tenga miedo me voy. Tengo miedos como todo el mundo, pero no puedo tenerle miedo a Cuba, no puedo, me enfermaría. Y en la medida en que te enfermas, te tienes que ir. Mucha gente se ha ido muy sana para no enfermarse. Con esto no quiero decir que los que se fueron estaban enfermos. El que se fue lo hizo por una decisión bien calculada y tomada, pero mucha gente se fue porque pensaban que los estaban persiguiendo. No soy tan importante para que me persigan; no soy más que una escritora de diarios.
–¿Así se define?
–Sí, una escritora de diarios que los conserva para que mañana haya alguien que los pueda consultar. No soy la revolución, pero soy parte de lo que fue, de lo que han sido mis padres, mis abuelos. Negar eso sería como negar lo que soy.
–Nunca estaría, entonces, del lado de los “gusanos”.
–Los jóvenes negamos que los que se hayan ido sean gusanos porque es una palabra muy inadecuada. Es una estupidez decirle a alguien gusano, porque hay personas que no estaban de acuerdo y se fueron, y me parece que lo primero que tendríamos que haber hecho es respetar y darle un luto a ese adiós. En Cuba no hicimos el luto por tantas pérdidas. Siempre me preguntan quién está peor: si el que se queda o el que se va.
–¿Y qué respondería?
–La verdad que no lo sé. Escribo para los que se quedan, pero también para los que se van, para que sepan que no los olvidamos. Un país sin memoria es un desastre, es como una computadora sin disco duro. No soy una buena escritora de narrativa. Para eso hay que tener 50 años y estar madura como las uvas. Escribí libros de poesía, Platea a oscuras y Cabeza rapada, y un diario porque es lo que vengo haciendo. Y el diario es como un gesto para toda esa gente que no lleva una vida prêt-à-porter, que no puede darse el lujo de estar cargando con sus libros y que no se merece leer un ladrillo que no diga nada al final (risas).
–¿Cómo imagina el futuro de Cuba?
–Lo voy a decir en una sola frase: “que vuelvan todos” para poder reconstruir nuestras vidas. Es posible la vida después de Fidel; supuestamente somos marxistas, la materia ni se crea ni se destruye. La muerte de alguien no puede ser la solución de la vida de tantas personas y, en caso de serlo, lo sería en el largo plazo.
–¿Es cierto que con el dinero del premio pensaba comprarse una computadora?
–Sí, y me la pude comprar. Empecé a escribir algunos artículos para las revistas Soho (Colombia) y Woman (España). Porque es difícil vivir de la literatura, como sabes.
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