Miércoles, 21 de marzo de 2007 | Hoy
LITERATURA › NUEVAS CRONICAS DE MARIA MORENO
En Banco a la sombra, que acaba de editar Sudamericana, la escritora sale de excursión por las plazas del mundo.
Por Julián Gorodischer
En las plazas de María Moreno las palomas atacan en pandilla, los monumentos funerarios exhiben impresionantes erecciones y las boas abrazan hasta la asfixia. Así presenta su recorrido hipnótico por las plazas del mundo, en la que podría ser recibida como su primera novela de viajes, allí donde registra con igual extrañamiento la ronda por la Plaza Dorrego, en San Telmo, y la visita a la Djemá el F’ná, en pleno centro de Marruecos. Sus crónicas, como en los últimos veinticinco años, son antes que un apasionante conjunto de pequeñas epopeyas urbanas en todos los rincones del mundo, un manifiesto a favor de la renovación del género. En las páginas de Banco a la sombra (Editorial Sudamericana, colección In situ), deviene en cronista fóbica volcada a interiores, desentendida del mandato de la investigación heroica y de la dirección obligatoria de la mirada al puro centro.
Su cronista en fuga propone aire fresco en la no ficción: revaloriza el mundo interior del que debería estar helado, frecuenta continuos procesos de mimetización con las extrañas criaturas con las que se topa, desmitifica la condición homologadora de la globalización en el minuto en que descubre en cada plaza otro mundo. Su mirada es tan oblicua que se desliza por el fuera de campo sigilosamente, sin temor a ser inadecuada, con la certeza de que “fuera del corazón de los acontecimientos” suele encontrarse un nudo.
“Puedo reconocer botones porque leí a Restif de La Bretonne. Pero no es cierto. En verdad, no puedo llegar a ver la mercadería de Al divino botón. Los botones que atribuí al deseo del hombre ni siquiera son los de mi secreter. Escribí lo que se me pasaba por la cabeza... Lévi Strauss cifra en nombrar cada uno de los elementos hallados en sus viajes una prueba de haber estado allí. Sin embargo, la experiencia no puede ser sino retórica”, escribió. Sus crónicas provienen de otras crónicas, que la ayudan a codificar sus recuerdos, porque ella actualiza en la escritura su historia personal como lectora. “Los textos vienen de otros textos –afirma María Moreno, colaboradora de Página/12 y autora de la novela El affaire Skeffington y de los ensayos y crónicas de El petiso orejudo, A tontas y a locas y El fin del sexo y otras mentiras–. Silvia Molloy dice que Sarmiento escribió los Recuerdos de provincia porque leyó las memorias de Franklin. Para leer mis recuerdos, tengo que haber leído libros.” Cuando hace la crónica de los lugares en los que estuvo, su cabeza está vacía, como si jamás hubiera estado allí. “Son las palabras las que van armando su circuito cerrado y venido de otras palabras donde lo vivido opone, sin embargo, una resistencia”, escribió en su libro más reciente. “Yo también necesito el cuaderno de bitácora de la lectura, sólo leyendo sabré qué leer luego a mi alrededor. Nada especial, puesto que incluyo junto a los libros consagrados la carta de un restaurante, el recorte de un diario, los relatos orales de un amigo mitómano.”
–La de Banco a la sombra es una cronista que hace explícitas sus impotencias y limitaciones...
–La cronista que construyo viaja sola; no soy heredera de los libros de alta cultura en torno del viaje: la suya no es la Venecia de Paul Morand. Llora en todos los textos porque el viaje da temor. En el recorrido de la cronista hay una idea de fracaso de la experiencia.
Y está la posibilidad de hallar más de un libro en el último trabajo de Moreno: su novela familiar, o una bitácora de viajes, que renueva el entusiasmo y el asombro de la crónica modernista (desde José Martí a Lucio Mansilla) en la piel de la perdedora deambulante en compañía ocasional del llamado Señor Plaza. En lo que atañe a su condición de novela familiar, cada plaza que pisa estimula la reaparición de espectros de su padre (en los alrededores de la Plaza Borda), de su madre (boicoteando la conquista de la Plaza Miserere), y hasta incorporándola en el clan español en el que se sentirá a sus anchas durante el viaje a Djemá el F’ná, Marruecos, donde el otro amenazante (otra vez derribando el cliché, acorde con su ocupación recurrente como cronista) es menos el musulmán en masa que la niña retardada que la hostiga cariñosamente durante la estadía. Ella misma definió ese episodio como “un hit”. En cambio, y simultáneamente, como bitácora, el libro conecta con esa cuota de misterio que toda excursión a las afueras necesita para denotar la lejanía (así se trate de los freaks de la Plaza Catalunya) o de la opacidad de la prostituta de Plaza Miserere, confrontando a la propia cronista no con el sarcasmo del clasificador en boga, sino con su propia biografía de niña de piernas demasiado finas.
Cuando la crónica decreta su propio boom, María Moreno reivindica su condición de escritora. “Yo sigo una tradición de cronista modernista –dice–, en la línea de José Martí leyendo los diarios en Nueva York y narrando a partir de lo que lee. Lo importante es cómo narra la experiencia del reporter. La información fue un incordio en mis textos; nunca fui periodista. Yo recomiendo ir, porque los hechos disparan la imaginación.” Nunca asentada en lo que un género dicta para sí, se mueve cómoda horadando marcos de expectativas: si la norma periodística decreta la aventura, el exotismo, la puesta en riesgo de la propia persona, ella cuenta la esencia de Venecia llorando en una habitación de hotel, así como cuestionaba como redactora las voces autorizadas preguntando sobre “el tema del día” al colega sentado a un costado.
–Es un poco aventurado decir que cuando tenés un tema hay que preguntarle al de al lado, pero me ha dado resultado –dice–. Te saca del experto, del estereotipo. El estereotipado también lee lo que se dice de él y después lo encarna.
Como cronista cómica, acumula gags como de sitcom, que se desatan a partir de la combinación de la neurosis de viajante “con problemas” y situaciones de persecución módica: niños que piden en México o bandadas de palomas en la Piazza San Marcos. “Está saturado el mercado de cronistas héroes –señala–. Y ¿cuáles son las crónicas que escriben los que no se definen a sí mismos como cronistas? ¿Dónde está el diario de un médico en el leprosario, un frente de guerra, el crimen político, la mafia?” Ni una nueva crónica como reflejo del fin de la ideología ni toma de partido en busca de una sintonía con el escepticismo de la época. “Por algo matan periodistas –sigue–. Todavía hay cuerpo a cuerpo, misión, idea de coraje.” Es que la comedia no inhibe la entrega: la aniquilación del pudor es el aporte para desenmascar una falsa prestancia, la prueba de que ella sí estuvo allí, demasiado adentro: “Aprovechar para hablar de un cuerpo en decadencia, tomado por sorpresa por la niña retardada. Ausencia de vello en el pubis que deja ver la cicatriz de cesárea. Yo quiero hacer un post punk senil”.
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