Miércoles, 28 de marzo de 2007 | Hoy
LITERATURA › CRISTINA FEIJOO Y “LA CASA OPERATIVA”
En su notable novela, el hijo de una desaparecida evoca a su madre y reconstruye el cotidiano militante de un grupo logístico de las FAR cercado por la policía en Rosario.
Por Angel Berlanga
En La casa operativa, la novela de Cristina Feijóo que acaba de publicarse, finalista del Premio Planeta 2006, el narrador es el hijo de una desaparecida que, desde estos días, evoca a su madre. El núcleo de su evocación radica en una semana de abril de 1972; por entonces, él tenía cuatro años y, durante esas jornadas, estuvo junto a ella y otros tres militantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias en una “casa operativa” de la organización, en Rosario. Fueron convocados allí con la misión de chequear los movimientos de un general torturador al que las FAR planeaban secuestrar pero, tras un acuerdo entre cúpulas con el Partido Revolucionario de los Trabajadores, decidieron ejecutarlo. Y aunque los protagonistas no participaron en la ejecución, la policía dio enseguida con la dirección del refugio, los cercó y allí se produjo un tiroteo mortal. “La violencia en ese momento era una forma más de operar, un instrumento político”, dice la escritora. “No la cuestionaba nadie. Hasta partidos tradicionales como el radicalismo tenían negociaciones con los grupos armados. Era parte de la época: había organizaciones guerrilleras en toda Latinoamérica y se creía que el mundo iba hacia el socialismo.”
El libro tiene una sólida y compleja estructura que, a primera vista, puede parecer sencilla: una anunciación y una posdata en las que el narrador contextualiza, desde hoy, el relato y su postura sobre la época, con una fuerte y sentida reivindicación de su madre. En el cuerpo central del texto, dos carriles: el primero sigue en detalle el accionar policial, afuera, y el segundo lo que pasa con el grupo guerrillero, adentro. La complejidad estructural deriva de la riqueza de la escritura de Feijóo, porque además de construir lenguajes y jergas y tempos y tonos bien diferenciados para cada una de las tres instancias, progresivamente va entretejiéndolas, perfilando personajes en un ida y vuelta en los tiempos –quiénes son, qué sienten y piensan, cómo es que llegan hasta el momento en que todo estallará– y aumentando la tensión del suspenso. Feijóo, que antes había publicado los libros de relatos En celdas diferentes y El corral de los corderos y la novela Memorias del río inmóvil (Premio Clarín 2001), militaba en las Fuerzas Armadas Peronistas cuando fue detenida en 1971; dos años después fue liberada por la amnistía a los presos políticos que dictó Héctor Cámpora. Tras la salida de la cárcel, militó un año más en el Peronismo de Base; nueva detención entre el ’76 y ’79, refugio en Suecia, regreso a la vuelta de la democracia. “Empecé a escribir ficción tarde, luego del exilio, después de los 40”, dice. “Para mí la escritura siempre fue un acto privado, personal. Soy una escritora que no pertenece a ningún grupo académico, no sé nada de historia de la literatura ni de crítica. A esa necesidad de ‘ir hacia algún lado’ que tenía mi generación la cubrí con la escritura, con la que tenía una relación muy íntima y fuerte desde chica. Esta es, ahora, mi finalidad.”
–Además de contar la historia, ¿qué se propuso mostrar?
–Cómo era la vivencia de esos militantes. Pasé veinte años sin leer nada sobre esa época; no lo hice porque había como un tono de denuncia, sistemático –que me parecía legítimo, por supuesto–, y a la vez algo como heroico, que no me llevaban a interiorizarme. Yo había vivido eso, necesitaba tomar distancia. Luego leí un libro sobre las organizaciones político-militares que hacía un análisis crítico e histórico, que prescindía de esa mirada de héroes-buenos-malos-feos, y me dieron ganas de meterme con el tema. Y me pasó algo curioso: conocía de cerca muchos hechos y análisis, pero los leía como si fuera la historia de otra persona, como ajenos. Eso me produjo una sensación de perplejidad: ¿dónde está la emoción de aquella época, la pasión de aquellos debates? Ahí me propuse escribir. La idea base fue decir “éramos muy jóvenes” y, como tales, queríamos divertirnos, hacer el amor, pasarla bien, pero al mismo tiempo estábamos enormemente marcados por la época y la pulsión histórica de “hacerse cargo”. Y quise mostrar el cotidiano de un joven metido en una organización. Qué cosas conllevaban esas renuncias, esas elecciones, cómo se vinculaban entre ellos, qué deseaban, qué reprimían. La carne y el alma. Que no puede estar en los relatos históricos. Tampoco quiero decir que esto cierra todo: son cuatro personajes, entre los miles posibles.
–Pero hay una mirada romántica sobre esos personajes.
–Yo no la percibo tanto. Me parece que hay una nostalgia de la intensidad de vivir. Había una finalidad, un lugar hacia donde ir. Y eso se perdió. Tal vez sea la nostalgia de nuestra generación, los que nos criamos en ese marco ideológico.
–El narrador dice, en la Posdata, que le era sencillo hurgar en el pasado y difícil escribir. ¿Le pasó eso a usted, también?
–Muchísimo. No en vano tuve que distanciarme, primero, para sobrevivir. Y acercarme vivencialmente a ese material fue... Escribí cinco versiones de la novela. Y yo no trabajo con versiones. Pero en cada una pude ir adentrándome más en la carne viva del material. Eso se reflejaba en lo formal: yo adoptaba herramientas que no eran las adecuadas. Miraba y decía “esto no es”, y vuelta a empezar. Recién en la cuarta versión apareció el narrador: su voz me permitió contar desde adentro, porque era alguien que había vivido eso, y además imaginar, recrear y poner una cierta dosis de idealismo. Porque yo revalorizo la experiencia, a pesar de que fue un fracaso. Pero me seguía faltando la violencia: eso surgió en la quinta versión, con el operativo policial. Porque la violencia, aun en su posibilidad, estaba presente todo el tiempo. La conciencia de estar en peligro era constante. Y yo quería impregnar de eso al libro, que el lector tuviera conciencia de la violencia como una presencia más en la vida de estos muchachos.
–Tiene, ese narrador, un discurso bastante principista y sentimental, sin que esto resulte pegajoso.
–Pensé en materiales que vi y leí de hijos de desaparecidos. En los que hay de todo, distintas posiciones hasta emocionales: hay quienes idealizan a sus padres al máximo, otros que los critican. Yo quise una mirada cariñosa y también políticamente incorrecta, porque si bien está lo sentimental, en el libro se relatan cosas que caen mal, porque el chico es criado en medio de ametralladoras, en situación de peligro. Y sin embargo él recuerda eso como algo divertido.
–La historia está montada sobre un caso real.
–Sí, sobre la ejecución del general Sánchez. Leí sobre el caso, pero trabajé sobre un supuesto grupo, inventado. Debe haberlos habido, porque fue una operación grande, que requería varios comandos.
–Ha dicho que cree que hay demasiada “versión santificada” de los militantes de la época. ¿Por qué cree que pasa eso?
–Me parece que por autodefensa. Eso por un lado; por el otro, es muy dificultoso hacer autocrítica. Hay mucha pérdida, mucho dolor, muchos muertos, desaparecidos. Y es difícil trabajar sobre eso. Y verlo. Hay muchos compañeros que no admiten, todavía, que hubo una derrota. Cada uno sigue viviendo eso como puede. Me parece que son las generaciones que siguen las que tienen que hacer un proceso de revisión sobre lo que pasó. Tal vez a nosotros no nos corresponda más que dar testimonio. He tratado de trabajar con un grupo de compañeras desde una visión histórica y fue imposible, tal vez por las pérdidas personales grandes. Para quien lo vivió, es una época muy difícil de procesar.
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