Sábado, 14 de julio de 2007 | Hoy
LITERATURA › FLORENCIA ABBATE Y “MAGIC RESORT”
En un libro cuyos personajes parecen pasajeros en tránsito, la autora construye un mosaico de imágenes y vivencias que tienen casi siempre a Buenos Aires como fondo, pero que sitúan una de sus historias en la Franja de Gaza, “uno de las mataderos de la civilización, que representa la geopolítica de este momento por la estigmatización del mundo musulmán”.
Por Silvina Friera
Max miraba las imágenes del derrumbe de las Torres Gemelas ese 11 de septiembre de 2001. “De a ratos contemplaba el reloj como si constatara con creciente indolencia que cada segundo se llevaba otro fragmento inútil de mi vida”, dice este joven de veintiún años, que trituró ciento once pastillas y se tomó tres copas de champagne de despedida. Aunque sobrevivió a su intento de suicidio, le diagnosticaron “trastorno bipolar”. Lenis se separa de Matías (“lo miré sin llegar a comprender cómo había podido vivir cinco meses con ese aparato”) y como las traducciones que le encargaban se fueron reduciendo casi hasta desaparecer, aceptó hacer encuestas de mercado. Conoce a Rush, que filma documentales en “zonas de desastre” –los refugiados en la Franja de Gaza–, y se casa con el documentalista. Después de haber vivido cuatro años en Barcelona, Rocío regresa a Buenos Aires y termina parando en la casa de una amiga, donde conoce a Max y se enamora de él. En Magic Resort (Emecé), Florencia Abbate vuelve a sorprender con una segunda novela coral como El grito, estructurada a través de diferentes voces que narran en primera persona instantáneas de los momentos vividos entre septiembre de 2001 y diciembre de 2004. Estos personajes parecen pasajeros en tránsito con una valija siempre a mano, tal vez ensimismados y un tanto perdidos, que se refugiarán en la economía de expresión, luminosa y esperanzadora, de la poesía o en ese antídoto y consuelo contra los temores que es la música.
“A mí me resulta más agradable trabajar la primera persona que la tercera, quizá porque los narradores en tercera persona, típicos de las novelas decimonónicas, ya fueron tan cuestionados, quién es ese ojo omnisciente que lo sabe todo, que prefiero tratar de encarnar al personaje, tratar de ponerme en la situación que estoy contando”, plantea Abbate en la entrevista con Página/12. Las historias de Magic Resort, aunque entrelazadas, tienen una relativa autonomía en tanto pueden funcionar como relatos. “Trato de que las novelas tengan la forma en que percibo la experiencia”, explica la narradora, poeta y editora. “Hoy por hoy uno tiende a percibir la realidad de un modo más fragmentario, como un mosaico de impresiones, de historias que se van entrelazando. Prefiero trabajar con segmentos o zonas de historias que se conectan, más que con una historia lineal.”
–¿Qué diferencias percibe entre El grito y Magic Resort?
–El grito tenía una carga más local, más referencias al pasado argentino, a la dictadura. En Magic Resort, si bien el grueso de la novela transcurre en Buenos Aires, salvo la historia que sucede en la Franja de Gaza, esa “casa compartida” también podría estar en otra ciudad. La otra diferencia es que en El grito jugaba un poco a presentar una visión de esa realidad desde diferentes perspectivas: la de un chico joven posmoderno, la de un ex militante de izquierda de unos cincuenta años, la de una pareja de gays despolitizados; en ésta, en cambio, los personajes no aportan diferentes perspectivas etarias sino que más bien pertenecen a un mismo universo generacional. Acá también es distinto cómo se cruzan las historias, porque en aquel caso el anclaje era una trama familiar, en cambio ahora son dos historias de amor que se van cruzando, Rush y Lenis y Rocío y Max.
–Su opción por la primera persona, ¿estará también relacionada con que resulta más desconcertante, teniendo en cuenta lo que implica el “yo” en esta época?
–Sí, es cierto. Un desafío interesante que me presenta la primera persona es que mi prosa tiene una musicalidad muy fuerte, quizá porque escribo poesía y tengo un oído muy poético y siempre estoy detrás de que la frase suene bien, que tenga cierta cadencia, cierto ritmo. El peligro es engolosinarme en mi propia escritura, en mi propia voz, en ese ritmo narrativo, pero la primera persona me obliga a que los personajes no tengan el mismo registro, y a darle un ritmo distinto a cada relato. El hecho de tener que buscar un tono para cada personaje es un gran incentivo. Rush narra desde un tono más seco, realista, con oraciones cortas, mientras que en otros juego más con la poesía o las oraciones subordinadas. La persona que leyó por primera vez las primeras tres páginas del relato de Max dio por sentado que la que narraba era una mujer porque yo le había dado el manuscrito (risas). Y en realidad no había ninguna marca de género en el texto. Entonces me sugirió que en el primer párrafo marcara el género porque se desconcertó cuando descubrió que era un chico el que estaba narrando.
–Pero la falta de marca de género quizá también esté relacionada con la época. ¿Qué diferencia la voz de un hombre o de una mujer?
–Sí, en algunos casos es interesante construir un tono que “suene” más masculino o femenino. Uno podría decir que el de Rocío, en ciertas zonas, suena más femenino, y del Rush, en ciertas partes, más masculino, pero también parte de presupuestos que no necesariamente se sostienen en la experiencia.
–Max padece bipolaridad, un trastorno que resulta muy frecuente en estos tiempos. ¿Fue deliberada la elección de esta enfermedad?
–Sí, de hecho a mí me interesó lo del trastorno bipolar porque todos tenemos nuestros ups y downs sin llegar a grados extremos. Antes, a las personas que lo tenían en grado extremo se les llamaba enfermos maníacos depresivos, pero en las últimas décadas se puso de moda llamarlo trastorno bipolar, y de pronto te lo diagnostican y parece que tenés una etiqueta de por vida. Me interesaba explorar hasta qué punto esta enfermedad refleja algo que fue muy característico durante la crisis de 2001. Uno veía todo el tiempo a gente con crisis de depresión o demasiado eufórica, y siento que mi generación estuvo muy cerca de esto como clima de época. Tomé el trastorno bipolar como metáfora de una época o del recorte del mundo que estoy contando.
–¿Por qué una de las historias transcurre en la Franja de Gaza?
–Como estoy trabajando con un amigo, periodista de la BBC que es camarógrafo en zonas de desastre, en un proyecto de libro de no ficción, elegí ese lugar porque, más allá de que tenía mucho material, tanto fílmico como oral, me parece que en las últimas décadas la Franja de Gaza fue uno de las mataderos de la civilización, un lugar cercado, constantemente bombardeado, y aunque en Argentina esto no tenga mucha prensa, es un punto fuerte para representar la geopolítica de este momento histórico por la estigmatización del mundo musulmán. Se acabó la guerra fría y comenzaron las guerras religiosas, y eso supone una lógica del mundo que es nueva, y un estilo de insurgencia que no es el de los setenta. El grito todavía evocaba esa lucha, y en Magic Resort intento representar este nuevo conflicto a partir de la Franja de Gaza, y también la cuestión de las víctimas civiles, otro de los grandes temas de la actualidad.
–¿Esta es la parte más “documental” de la novela?
–Sí, porque como es un tema bastante complejo y puede herir muchas susceptibilidades, realmente describí, intentando ser lo más objetiva posible, lo que veía y trabajé con materiales fílmicos, por eso en la página web de la novela (www.magicresort.com.ar) hay links a los videos de You Tube, algunos del documental que hizo mi amigo en Gaza. Traté de describir como si fuera una cámara más que un “cerebro opinando”.
–¿Su propuesta como narradora busca aproximar, desde la escritura, la novela a la poesía?
–Sí, y en este sentido veo una diferencia con El grito. Esta novela es más extraña en cuanto a su forma. Siento que las cosas más importantes que aprendí de la literatura las aprendí a través de la poesía, tal vez por su capacidad de condensación y de síntesis. Magic Resort apunta a condensar y a sintetizar; El grito, en cambio, era una novela con más digresiones y monólogos interiores. Acá hay un intento de comprimir un poco más la escritura y de llegar a una imagen que condense un sentido, un impacto que tiene que ver más con el modo en que impacta la poesía.
–En una de las citas de T. S. Eliot que aparece en la novela, el poeta dice que el conocimiento impone un modelo que es “nuevo a cada instante y cada instante es una nueva y desconcertante valoración de todo lo que fuimos”. ¿La elección de esta cita está relacionada con el “modelo” de novela que quiso escribir?
–No se me había ocurrido. La tierra baldía, de Eliot, y los cuatro cuartetos que cito, son mis poemas preferidos, pero además me parece que lo genial de Eliot en estos poemas es que son metáforas de los tiempos modernos. Para mí la época era una problemática en la novela. Además, Eliot tiene muchas reflexiones, algunas casi religiosas. Así como estamos viviendo el momento más secular de occidente, uno tiene la sensación de que el sentimiento religioso sigue teniendo mucho peso, de hecho una de las cosas que te impacta del mundo islámico es esa convicción religiosa que parece tan ajena a nuestra sensibilidad occidental actual. En sociedades donde la vida no vale nada, el joven que se inmola sabe que su rostro va a estar en la casa de sus familiares y confía que obtendrá una recompensa en el más allá.
–Pensando en la frase de Eliot, ¿hay modelos en esta época?
–Hay un modelo hegemónico ligado al consumismo, al confort, al éxito económico, que es muy fuerte, que todos tenemos incorporado y que predomina en el mundo occidental. La mayoría de la gente quiere vivir cada vez mejor, por eso también es interesante pensar aquellos objetivos que te trascienden como individuo. Uno se podría preguntar qué es vivir mejor o si vivir bien implica necesariamente vivir mejor. También es evidente que hay una crisis de sentido en los sentidos vitales que ofrece el liberalismo y el capitalismo a los seres humanos. Eliot trabaja mucho la idea de que en los tiempos modernos, donde estamos sometidos a la linealidad de la historia, el instante es lo que te abstrae de esa linealidad y te puede dar cierta plenitud. Nuestra generación tiene una sensibilidad relacionada con el instante, con aquello que te colma y que te hace vivir un tiempo pleno que sale del tiempo. La idea es que en un instante hay una adecuación perfecta entre el otro y vos, entre el mundo y vos, pero esta adecuación es efímera.
“Ya no hay modelos tan agobiantes en la literatura argentina”, dice Abbate. “Quizá en un contexto más politizado del campo literario, los modelos definían posiciones políticas, como en algún momento pudo ser la oposición Arlt-Borges. Pero para mi generación esta oposición no significa nada, todos hemos leído a Borges o a Arlt, aunque nos guste más uno u otro.”
–¿Es un momento de mayor convivencia entre las diferentes estéticas?
–Sí, hay otra actitud. Cuando el campo literario está más politizado, las diferencias estéticas tienden también a causar enfrentamientos, pero me siento parte de una generación que convive en la pluralidad sin demasiado conflicto. Puede haber contemporáneos pares que apuesten a un tipo de literatura muy distinta de la mía, incluso que no me interese, pero eso no invalida que me pueda sentar con ellos en una mesa. Las diferencias estéticas no marcan polaridades tan grandes. Quizá las discusiones actuales pasan más por cómo difundir la producción existente.
–Y en este sentido se ampliaron los canales, hay nuevas editoriales y más posibilidades de publicar...
–Hay un caudal de producción que a mí me impresiona, una sobreabundancia que el mercado editorial no puede absorber por completo. Por eso también se ha diversificado tanto el mercado con la aparición de editoriales intermedias como Adriana Hidalgo, Interzona, Beatriz Viterbo o El Cuenco de Plata, y también hay como cuarenta editoriales chicas, de lo que quieras, muy activas y legitimadas. Ya nadie piensa que porque editaste en una editorial chica tu libro no vale literariamente; ahora también los criterios de valoración cambiaron. Como dice Gabriel Zaid en Los demasiados libros, donde señala que hay un exceso de producción, la cultura no es un lugar donde hay un escenario y un único micrófono sino que hay conversaciones dispersas por todos lados. Me alegra cuando veo a pibes de veintipico que están armando un grupo, una revista, una editorial... En un país como éste, donde no hay grandes subsidios a las actividades culturales, esta sobreabundancia quiere decir que hay un interés fuerte y auténtico por la literatura.
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