LITERATURA › SERGIO RAMIREZ, LAS LETRAS Y LA REALIDAD LATINOAMERICANA
Ex vicepresidente de Nicaragua y diputado sandinista, lúcido retratista de la sociedad de su tiempo, el escritor dice que la globalización ha hecho que “las figuras paradigmáticas se vuelvan de consumo más real”. Pero se niega a caer en la oposición entre “lo extranjero” y una “cultura nacional”, porque “a lo mejor lo local se termina volviendo enajenante”.
› Por Silvina Friera
Cuando entra en la librería de Palermo, saluda con la mano y pide que lo esperen. Sergio Ramírez y su mujer, Gertrudis, se devoran los libros con los ojos. Al escritor nicaragüense le cuesta dejar de recorrer las mesas y los estantes de las bibliotecas, pero finalmente se acerca al bar. “¿Me regala una Coca Cola light?”, le pide a la moza, con una dulzura que contrasta con el tono imperativo, y a veces exasperado, del habla de los porteños. “En Madrid, un mozo se enojó y me dijo: ‘No regalamos nada, acá vendemos’”. El autor de Charles Atlas también muere, que acaba de reeditarse en una pequeña editorial argentina, El Andariego –y que presentó en el Centro Cultural Paco Urondo, junto a su gran amigo Tomás Eloy Martínez–, hasta cuando se ríe no abandona la suavidad de la forma. Los ocho cuentos que integran el libro, publicado originalmente en México en 1976, tres años antes del triunfo de la Revolución Sandinista que derrocaría al dictador Anastasio Somoza, ofrecen un crudo e irónico retrato de la burguesía nicaragüense de los años ’60, que soñaba que “Nicaragua es blanca”. Campeona de la frivolidad y del mirarse siempre con los ojos prestados, la flor y nata de esa burguesía se sintió alborozada el día en que se anunció la visita de Jacqueline Kennedy. En A Jackie, con nuestro corazón, Ramírez refleja con un refinadísimo sarcasmo ese mundo de apariencias a través de los preparativos que planean los miembros del exclusivísimo Virginian Country Club para recibir a la ex primera dama norteamericana. Como señala el narrador del relato, “los homenajes tendrían que estar a la altura, para que no se fuera a decir que no somos dispensadores de exquisitas bondades”.
A más de treinta años de la publicación del libro, ese crudo retrato de la burguesía nicaragüense, lejos de haber quedado acotado por la coyuntura, parece reactualizarse en la cadencia de la enajenación cultural imperante. Nada ha cambiado en el comportamiento social de los sectores privilegiados, sólo los nombres de los iconos a emular. “La enajenación cultural desborda las fronteras de un país y se vuelve una actitud latinoamericana de las clases sociales que tienen la ansiedad, o la ambición, de una legitimidad que sólo consiguen a través de sus propios ejemplos paradigmáticos, sociales y culturales. Si no fuera así, la revista Hola no tendría tantos lectores. La gente ve en la aristocracia, en las personas que tienen mucho dinero, sus propios paradigmas”, plantea Ramírez en la entrevista con Página/12.
–¿Sigue siendo igual esa enajenación cultural de las clases medias de la década del ’60 con respecto a la actual?
–Es la misma, pero en otro sentido. Quizás el mundo es más global ahora y como el juego de las imágenes es más directo, las grandes figuras paradigmáticas se han vuelto de consumo más real, no sólo para la gente de más recursos y más informada. Lo prueba el fenómeno en masa que generó la muerte de Diana de Gales; muchos se sentían identificados con el personaje. Al fin y al cabo en Nicaragua, pero también en muchos países latinoamericanos, muchos querrían ser súbditos de la reina de Inglaterra.
–¿La revolución no pudo contrarrestar esa frivolidad?
–Durante la revolución hubo un intento más o menos organizado de sustituir este tipo de cultura de reflejo por una cultura autóctona, nacional, pero tampoco me parece loable en el sentido de que no puedes establecer valores nacionales contra valores enajenantes extranjeros porque a lo mejor lo local se termina volviendo enajenante. Me parece que deberíamos aspirar a una comprensión global de los elementos de la cultura, más que a una sustitución de unos elementos por otros.
–¿La literatura nicaragüense también está enajenada?
–No hay que olvidar que nosotros venimos de Rubén Darío, que transformó la métrica francesa y toda la imaginería simbolista francesa en lo latinoamericano. Rubén Darío convirtió de manera loable lo extranjero en lo nacional. Nosotros venimos de ese tipo de apropiación cultural, por eso nadie se extraña de lo extranjero, pero la literatura está hecha por elites bien informadas respecto de lo que se está haciendo en el mundo y esto se puso de manifiesto en la generación de vanguardia de los años ’20, que hizo la transposición de la poesía norteamericana, desde Eliot a Pound, así como Rubén Darío había hecho la transposición del simbolismo francés. Esto de estar al día me dio la ventaja de que cuando en mi adolescencia abrí los ojos a la literatura, para mí Eliot o Pound eran nombres corrientes. No hay que olvidar que mucho después de muerto Darío, se siguió escribiendo en términos modernistas, y que el Modernismo fue una herencia muy visible.
–En varios cuentos aparecen ciertos clichés de las clases medias, por ejemplo, “todo lo que era Bayer era bueno”. ¿Intenta burlarse de esos clichés?
–Es una burla compasiva porque todos hemos participado de esos clichés. Hay algo peligroso en los escritores que critican determinados clichés culturales, jugando a los héroes porque supuestamente no participan de eso. Uno termina burlándose porque es parte de esa estructura de reflejo.
–¿Qué busca con la ironía?
–Primero tomar distancia, ¿no? Uno de los grandes compromisos de un escritor es el sentimentalismo, comprometerse con las situaciones sentimentales o críticas; entonces la ironía o la risa son una manera de tomar distancia de la seriedad crítica o de lo lacrimógeno, que en la literatura es fatal. La ironía permite alejarse de ese tipo de compromiso embarazoso.
–Usted retrató a la burguesía nicaragüense con la ilusión de que podía cambiarla. ¿Siente que fracasó?
–Sí, tratamos de cambiarla en los años ’80, pero no logramos nada. Hay que crear una cultura que se sustente sola y que pueda tolerar lo extranjero sin caer en el ridículo; adaptar las formas, mezclar, y no pretender sólo lo autóctono. Tiene que haber una mezcla digna en la que se pueda absorberlo todo sin dejarse arrastrar.
–Pero las clases medias nicaragüenses, ¿son más conscientes de sus defectos que la de los años ’60?
–La burguesía de los años ’60, como clase social, desapareció con la revolución. Ahora nació una nueva burguesía a partir de las grandes fortunas que se hicieron en base a la riqueza del algodón, lo que le permitió importar bienes culturales, muebles, estilos arquitectónicos, educación. Se supone que la globalización es una apropiación local de valores universales en todas partes del mundo, pero la verdad es que siguen siendo valores de los Estados Unidos. No hay nada que no venga de los Estados Unidos. Hasta la pizza, si no pasa por Estados Unidos a través de las grandes cadenas, no llega.
–¿Qué diferencias encuentra entre ese joven que escribió los cuentos de Charles Atlas... y el escritor de ahora?
–Los temas que uno elige cuando es muy joven vuelven a repetirse siempre, por lo menos en mi caso siento que es así. Este tema de mi asombro, de mi curiosidad irónica frente al fenómeno de querer ser como los extranjeros es una cuestión que nunca me abandonó. A fines de los ’90, cuando se dio el fenómeno de Diana de Gales, escribí un cuento precisamente sobre el impacto que provocó en Nicaragua, ya no en las altas esferas sociales sino en la gente que amaneció siguiendo los funerales. Entonces escribí ese cuento de un hombre que ha perdido a su mujer. Ella, que le era infiel, se fue con el jefe y se mató en un accidente, y el marido está recordando frente a la televisión todo lo que a él mismo le había ocurrido.
–¿Cree que en esos cuentos ya había un “estilo Sergio Ramírez”?
–Creo que sí, pero quizá puede ser que haya perdido esa espontaneidad de escribir más irresponsablemente. Ahora tengo esa fijación del trabajo con el lenguaje, de cuidar más lo que escribo, de corregir más, que antes no tenía.
–¿Por qué se pierde esa irresponsabilidad?
–Quizá porque ahora tengo mayor conciencia de los tropiezos con el lenguaje. Recuerdo que cuando a mis 17 años escribí mis primeros cuentos y hacía una revista literaria, yo tomaba las tiras de papel galeradas para meterlas en la máquina de escribir y no estar cambiando las hojas. Tenía la pasión de escribir en continuo. En cambio, con el tiempo, cuando cometía un error en una hoja la sacaba de la máquina y la tiraba, porque siempre quería tener la página perfecta y perdía muchísimo tiempo. Hoy persigo lo mismo: escribir con transparencia, pero es cierto que me cuesta mucho más porque soy más consciente del oficio, no porque tienda a escribir más complejo. Aspiro a escribir cada vez con más transparencia, que el aire pueda pasar por entre las líneas.
–¿Cómo aprovechó literariamente su experiencia política, su etapa en la vicepresidencia de Nicaragua?
–Es un privilegio para un escritor estar metido en los resortes del poder. Así como es muy difícil hablar del amor sin haber conocido el sentimiento del amor, tampoco se puede hablar del poder sin haber visto cómo funciona el poder por dentro, sus consecuencias, sus mecanismos, su inspiración. Desde luego que me considero un escritor que pasó por la política y no un político que ha pasado por la literatura.
–Sin embargo en sus novelas, por ejemplo, Sombras nada más, no aparece la perspectiva del poder, desde adentro, sino las consecuencias que el poder tiene sobre los individuos.
–Eso es lo que más me ha interesado siempre: cómo el poder es capaz de modificar la vida de gente inocente. El poder de una revolución o de una dictadura de repente toma a alguien por el pelo y lo pone donde nunca se imaginó que iba a estar. Un hombre que está trabajando en una carpintería y la revolución lo vistió con un uniforme de guerrillero, o una mujer que se casó con alguien que luchó contra la dictadura y fue a dar al exilio... Siempre me ha interesado esa fuerza del destino que tiene el poder. Los mecanismos del poder, tanto para la izquierda como para la derecha, son exactamente los mismos. Las ganas de quedarse en el poder no tienen signo ideológico.
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