Jueves, 20 de marzo de 2008 | Hoy
LITERATURA › LA INFLUENCIA DE ARTHUR C. CLARKE DESDE 2001 AL ANIMé
El autor de El fin de la infancia y Cita con Rama prefiguró avances científicos y marcó a la narrativa, pero también al cine y hasta la astronomía con una libertad incomparable para diseñar otros mundos.
Sus historias sacaban a la ciencia ficción del rótulo de “género menor”. Eran relatos profundos, reflexivos y fantásticos. Más de 80 títulos publicados a lo largo de su vida le garantizarían la estampa de prolífico. Y la calidad de sus textos le aseguraron hace rato un espacio privilegiado en las bibliotecas de sus lectores. Arthur C. Clarke murió ayer a la una y media de la mañana de Colombo, Sri Lanka, su patria por adopción. Tenía 90 años, llevaba 30 en silla de ruedas por una poliomelitis durante su infancia y no pudo superar una insuficiencia respiratoria, según contó su secretario privado.
Los amantes de la ciencia ficción lo recordarán por obras como El fin de la infancia o Cita con Rama. Los cinéfilos, por su aporte a Stanley Kubrick para la monumental 2001, Odisea del Espacio. Los astrónomos, por la “órbita Clarke”, que es la forma cariñosa de llamar a la órbita geoestacionaria. Tres pastillas que son apenas una pizca del aporte de Clarke a su querida humanidad, en la que tanta confianza tenía, aunque lo rodeaba el conflicto interno de su país. Más que llamarlo “escritor”, “científico” o “divulgador”, habría que llamarlo “pensador”. Era un apasionado del conocimiento y del avance científico (fue uno de los primeros en usar el mail, por ejemplo) y compartía con la comunidad científica sus ideas, que también volcaba en sus novelas. Por ejemplo, esbozó Internet en uno de sus cuentos cortos. Tanto trabajo le valió múltiples reconocimientos, incluyendo el rango de “Sir”, que le dio la Corona con la Orden del Imperio Británico por su “aporte a las ciencias y las artes”.
Había nacido el 16 de diciembre de 1917 en Somerset, Inglaterra, y durante su vida hizo de todo, hasta ser técnico de radar para la Royal Air Force durante la Segunda Guerra Mundial. En ese estricto subgénero que es el de la “ciencia ficción dura”, Clarke era el último de una trilogía insigne: Robert A. Heinlein e Isaac Asimov, los otros. Pero el relato de Clarke se caracterizaba por ser más claro. Atento a las reglas del género, parte importante del argumento de sus historias descansaba en las leyes naturales (es decir, lo que la teoría científica actual aceptaba como válido o probablemente válido), pero eso no implicaba que se perdiera en el cientificismo por el cientificismo mismo. No se encontraría en sus cuentos una larga explicación de cómo funciona una tuerca neumática en gravedad cero. Se encontraban reflexiones.
Paradoja habitual para un hombre que confiaba tanto en la ciencia, Clarke tenía un costado profundamente místico. Una religiosidad propia de quien jamás perdió la capacidad de maravillarse ante el universo y que aparecía recurrentemente en muchas de sus novelas. El pasaje a una instancia superior de vida, suerte de costado budista de sus escritos, era un tema habitual. Aparece por ejemplo en El fin de la infancia, la novela que para muchos es su obra cumbre, aunque su fama se la deba a 2001 y sus secuelas. El fin de la infancia, publicada en 1953, quizá sea la suma de sus virtudes como narrador y pensador: la presencia cuidada y rigurosa, pero no invasiva, de términos astronómicos; una elegante narración y una idea contundente: la llegada a nuestro planeta de los Superseñores, una raza aparentemente superior que trae una paz y prosperidad extraña a la Tierra. Algo muy interesante de este relato es la influencia que tuvo sobre dos series televisivas importantes de los ’90: Evangelion, un animé cuyo final está “inspirado” (a confesión del creador) en el de la novela, y Babylon 5, que también tomó elementos del libro. Pero esto no sorprende, B5 contaba con Harlan Ellison como asesor literario.
La fama le llegó con el film 2001, Odisea del Espacio, estrenado en 1968. El director Stanley Kubrick lo había convocado para un proyecto y comenzaron a trabajar en torno de El Centinela, un cuento corto de Clarke de 1950. El resultado del trabajo conjunto llegó al papel, aunque recién se publicó después de que el film llegara a las salas, a diferencia de la creencia habitual que afirma que Kubrick se basó en la novela.
La escena inicial del monolito adorado por monos con el sonido de timbales, que Mel Brooks parodió en otra película, es parte de la historia del cine. Hal 9000 enloqueciendo y cantando “Daisy” en la nave quedó como referente inevitable de cualquier escrito sobre inteligencia artificial. Otro equívoco en su carrera es la frase “toda tecnología suficientemente avanzada es imposible de distinguir de la magia”. Es atribuida a Larry Niven, pero forma parte de una serie de afirmaciones de Clarke sobre el futuro de la ciencia. Más allá de los lugares comunes cuando muere alguien, es bueno preguntarse si Clarke, como el personaje de 2001 ante la inmensidad del cosmos, está exclamando “¡Está todo lleno de estrellas!”
Informe: Andrés Valenzuela.
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