CINE › EL DESIERTO NEGRO, DEBUT EN LA DIRECCION DE GASPAR SCHEUER
La principal virtud del film es su peor enemigo, conspirando contra una historia que no consigue arrancar en lo dramático.
› Por Diego Brodersen
EL DESIERTO NEGRO
Argentina, 2007.Dirección y guión: Gaspar Scheuer.
Fotografía: Jorge Crespo.
Montaje: Eduardo López.
Música: Ezequiel Menalled.
Intérpretes: Guillermo Angelelli, Mónica Lairana, Guillermo Somogyi, Mario Demarco, Mateo Deschutter.
La idea era sumamente atractiva, particularmente después de la lamentable versión animada del Martín Fierro estrenada el año pasado. Al fin y al cabo, no son tantas las películas que se acerquen a la liturgia gauchesca, con sus matreros y milicos, indiadas y cautivas, elementos que bien podrían haber gestado un género cinematográfico doméstico en tiempos de producción más industriales. El desierto negro, ópera prima del experimentado sonidista Gaspar Scheuer, se permite imaginar una reelaboración de ese universo –fundamentalmente literario– en base a un esquema visual que le debe más a alguno que otro western y al contrastado blanco y negro de la historieta para adultos que a las ilustraciones de pulperías de César Hipólito Bacle. Reduciendo al mínimo el anecdotario del relato, en el cual un fugitivo de la ley escapa incansablemente de sus perseguidores, creando un estilo tan lacónico como parco en el protagonista, Scheuer demuestra su interés por construir un naturalismo imaginario que en ningún momento intenta disfrazarse de reconstrucción histórica o estampa didáctica en movimiento.
Con el facón apretado entre los dientes y los astros celestes como único cobijo, ahí va el gaucho Irusta (Guillermo Angelelli), escapándole a esa muerte que lo persigue desde la infancia, expuesta en el flashback que abre la película y que anticipa otras sangrías por venir. En esa secuencia, y en las primeras imágenes campestres que le siguen luego de los títulos de apertura, El desierto negro impacta por sus cualidades fotográficas, cortesía del camarógrafo Jorge Crespo y del formato de video de alta definición. Los encuadres son precisos y equilibrados, cada milímetro del cuadro está perfectamente iluminado; la profundidad de campo permite que Irusta otee la inmensidad mientras allá, en el fondo, un grupo de hombres atraviesa la línea del horizonte. Presentada oficialmente hace un año en el 9º Bafici, la película obtuvo lógicamente dos premios ligados al tratamiento de la imagen, pero es precisamente esa perfección en el arte y la técnica de la fotografía cinematográfica la que se revela, más pronto que tarde, como el peor enemigo del film.
Paradójicamente para un relato que invita al espectador a imaginar los aromas del pasto después del rocío, El desierto negro es un relato que no respira, sofocado por un esquema de puesta de escena, que se antepone a cualquier otra idea o recurso artístico, como una presencia autoritaria.
Es así que ese meticuloso juego de caracteres visuales –un caso de estudio en el cual los resultados se ven fatalmente constreñidos por la preponderancia del diseño de producción– contagia al film de una frialdad que, por momentos, semeja un desinterés liso y llano por los personajes y sus avatares. En los últimos tramos, cuando el diálogo adquiere una relevancia hasta ese momento ausente, la película se carga sobre los hombros un arco dramático que no parece pertenecerle, modelando incluso sobre la figura de Irusta una imagen estatuaria de mártir heroico que al film no le interesó construir. Como si el espíritu de Juan Moreira hubiera decidido darse una vuelta para ajustar alguna que otra cuenta pendiente, pero equivocando el camino y terminando en pago ajeno.
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