CINE › “CAMINOS A KOKTEBEL”, DE BORIS KHLEBNIKOB Y ALEXEI POPOGREBSKY
Viaje al sur profundo de Rusia
La ópera prima de los dos jóvenes directores rusos se entronca en la mejor tradición del cine de su país y también en la literatura y los ambientes de Chéjov. Por su parte, el francés Cédric Kahn se anima con Georges Simenon y logra un film noir atípico, que también es una road movie.
Por Horacio Bernades
Cómo narrar una historia redonda con la mínima cantidad de datos. Cómo dibujar personajes con sólo las líneas esenciales. Cómo contar la historia de una familia entera poniendo apenas a dos de sus integrantes en el camino. Cómo relatar el fin de la niñez sin jamás aludir explícitamente a ello. A todas estas preguntas-problema parece responder Koktebel, ópera prima de los realizadores rusos Boris Khlebnikov y Alexei Popogrebsky, que el año pasado recibió el premio de la crítica internacional a la revelación del año. Y ahora se estrena en Argentina, con la recomendación de la filial local de Fipresci, la asociación que reúne a los críticos cinematográficos del mundo entero. Responder a todas esas preguntas no convierte a Caminos a Koktebel (tal el título con que se estrena aquí) en un experimento teórico sino que, muy por el contrario, el resultado es tan emotivo como la contenida austeridad de su planteo lo permite.
Dentro de un agujero, en medio del campo, encuentra a los protagonistas la primera escena de Caminos a Koktebel, resuelta en un único plano de larga duración y con cámara fija. Despunta la mañana y el niño y su padre (jamás se sabrá cómo se llaman) salen de su cuevita, bolsos al hombro. “¿Queda lejos Koktebel?”, pregunta el pibe, que tendrá unos 10 u 11 años. “En Crimea”, contesta hoscamente el adulto. “¿En qué vamos a ir?” “Y, no sé, ¿te parece en taxi?”, bromea éste sarcásticamente, con la clase de humor de los que perdieron todo. Habrá que esperar hasta la mitad de la película (o más) para enterarse de qué es lo que padre e hijo ya no tienen, para saber por qué viajan a aquella lejana ciudad costera. Es que Khlebnikov y Popogrebsky suministran toda información con cuentagotas. Como si le demandaran al espectador entregarse al viaje igual que como lo hacen los protagonistas: con un equipaje mínimo y sin hacer demasiadas preguntas.
Si se confía en el camino, éste trae inevitablemente su cuota de imprevistos, por módicos que parezcan. La inesperada amabilidad de un inspector de trenes que los descubre viajando sin boleto, la posibilidad de compartir fantasías con una niña de la misma edad, el techo a cambio de trabajo y el vodka y salchichas con fideos que ofrece un viejo, cierto malentendido que terminará en un disparo, la atención de una médica que vive sola. Entre una parada y otra, una Rusia que parece extenderse en campos y más campos, desde los alrededores de Moscú hasta las orillas del Mar Negro. Lejos de toda urbe, la de Caminos a Koktebel es una patria fría y a la intemperie, de pobladores aislados y casas desvencijadas, pobladas por objetos viejos y con techos que se percuden: la enriquecida Rusia de las mafias no parece haber llegado hasta allí. Si la palabra patria conlleva al padre, el de Koktebel es alcohólico, lacónico y venido a menos. La madre se retiró para siempre.
No parece casual que resuenen en Caminos a Koktebel otras ausencias paternas del cine ruso. La de El espejo, la de Madre e hijo, la de la reciente El regreso. Pero lo que aquí se ausenta también son las metáforas trascendentales de Tarkovski y Sokurov o la masculinidad arquetípica de Andrei Zvyagintsvev, realizador de El regreso. A los realizadores de Koktebel parece importarles más lo inefable que todo subrayado significante. El jueguito pícaro de la trompa del elefante que el dueño de la casa con el techo roto juega con el niño, la botella de vodka que otro guarda en un inodoro en desuso, el camionero que encuentra al chico en medio de la noche y lo alza en brazos, al grito de “¡Carne, carne!” Todo ello no parece transmitir otra cosa que la propia peculiaridad, cerrando el paso a generalizaciones concluyentes y vinculando tal vez el mundo de Koktebel con el de Chéjov, con el que parecería compartir un mismo registro del abandono ambiente.
Más significativo es, en tal caso, el sentido que la lejana Koktebel entraña para el niño, con ese Monumento al Planeador del que su padre alguna vez le habló, y que está ubicado en la punta de un cerro. Allí, los vientos concentrados permiten que cualquier cosa vuele. Como el albatros, al que también hizo referencia al padre. Como la propia y lejana profesión paterna, vinculada con la aviación. Como la propia imaginación del niño, que se ve a sí mismo desde el aire. Como su futuro, al que seguramente alude el muelle del plano final, que se asoma para siempre sobre un mar interminable, pero también indiscernible.
8-CAMINOS A KOKTEBEL
(Koktebel) Rusia, 2003.
Dirección y guión: Boris Khlebnikov y Alexei Popogrebsky.
Fotografía: Sandor Berkeshi.
Música: Children’s Songs, de Chick Corea.
Intérpretes: Gleb Puskepalis, Igor Chernevich, Vladimir Kucherenko, Agrippina Steklova y Alexander Ilyin.