CINE › “LUCES ROJAS”, DE CEDRIC KAHN
En la ruta de la mano con Simenon
Por Luciano Monteagudo
El director francés Cédric Kahn no les tiene miedo a las grandes firmas. Hace un tiempo ya se había animado, en L’ennui (1998), con la que quizá sea la novela más famosa del italiano Alberto Moravia, El aburrimiento. Y no le había ido nada mal en el intento: un pulso narrativo propio y un ojo muy particular para la elección de actores llamaron la atención sobre su nombre. Ahora, con Luces rojas, Kahn se sumerge en el mundo del belga Georges Simenon, toda una institución en Francia y, como tal, un autor de quien el cine ha hecho uso y abuso. Y a quien quizá sólo le había hecho justicia Claude Chabrol, un cineasta muy en sintonía con los temas y los paisajes del escritor y que se lució particularmente con sus magníficas versiones de Los fantasmas del sombrerero y Betty.
Sin alcanzar esas alturas de ironía y vitriolo, se diría que Luces rojas es una película fiel al espíritu de Simenon, aunque haya trasladado la acción de la novela (de 1953) a nuestros días. Esa pequeña burguesía harta de sí misma, gris, mediocre, abotagada, que tantas veces aflora en los textos del famoso creador del inspector Maigret, se reconoce aquí inmediatamente en la figura de Antoine (Jean-Pierre Darroussin), un hombre pequeño, irascible. Ya mientras espera que aparezca su mujer, Antoine aprovecha que el sol hace estragos en el verano parisiense para apurarse tres cervezas al hilo, como si fueran vasos de agua. Y cuando llega Hélène (Carole Bouquet), Antoine parece más pequeño aún, incluso resentido de la superioridad de su mujer, una abogada exitosa y de una elegancia innata a la que él, obviamente, no está siquiera en condiciones de igualar.
Justo ese día en el que el tráfico parece arder más que el pavimento, el matrimonio tiene previsto subirse al auto para dirigirse al sur, a buscar a sus hijos a una colonia de vacaciones. Y la cabina se convierte en una olla a presión, en la que la relación ya de por sí tirante de la pareja va llegando a su punto de ebullición. Para echar más combustible a la situación, Antoine, en cada oportunidad que se le presenta, no para de tomar –lo que sea: whisky, cognac, más cerveza– quizá para sobrellevar ese viaje que él mismo ha vuelto infernal o simplemente como una mera pulsión autodestructiva, como si quisiera estrellar a su mujer y a sí mismo en la próxima curva. La súbita desaparición de Hélène en uno de los altos en la ruta no hace sino potenciar aún más la furia de Antoine, que recoge en el camino a un extraño que quizá ya se cruzó en el camino de su esposa.
Con un estilo límpido, seco, preciso, Cédric Kahn va pintando el cuadro de situación con pinceladas cada vez más oscuras. El abrasador sol del comienzo, la luz incómoda y cegadora que baña el tramo inicial del viaje va dejando lugar a sombras cada vez más pronunciadas, como si el de Antoine fuera el largo viaje de un día hacia la noche. Es más, se podría pensar incluso en una frontera imprecisa, un punto de inflexión a partir del cual la realidad áspera y tangible de la ruta cede ante una sensación de pesadilla creciente, un puro espacio mental. Esa angustia, esa soledad, ese vacío es lo que mejor transmite el film de Kahn, que encuentra en Darroussin un aliado inmejorable, un actor capaz de estar todo el tiempo en cámara y, sin embargo, parecer casi transparente.
7-LUCES ROJAS
(Feux rouges) Francia, 2004.
Dirección: Cédric Kahn.
Guión: Cédric Kahn, Laurence Ferreira-Barbosa y Gilles Marchand, basado en una novela de Georges Simenon.
Fotografía: Patrick Blossier.
Música: Claude Debussy.
Intérpretes: Jean-Pierre Darroussin, Carole Bouquet, Vincente Deniard, Charline Paul, Jean-Pierre Gos.