Miércoles, 9 de julio de 2008 | Hoy
CINE › MUST READ AFTER MY DEATH, GRAN PREMIO DEL FID MARSEILLE
Con películas caseras filmadas por su abuela, el director debutante Morgan Dews consigue un documental perturbador, capaz de interpelar con una ferocidad clínica no sólo a la familia como institución, sino también la soberbia ciega y autoritaria de la psiquiatría.
Por Luciano Monteagudo
Desde Marsella
Al comienzo, la pantalla está en negro. El audio deja asomar un zumbido a vieja cinta magnética, hasta que aparece la voz quebrada de una mujer, que dice: “Viernes, 3 de noviembre de 1967, Hartford. Esta grabadora fue adquirida para que yo pudiera dejar constancia de algunas cosas que quería que supieran mis hijos, pero después se convirtió en un recurso terapéutico para todos nosotros. Bueno, empecemos...”. A partir de esta primera confesión, todo lo que se vea y se escuche de Must Read After My Death (Para ser leído después de mi muerte) será un doloroso descenso al infierno familiar, un material que en manos del director debutante Morgan Dews se convierte en un film de una riqueza infrecuente, capaz de interpelar con una ferocidad clínica no sólo a la familia como institución, sino también la soberbia ciega y autoritaria de la psiquiatría. No por nada la película se llevó el Gran Premio de la Competencia Internacional del FID Marseille, el festival más audaz y sofisticado dedicado al cine documental.
Lo curioso del caso es que el jurado presidido por el filósofo Toni Negri e integrado, entre otros, por las curadoras Véronique Godard (la hermana de Jean-Luc) y Berta Sichel (del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, de Madrid) premió un documental del cual el realizador Dews no filmó un solo metro. Todo el material visual y sonoro que compone su película forma parte del archivo personal de su abuela Allis, que en los años ’50 empezó a filmar su vida familiar en películas caseras en 8mm y que en los ’60, a pedido de su psiquiatra, se dedicó a registrar cintas de audio no sólo con sus angustias personales, sino también con las cada vez más frecuentes y violentas peleas con su esposo Charley.
El resultado del montaje de estas dos fuentes documentales es la esquizofrenia en su estado más puro. Por un lado, la imagen –en cálidos, alegres colores Kodachrome– da cuenta de un matrimonio próspero, en apariencia feliz, dispuesto a disfrutar de los beneficios de la sociedad de bienestar que pone a su alcance el más canónico American Way of Life. Todo lo que se ve allí parece escapado de una publicidad de la época, con su idea de confort y modernidad, empezando por el propio artilugio que permite filmar la cotidianidad del progreso económico del marido y del dichoso crecimiento de los hijos.
Pero las cintas de audio –que incluyen cartas en dictáfono entre Allis y Charly, de una insólita franqueza– vienen a desmentir obstinada, inexorablemente la felicidad artificial que proyectan las imágenes. Hacia 1965, ambos se confiesan mutuamente sus continuas infidelidades y sus problemas de alcohol y acuden a distintas ayudas psiquiátricas, que a través de píldoras y tratamientos de shock sólo consiguen profundizar la crisis. Entre 1967 y 1969, todos los miembros de la familia entran en distintos tipos de tratamiento, con resultados cada vez más desgraciados: un hijo es internado en una institución mental, otro pasa sus nueve y diez años en un colegio pupilo y un tercero muere en un accidente automovilístico, lo que termina de hundir en la depresión a esa familia emblemática.
Lejos del voyeurismo morboso, lo que este cúmulo de material alcanza a sacar a la luz es un proceso patológico que refleja no sólo un caso en particular –como sucedía en Tarnation, el abismal film de Jonathan Caouette, realizado asimismo a partir de un traumático archivo familiar–, sino también la locura de toda una sociedad, obsesionada con la construcción de su propia imagen, mientras por debajo de esa superficie brillante y armoniosa se profundiza una fractura de proporciones mayores. En este sentido, en su múltiple deconstrucción de la familia y en la exposición de la necia omnipotencia médica, Must Read After My Death también puede ser considerado un film político, que se enfrenta al orden establecido, como la mayoría de los documentales que puso en primer plano la 19a edición del Festival International du Documentaire de Marseille.
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