Viernes, 22 de agosto de 2008 | Hoy
CINE › LARS Y LA CHICA REAL, DE CRAIG GILLESPIE, CON RYAN GOSLING
La chica no habla, hay que cargarla en brazos y no tiene iniciativa propia: sí, es una muñeca inflable, que el protagonista compró por Internet y que le sirve al realizador de Enemigo en casa para construir una comedia que simpatiza con el freakismo.
Por Horacio Bernades
LARS Y LA CHICA REAL
(Lars and the Real Girl, EE.UU., 2008).
Dirección: Craig Gillespie.
Guión: Nancy Oliver.
Fotografía: Adam Kimmel.
Intérpretes: Ryan Gosling, Emily Mortimer, Paul Schneider, Nelly Garner y Patricia Clarkson.
Puede considerarse un pequeño milagro el de esta película, capaz de generar una honda empatía hacia un tipo cuyo freakismo extremo tal vez lo convierta, en una primera impresión, en el ser más incomprensible y hasta chocante que pueda imaginarse. Cómo ir más allá de la apariencia, comprendiendo aquello que la lógica repele es en lo que triunfa Lars y la chica real, que reúne todas las características del cine indie y estuvo nominada, en la última entrega de los Oscar, en el rubro Mejor Guión Original. Original no es lo que Lars y la chica real plantea: no hay mayor lugar común de la corrección política y cinematográfica contemporánea que la idea de la comprensión del diferente. Lo original es que Lars y la chica real no hace de ello una idea, sino algo tan real y palpable como la chica del título.
Que no es una chica, pero sí es palpable. Una noche, Lars Lindstrom (Ryan Gosling), que anda por los treinta y pico y vive en lo que supo ser el garaje de la familia, se presenta en casa de su hermano Gus (Paul Schneider) y su cuñada Karin (Emily Mortimer), para anunciarles que les quiere presentar a una chica. Hermano y cuñada por poco se caen de espaldas, ya que Lars es un reclusivo extremo, que vive evitando cuidadosamente todo contacto humano. Ni qué hablar de cuando el ser humano en cuestión es una chica: el contacto físico le duele a Lars. No en sentido figurado: a Lars le duele que lo toquen, literalmente. Chochos de la vida, Gus y Karin lo invitan a cenar con su novia. Se llama Bianca, es morocha, bonita, bastante pechugona y acaba de llegar de Brasil, donde nació. Más allá de que Lars parece entusiasmadísimo con ella, Bianca tiene algunos problemitas. No habla, hay que cargarla en brazos, no es de moverse mucho y es de plástico. Sí, es una muñeca inflable, que Lars compró por Internet.
Lo que hace de Lars un bicho rarísimo es que no la compró para hacerle lo que los tipos que compran muñecas inflables les hacen a sus muñecas inflables. No, Lars está enamorado de Bianca. La contempla arrobado, la mima, la alza en brazos y hasta se agacha para escuchar lo que Bianca le dice al oído. Fifarla, no se la fifa: un truco de la película para no volverlo desagradable a ojos del espectador. En verdad, el guión de Lars y la chica real está lleno de trucos, y es por eso seguramente que lo nominaron al Oscar. Uno de esos trucos es presentar al protagonista como un bicho raro, para convertirlo, allá por mitad de la película, en un simple paciente de terapia, portador de uno de esos traumas de origen que a la cultura estadounidense le gusta cultivar cuando se pone psi. La doctora Dagmar (todos son de familia nórdica en este pueblito nevado) será su salvadora. Tan intensa y magnética como de costumbre, la encarna la cincuentona Patricia Clarkson, majestad absoluta del cine indie.
Otro truco (o lugar común de lo más elemental) es hacer del freak un tipo más sabio, sensato y humano que los “normales” que lo rodean, al estilo Rain Man, Claroscuro o Mi nombre es Sam. A la vez se diluye su freakismo, por generalización: aquí, más de un personaje anda jugando con muñecas y muñecos. Pero no hay mayor truco de guión en Lars y la chica real –más que un truco, toda una trampa– que usar a la muñeca como mera vía para la definitiva “curación” del freak, que terminará normalizado, desdiciendo así la propia razón de ser de la película. Pero sucede que algo funciona en esta película, al margen de sus trucos. Básicamente, dos cosas. La primera es la actuación del por aquí casi desconocido Ryan Gosling (no tan desconocido por allí: estuvo nominado al Oscar el año pasado), que logra hacer de Lars un verdadero monstruo y un verdadero ser humano. Todo al mismo tiempo y obligando al espectador a relacionarse con esa desconcertante entidad dual.
El segundo anillo de poder de Lars y la chica real es la puesta en escena, capaz de comunicar, en su frío helado, su penumbra generalizada y planos tristones, la desesperante homogeneidad de sus tonos pardos y marrones, una melancolía que tal vez sea la de la pérdida de la inocencia. La inocencia de creer que no somos ese freak. Debería hacerse el elogio, entonces, del realizador Craig Gillespie. Pero a no hacerse tampoco demasiadas ilusiones, que el tipo es el mismo de Enemigo en casa, comedia muy mediocre, estrenada acá a comienzos de año.
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