CINE › UN VISTAZO A LA COMPETENCIA DEL FESTIVAL DE SAN SEBASTIáN
La exhibición de Tiro en la cabeza, del catalán Jaime Rosales, vino acompañada por el temor de posibles represalias de los separatistas vascos: demasiada preocupación, al cabo, para un film que no consigue sus objetivos.
› Por Horacio Bernades
Desde San Sebastián
Ver la película pensando que en cualquier momento uno vuela por los aires es el raro privilegio de que gozan, por estos días, quienes asisten a las funciones de Tiro en la cabeza, del catalán Jaime Rosales, quien asegura haberla filmado contra la ETA. Eso es lo que hace temer a todos los presentes (aunque no todos se animen a manifestarlo) la posibilidad de que a esa denuncia de la política del atentado se le responda... con un atentado. Por suerte, no ha ocurrido, y a cruzar los dedos. El contexto no ayuda: como todo el mundo sabe, la organización separatista vasca ha vuelto a tomar las armas, en respuesta a la proscripción de un partido político con el que mantiene fuertes vinculaciones. De todos modos, Tiro en la cabeza no representa, en absoluto, el durísimo alegato anti-ETA que, a juzgar por sus declaraciones, Rosales cree haber hecho.
Una de las representantes locales en competencia oficial en esta 56ª edición de San Sebastián, Tiro en la cabeza reconstruye un episodio que tuvo lugar poco tiempo atrás y que movió al realizador de La soledad a filmar una película que representara una respuesta urgente a ese hecho y a la política de ETA en general. En diciembre de 2007, un grupo de miembros de la organización armada, que a la sazón se hallaban del otro lado de la frontera, se cruzó con dos guardias civiles, a los que decidió ejecutar en el acto. Ese es, en verdad, el final del opus 3 de Rosales, que había debutado cinco años atrás con la recordada Las horas del día. De hecho, Tiro en la cabeza guarda una estrecha relación con aquélla, al menos en su idea de base. Tal como allí, lo que aquí se muestra es la normalísima cotidianeidad de un monstruo (eso es lo que Rosales piensa, con simplismo lapidario, de los miembros de ETA), como quien actualiza, politizándola, la fábula de Jekyll & Hyde. Durante una hora de metraje se ve a un señor de lo más común, vecino de San Sebastián, en casa, en el trabajo, encontrándose con su ex mujer e hija o con una amante. Hasta que durante un paseo con un par de amigos, el hombre divisa, del otro lado de los Pirineos, a dos parroquianos en un lugar de comidas rápidas. Saca un arma, les grita “canas de mierda” y los ejecuta del modo que el título indica.
La diferencia entre Tiro en la cabeza y Las horas del día es que lo que allí dejaba un feo regusto de boca, aquí genera el más puro desinterés. Lo fascinante de Las horas del día no era la abúlica vida del protagonista, sino que ese tipo cometiera los asesinatos que cometía. En otras palabras, lo que hace interesante a Jekyll es ser Hyde. Cuando el protagonista de Tiro en la cabeza se convierte en Hyde ya es tarde: desde hace una hora que el espectador se ha resignado a convivir con un aburridísimo Jekyll. Es más: ni siquiera cuando se convierte en Hyde es realmente Hyde. A pesar de lo que el realizador pueda pensar y de todas las impugnaciones políticas, humanas y filosóficas que cabría hacer, una ejecución política no es lo mismo que despachar a una pobre prostituta o una taxista, cuyos máximos pecados consisten en la mera proximidad con el asesino. Difícilmente Tiro en la cabeza conduzca a lo que su realizador pretende, tal como dejó sentado en la rueda de prensa posterior a la primera exhibición: mover a una reflexión que lleve a impugnar la violencia política.
Ahora bien, es posible que el mayor problema de Tiro en la cabeza no sea ése sino otro, también conceptual, pero de orden estético. Partiendo de la idea de que el problema vasco reside en que ninguno de los implicados escucha al otro, Rosales ha resuelto bloquearle al espectador la función auditiva. Filmada a gran distancia (“como un documental de animales”, según el realizador), lo único que se oye a lo largo de Tiro en la cabeza son ruidos. Ruidos de autos que pasan, de puertas que golpean, de cosas que suceden fuera de campo. Pero ningún diálogo. Y eso que se habla mucho en la película. Pero siempre detrás de puertas, ventanales o muy a la distancia. Bien utilizada, la supresión del sonido puede constituirse en palanca expresiva de primer nivel. Cuando se la ejerce como aquí, de modo tan forzado como arbitrario, termina volviéndose lo contrario. Que es exactamente lo mismo que ocurría con la sobreutilización de la pantalla dividida en La soledad. Habrá que ver qué repercusión tiene la película aquí, en el lugar más sensible. Los primeros corrillos parecerían indicar, sin embargo, que lo que se pretendió inquietante puede llegar a ser recibido con una total indiferencia.
En estos días también se presentaron en competencia oficial la española El patio de mi calle, la turca Pandora’s Box y la francesa Louise Michel. No conviene demorarse demasiado en la primera de ellas, con la que El Deseo (la compañía de los hermanos Almodóvar, que intervino en las dos últimas de Lucrecia Martel) se convierte en productora del más convencional cine español, algo que hasta ahora había sabido evitar. Película de cárcel de mujeres, esta ópera prima de Belén Macías narra la relación de amor-odio entre una interna indoblegable y una guardiacárcel sensible, volviendo a un “cine de actores” que uno creía, en su tremenda inocencia, muerto y enterrado. Como en Journey to the Sun (1999) y Waiting for the Clouds (2003), ambas de considerable repercusión en festivales, en Pandora’s Box Yesim Ustaoglu no desdeña tópicos probados, pero logra mantener la película a salvo.
Uno de los tópicos es el de la viejita simpática, papel que la anciana Tsilla Chelton inevitablemente cumple, como la abuela con Alzheimer a la que sus hijos rescatan de su refugio en las montañas, llevándola con ellos a Estambul. Como cada uno está metido en lo suyo, será el nieto, recién fugado de casa, quien termine cumpliendo los deseos de la abuela (otro tópico, el de los extremos generacionales como compinches familiares). Contando con esos elementos “gancheros” (a los que habría que sumarle el de la lucidez de locos y marginales, representados aquí por abuela, nieto y tío fumón), Ustaoglu logra sin embargo darle forma a un relato de disolución familiar bastante desasosegante. Cosa curiosa, el mismo tema que desarrolla otra película presentada aquí (en la paralela Zabaltegui), aunque llevándolo hasta extremos mucho más border. Se trata de Tokyo Sonata, del gran Kiyoshi Kurosawa (el de Cure, Bright Future y Crímenes oscuros, entre muchas otras vistas en la Lugones y el Bafici), que viene de ganar el Gran Premio del Jurado en la sección Un certain regarde del último Cannes.
La diferencia de una película como Tokyo Sonata con otras irreprochables, como Pandora’s Box, es que Kurosawa empuja las cosas hasta mucho más allá de la lógica cotidiana. Un gerente echado despiadadamente termina como barrendero, su esposa como compinche del hombre que la secuestra (papel a cargo de Koji Yakusho, actor icónico de KK), el secuestrador como torturado dostoievskiano, uno de los hijos del matrimonio como voluntario del ejército yanqui en Irak, el otro como genio precoz ignorado por sus padres y la entera sociedad japonesa como paraíso de hipocresía, militarización familiar, doble moral y rituales encubridores. Como de costumbre en Kiyoshi, el punto al que Tokyo Sonata ineluctablemente se dirige no es otro que el apocalipsis. Aquí, seguido de un nuevo comienzo.
La curiosidad de Louise Michel es que se trata de la tercera película del dúo integrado por Gustave de Kervern y Benoît Delépine, cuya ópera prima, Aaltra, se estrena mañana en Buenos Aires. De espíritu tan anárquico y lúdico como aquélla, en Louise Michel una operaria brutal y analfabeta contrata, en nombre de sus compañeras, al más chapucero de los asesinos a sueldo, para despachar al repulsivo gerente de la fábrica en la que trabajaban. Y que cerró para ganar más plata en otra parte. Con ostensibles influencias de Buñuel y Kaurismäki, no habrá película del festival (salvo Tropic Thunder, que se exhibe fuera de concurso) que pueda disputarle a esta negrísima comedia el record de escenas desternillantes. Entre las cuales se cuentan la inicial en una cremación, varias eclosiones gore, un gag con enferma terminal, otro en una granja ecológica y el que sigue a los títulos finales y que remata con más ineptitud la galería de rusticidades exhibida con anterioridad. Pero también es cierto que, a la larga, Kervern y Delépine parecerían conformarse con ser salvajemente divertidos. Lo cual, en su caso, más que mérito tal vez sea una limitación.
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