Jueves, 29 de enero de 2009 | Hoy
CINE › SOLO UN SUEÑO, DE SAM MENDES, CON LEONARDO DICAPRIO Y KATE WINSLET
A partir de una novela de Richard Yates, autor que se especializó en describir la angustia y el vacío existencial de la clase media suburbana estadounidense, el director de Belleza americana propone una radiografía de la crisis de un matrimonio joven.
Por Luciano Monteagudo
SOLO UN SUEÑO
Revolutionary Road.
Estados Unidos/Gran Bretaña, 2008.
Dirección: Sam Mendes.
Guión: Justin Haythe, basado en la novela de Richard Yates.
Fotografía: Roger Deakins.
Música: Thomas Newman.
Diseño de producción: Kristi Zea.
Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Kate Winslet, Kathy Bates, Michael Shannon, Kathryn Hahn, David Harbour, Dylan Baker, Richard Easton.
Quienes conocen la obra del novelista Richard Yates (1926-1992), prácticamente inédita en castellano, dicen que se trata de un autor que ha sabido describir como pocos la angustia y el vacío existencial de la clase media suburbana estadounidense. Por eso no debería llamar la atención que el director teatral británico Sam Mendes, que una década atrás se presentó en Hollywood con Belleza americana, sobrevalorado retrato de ese mundo tan extendido como pequeño, se haya interesado en Revolutionary Road (1961), la primera novela de Yates, sobre la crisis de un matrimonio joven asfixiado por el american way of life y que no encuentra salida a esa vida rutinaria y uniformada.
Es una paradoja, por decir lo menos, que para encarnar a ese matrimonio en apariencia común, como tantos otros, Mendes haya recurrido a la pareja más estelar de la constelación cinematográfica actual, Leonardo DiCaprio y Kate Winslet, reunidos por primera vez en once años desde su consagración como dúo romántico en Titanic, donde también los acechaba el ahogo, pero en un sentido más literal.
No se le puede negar a Mendes la audacia y la decisión de empezar su película, aún antes de los títulos, yendo directamente al hueso. Después de una muy breve secuencia inicial, en la que April (Winslet) y Frank (DiCaprio) se conocen y seducen mutuamente en una animada reunión bohemia del Village neoyorquino, a mediados de los años ’50, una elipsis brutal los reencuentra de pronto ya constituidos como el matrimonio Wheeler, enredados en una discusión de una incomodidad y una violencia crecientes. Ella tiene veleidades de actriz, pero duda de su talento y ciertamente no alcanza a ver para sí un futuro artístico; él alguna vez imaginó que era libre y tenía el mundo por delante y sin embargo tuvo que conformarse –para mantener dos hijos y la casa con jardín al frente– con ingresar a la misma empresa donde su padre murió siendo un empleado anónimo.
April y Frank, sin embargo, no tienen el mismo carácter. El es más simple y transparente, cree cumplir con el mandato que la sociedad le impone a un ejemplar del género masculino; en ella, en cambio, parece brillar siempre una luz opaca pero firme, que no se deja apagar fácilmente. Aquí latía la simiente de un melodrama a la manera de la mejor tradición hollywoodense del women’s film, como los que solía protagonizar Joan Crawford en los años ‘40, o como los tearjerkers que forjó el gran Douglas Sirk en los ‘50, que es cuando transcurre Sólo un sueño. Pero como ya demostró en Camino a la perdición (2002), donde desaprovechó la oportunidad de releer al film noir, Sam Mendes no es un director interesado en honrar o eventualmente subvertir esa tradición, como hizo por ejemplo Todd Haynes en la estupenda Lejos del paraíso, que con un tema y una atmósfera similares a la película de Mendes reactualizaba las claves del cine de toda una época.
Antes que cinematográfico, el modelo de Mendes es siempre teatral: Arthur Miller en vez de Sirk, La muerte de un viajante en lugar de Lo que el cielo nos da. Por eso sus ideas en términos visuales son tan escasas: apenas la homogénea marcha del ejército de grises empleados que por las mañanas vomita sobre la ciudad la estación Grand Central, o esos brevísimos planos vacíos de la casa Wheeler, en los que la limpieza y el orden no alcanzan esconder la alienación que albergan esas paredes primorosamente empapeladas (la dirección artística de Kristi Zea es candidata al Oscar en su rubro).
La matriz teatral del cine de Mendes –un realizador que parece complacerse de la misantropía con que mira al mundo– se hace particularmente evidente en un personaje secundario pero clave, un hombre joven e inteligente como los Wheeler pero que acaba de salir de un hospital neuropsiquiátrico, donde recibió no menos de 30 electroshocks. Este es el clásico “loco” que dice verdades como puños y que le sirve al director Mendes para explicarle a su público, como si hubiera contratado un locutor, aquello que es evidente pero que aun así considera que debe ser enunciado, a la manera de lo que sucede en un escenario. No es casual que sus dos prototípicas escenas de bravura, cargadas de significado, le hayan valido a Michael Shannon (impresionante, por cierto) su candidatura al Oscar al mejor actor de reparto. A los socios de la Academia –que esta vez ignoraron las sólidas actuaciones de DiCaprio y Winslet, dándolas por consabidas– parece que les gusta que les digan las cosas en voz clara y alta.
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