Jueves, 29 de enero de 2009 | Hoy
CINE › LA SUERTE DE EMMA, DE SVEN TADDICKEN
En esta película alemana de amplia circulación en festivales internacionales, hay una historia de amor y no pocos pasos de comedia, que van tejiendo la trama de dos seres que cargan con muy distintas condenas pero cuyos caminos se cruzan inexorablemente.
Por Juan Pablo Cinelli
LA SUERTE DE EMMA
Emmas Glück.
Alemania, 2006.
Dirección: Sven Taddicken.
Guión: Claudia Schreiber y Ruth Toma, basado en una novela de Claudia Schreiber.
Música: Christoph Blaser, Steffen Kahles.
Fotografía: Daniela Knapp.
Intérpretes: Jördis Triebel, Jürgen Vogel, Hinnerk Schönemann, Nina Petri, Martin Feifel.
Para tratar un tema difícil existe siempre el camino fácil de la obviedad y lo superficial; el de las palabras atadas al diccionario, a su sentido primario. Por fortuna hay vida más allá y en el cine a veces algún director consigue evitar la tentación de hacer una obra sin riesgo. Lo interesante de La suerte de Emma, de Sven Taddiken –film de origen alemán bastante reconocido en el circuito de festivales europeos durante 2007–, es que esa elección de no ser complaciente con el espectador mal acostumbrado va acompañada de una simpleza que hace que el hecho de tomar ese riesgo parezca una pirueta que cualquiera puede hacer.
Ya desde su secuencia inicial el espectador será avisado. Emma, una joven granjera alemana tan robusta, tosca y rosada que parece una caricatura de “lo germano”, sacrifica amorosamente a uno de sus cerdos, entre caricias y promesas de paz. En medio de esas imágenes, Max es escaneado por un moderno tomógrafo. Así, mientras Emma degüella y descuartiza con total naturalidad al animal (incluyendo un par de planos que no serían inesperados en una película de Lisandro Alonso), el encuentro de Max con su futura muerte será tan artificioso y melodramático, como puede serlo cualquier escena en donde un médico le anuncia a su paciente la aparición de un cáncer irreversible. Hay tanta alegría en el inocente salvajismo de Emma, como desesperación contenida en la calma con que Max comienza a entender que su existencia se desmorona. Por consejo médico, al principio intentará mantenerse dentro de su rutina como una forma de no perder el control. Pero enseguida comenzará a intentar pequeñas audacias, como invitar a cenar y ser rechazado por la recepcionista del local de compra-venta de autos en donde trabaja con su amigo Hans. La conciencia de que ante la muerte todo se vuelve urgente le llegará de golpe y querrá irse a México a pasar sus últimos días al sol. Como no cuenta con el dinero necesario, decide robar los ahorros que guardan con su amigo en el negocio, con tanta mala suerte que es descubierto por el propio Hans. En la huida, lanzado por la autobahn a bordo de un poderoso Jaguar, Max comprenderá que todo control es inútil y que el destino implica necesariamente la imposibilidad de ir contra él. Con los ojos cerrados, Max suelta el volante y se abandona a 180 km/h. La ingrávida secuencia del accidente en cámara lenta muestra a un Max feliz, dando tumbos dentro de la cabina del automóvil, con astillas de cristal y otros objetos flotando a su alrededor. Ese accidente voluntario será el punto de inflexión de la trama.
El auto destrozado cae en medio del terreno de esa granja que Emma está a punto de perder por deudas hipotecarias y será ella quien rescatará y hará algunas curaciones a Max. Pero también encontrará el dinero y la tentación se encargará del resto. Emma prenderá fuego el auto y le hará creer a todos, desde Max hasta un cándido policía de pueblo que la pretende, que el fuego se inició solo y que nada se salvó. Max decide ocultarse en la granja de Emma y empujados a convivir, notarán en los detalles el carácter opuesto de sus personalidades: ella, vital incluso cuando mata, puro deseo; él, un fallido hombre de la ciudad, insatisfecho y moribundo. La naturaleza, sin embargo, ya ha comenzado a obrar en ellos. Es cierto que Emma obtendrá más de un beneficio de la relación con Max, pero será este último quien claramente se quede con la mejor parte. El miedo a morir es peor que la muerte misma, le dice ella cuando le muestra cómo sacrifica a sus cerdos entre juegos y sin necesidad de sogas, tironeos ni gruñidos desesperados. La muerte entonces es apenas el punto final; tal vez así se la pueda aceptar y hasta evaluar oportunamente su conveniencia.
En La suerte de Emma hay una historia de amor y no pocos pasos de comedia, vehículos que conducen al relato plácidamente a su destino. Y si bien puede decirse que éste es esperable, no se debe dejar de reconocer que aun así su dura belleza mantiene la capacidad de impacto. Aunque la película abuse de algunos recursos visuales (como las elipsis de hacer pasar a un paisaje del día a la noche en un par de segundos), y hasta dé la sensación de que le sobran algunos minutos, la pareja protagónica formada por Jördis Triebel y Jürgen Vogel consigue hacer de Emma y Max dos personajes tremendamente humanos: tan encantadores en sus defectos y virtudes, como familiares en sus miedos y deseos. Es mérito del director Sven Taddiken que la empatía con ellos se dé naturalmente. Responsable también del tono equilibrado de la narración, Taddiken logra recorrer con éxito el camino difícil; con altibajos, es cierto, pero evitando caer en el burdo trazo grueso de convertir la muerte en un cliché, o de reducir el deseo a una simple calentura.
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