Viernes, 6 de marzo de 2009 | Hoy
CINE › COMPETENCIA DESLEAL, DE ETTORE SCOLA, CON DIEGO ABATANTUONO Y SERGIO CASTELLITTO
Por Horacio Bernades
COMPETENCIA DESLEAL
(Concorrenza sleale,
Italia/Francia, 2001)
Dirección: Ettore Scola.
Guión: E. Scola, Silvia Scola, Fulvio Scarpelli y Giacomo Scarpelli.
Previa a Gente de Roma –exhibida aquí, con llamativa repercusión, un par de temporadas atrás–, Competencia desleal se estrena con considerable retraso, en el sistema de proyección DVD. Este nuevo regreso a la cartelera porteña del cine de Ettore Scola (a quien el público local sigue amando tanto), es también un regreso del realizador a lo que constituye la médula de su obra. No sólo porque Competencia desleal reedita la combinación de commedia all’italiana con cine histórico-político que caracterizó películas como Nos habíamos amado tanto o La familia, sino porque transcurre exactamente en el mismo período que Un día muy particular condensaba en 24 horas. Lo cual la convierte en algo así como una paráfrasis, nota al pie o hermana menor de aquélla.
Durante la primera mitad de la película, sin embargo, el modelo de referencia parece ese otro clásico italiano, la guerra de clanes, narrada como comedia dramática y trasladada a tiempos del fascio. Como si estuviera todavía en el Medioevo, Umberto (Diego Abatantuono) heredó la profesión de sastre a través de varias generaciones. El vecino de al lado, Leone (Sergio Castellitto), es en cambio un recién venido, un mercero, que en algún momento advirtió que bajando los precios podía competir con el sastre. Lo cual puso a ambos en pie de guerra, como nuevos Montescos y Capuletos.
El clima general de amabilidad de esta primera parte incluye coloridos recuerdos de antaño (los viejos fumetti, el despachante de sidra, el tipo que “toca” arias y canzonettas con una hoja de olmo) y tiene como colofón la escena en que un relojero judío-alemán, escapado del nazismo, hace el elogio de ese paraíso donde nadie lo persigue. Todo eso, en pleno fascismo. En momentos en que el espectador se pregunta qué clase de bicho desmemorizador habrá picado a Scola (y a su guionista en jefe, el legendario Furio Scarpelli, coautor de Los desconocidos de siempre, Los compañeros y La armada Brancaleone), Concurrencia desleal tiene su momento de torsión, cuando en medio de una pelea Umberto “acusa” de judío a Leone. En ese momento es como si cayera un rayo sobre el espectador, sobre la película y hasta sobre el propio Umberto, que en cuestión de microsegundos parece advertir, obnubilado, la enormidad que acaba de decir. Todo sucede al tiempo que el Führer hace su famosa visita al Duce (aquella giornata particolare), visita que desencadena lo que se conoció como “leyes raciales”.
Las “leyes raciales” representaron en los hechos una implacable persecución antisemita, comenzando con la prohibición a los judíos de ejercer profesiones liberales, siguiendo con la expulsión de los niños judíos de los colegios públicos, forzando a la venta de propiedades y culminando con la guetización lisa y llana de buena parte de la población judía de Roma. En sintonía con ese brote, la película entera se oscurece, se densifica y enrarece, pasando de cierto ternurismo blando (y hasta alguna escena que parece salida del más elemental teatro de variedades) a algo así como una toma de conciencia, que se corresponde puntualmente con la de Umberto y termina poniendo el film entero frente al vacío.
Ese vacío se compone de delación, fascistización acelerada (como la del cuñado vago, que de un día para otro se convierte en la caricatura de un “camisa negra”) y un “no te metás” al que el público local sabrá encontrarle las más siniestras resonancias. Es verdad que nada de esto es particularmente nuevo o sorprendente. Pero es el modo en que la película lo plantea, haciendo irrumpir el fascismo en el relato como una monstruosa disonancia, lo que permite vivirlo como en carne propia. Si a ello se le suman las magníficas actuaciones de todo el elenco –en particular, de Abatantuono y Castellitto– se obtiene un film genuinamente inquietante. Más de lo que podía esperarse, en verdad.
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