Miércoles, 10 de junio de 2009 | Hoy
CINE › ENTREVISTA AL CINEASTA ITALIANO MARIO MONICELLI
Mañana se estrena aquí La rosa del desierto, su último film de ficción. El mítico director italiano aborda en este reportaje algunos de sus temas predilectos: la felicidad de filmar, la afición por los perdedores y el carácter incorregible de sus compatriotas.
Por Sergio Labba
“De ése no quiero ni oír hablar”, hace como que se ofende Mario Monicelli cuando le mencionan a Manoel de Oliveira. En el club de la longevidad cinematográfica (que cuenta entre sus socios a Alain Resnais, Eric Rohmer y hasta Chabrol, Godard y Clint Eastwood), el centenario Oliveira es el culpable de que el legendario realizador de Los desconocidos de siempre, Los compañeros y La armada Brancaleone no sea el miembro más anciano en actividad. Aunque durante su última visita a la Argentina, dos años atrás, Monicelli haya mostrado una vitalidad casi adolescente, lo cierto es que cumplió 94 el mes pasado. Al igual que los otros miembros del club, este toscano retacón, reliquia viviente de la commedia all’italiana, no se conforma con el panteón y sigue filmando. Dedicado últimamente a los documentales, films colectivos y hasta pequeños diarios personales que graba en video, el más reciente film de ficción de Monicelli es La rosa del desierto, estrenada en su país tres años atrás. Su lanzamiento local, anunciado para mañana en el sistema de proyección en DVD, devolverá a la cartelera a este viejo favorito del público porteño.
La treintena de largometrajes que Monicelli dirigió en solitario desde su debut (sin contar cuantiosos films en episodios y en colaboración) incluye célebres dramas (Los compañeros) y tragedias (Un burgués pequeño, pequeño), como también fallidas comedias románticas (La ragazza con la pistola) y desencaminadas operaciones internacionales (La mortadella). Curiosa traducción en singular del plural Le rose del deserto, La rosa del desierto adscribe al género más distintivo del autor: la farsa. Farsa entendida como forma de comedia satírica, más elegante que chirriante y nunca carente de ojo crítico y hasta político. Basada en El desierto de Libia, del también toscano Mario Tobino, La rosa del desierto tiene por protagonistas a los miembros de un hospital de campaña instalado en Libia, durante la Segunda Guerra. A la novela de su paisano, Monicelli se ha permitido adosarle un episodio de Guerra de Albania, de Giovanni Fusco, salpimentándola con recuerdos y experiencias personales.
En esta entrevista, Monicelli habla de lo que representa rodar con más de 90 encima, en medio del desierto de Sahara y a miles de kilómetros de casa. Se hace tiempo también para abordar algunos de sus temas predilectos: la felicidad de filmar, la afición por los perdedores, el carácter incorregible de sus compatriotas, su rechazo por la Italia contemporánea, que las urnas acaban de convalidar el domingo pasado. Se refiere también a cierta condición anatómica peculiar que, según él, habría caracterizado al homo italicus durante las primeras décadas del siglo XX. Condición caracterizada por la escasa estatura, piernas torcidas y lo que Monicelli denomina culo basso.
–No es la primera vez que filma la guerra. Lo había hecho en una de sus más reconocidas tragicomedias, La gran guerra.
–Sí, pero aquí el tratamiento es muy distinto. Con Sordi y Gassman como protagonistas, en La gran guerra el peso estaba puesto necesariamente sobre los actores y los personajes. Aquí, en el desierto, en lugar del detalle di preeminencia a los grandes espacios. El contexto es tal vez más protagonista que los propios protagonistas. Y el grupo, más que el individuo. Eso me llevó a optar por el plano general, antes que los primeros planos. Algunos de los actores me volvían loco, pidiéndome primeros planos a gritos. Tuve que ponerme violento, a veces, para frenarlos.
–La gran guerra transcurría durante la Primera Guerra Mundial. La rosa del desierto, durante la campaña africana, en plena Segunda Guerra. ¿Qué lo llevó a elegir ese tema?
–El de los soldados que Mussolini mandó al frente es un tema bastante olvidado en mi país. Siempre se habló más de la Resistencia. Y eso que en el frente se perdieron decenas de miles de vidas. La película surgió de esa falta. Por otra parte, soy amigo de Mario Tobino, autor de la novela en la que la película se basa y paisano de Viareggio, como yo. Yo mismo estuve en Libia, en 1936, trabajando como asistente de dirección. También en el frente yugoslavo. Así que a la novela de Tobino le sumé mis propias experiencias, mis memorias de juventud.
–Filmar en el desierto nunca es sencillo. ¿Cómo fue el rodaje de La rosa del desierto?
–Duro. Estuvimos en Túnez nueve meses en total, rodando en medio de un calor asfixiante, entre tormentas de arena y con todo el equipo enfermo de disentería. Francamente resultó muy cansador. Por lo demás, el paisaje era escuálido, la arena, sucia, y las palmeras, secas. Me preocupaba cómo se vería eso en cámara.
–Dicen que usted no es de andar dando demasiadas vueltas durante los rodajes.
–Me gusta filmar rápido. Filmo una toma y paso a la siguiente. Debo confesarle que allí en el desierto, las condiciones de rodaje no me disgustaban. La presión de tener que resolver rápido y con viento en contra me caía bien.
–Pero se toma su tiempo para el montaje.
–En este caso fueron varios meses. Hasta el punto de que la película estaba invitada para abrir el Festival de Roma y no llegamos a tiempo. Pero el montaje es una instancia fundamental. Allí se puede cambiar el sentido entero de una secuencia. Es, por otra parte, la última oportunidad de arreglar la película...
–Los actores están sorprendidos de que allí en el desierto usted se arreglara solo, sin pedirle ayuda a nadie.
–Qué ayuda iba a pedir, si estaba feliz de la vida. Estaba vivo, haciendo la película que quería, en un lugar increíble y con unos actores buenísimos. Le digo una cosa: filmando esta película sentí una libertad que nunca antes había tenido.
–¿Qué se proponía plantear, en relación con el tema de la guerra?
–Me proponía pintar a unos personajes en una determinada circunstancia. Quería hacerlo con la mayor carga de verdad posible y con sencillez. No pretendía dar ninguna lección, fijar ninguna posición. Intenté abordar el asunto como lo hago siempre: sin ideas preconcebidas. Si lo que se cuenta brinda alguna posibilidad de reflexión, en buena hora. Pero en principio me propuse lo mismo que en la mayoría de mis películas: que el público, al verla, llorara o se riera. O, mejor todavía, ambas cosas.
–Como es costumbre en su cine, La rosa del desierto está protagonizada por un grupo de antihéroes.
–Desde el aspecto mismo... Son soldados bien italianos: chiquititos, con el culo bajo, las piernas torcidas... Me costó encontrar a los actores adecuados: los jóvenes de ahora son lindos, altos, esbeltos. En aquella época éramos feos, petisos, más toscos de lo que son ahora.
–Usó una buena cantidad de actores amateurs.
–Sí, porque andaba buscando un tipo determinado. Igual, no me resultó difícil: una vez que uno le pone un uniforme a un italiano, el tipo se convierte en actor automáticamente. Es como las mujeres. Se las viste de putas y saben cómo comportarse.
–¿A qué se debe su afición por los perdedores?
–La condición humana es de los que sufren, los que pierden, los que son explotados y tratan de liberarse de su amo. No hace falta adoptar un tono serio o grave para hablar de ello: a mí me gusta la gente que batalla con alegría, con ironía, en compañía...
–Sus perdedores son empáticos, antes que patéticos.
–Es que para mí la derrota nunca es una condición definitiva, sino un lugar desde donde se parte. Ojo, eso no quiere decir que lo mío sea la épica, la historia del perdedor que a la larga termina triunfando. Yo prefiero la farsa, que me parece el género más difícil. No me tira lo sagrado, como tampoco los juicios demasiado severos sobre la humanidad, o querer cambiar el mundo con una película.
–Uno de los personajes de La rosa del desierto es sumamente peculiar. Me refiero al que interpreta Michele Placido: el padre Simeone, fraile vital y emprendedor.
–Es un personaje agregado, no estaba en la novela de Tobino. De todos, es el que siento más afín a mí. Su carácter expeditivo, su naturaleza combativa, me llevan a identificarme con él. Por más que se trate de un cura lo veo como una figura secular, alguien que ama al prójimo, pero a quien no le interesan demasiado las cuestiones de doctrina. Los misioneros, que son como aventureros de la fe, siempre me fascinaron. Cuando estuve en Africa, en el ’36, conocí a un misionero muy parecido al padre Simeone. Le gustaba ayudar hasta a los que no lo necesitaban.
–¿Qué actualidad cree que tienen estos personajes de hace setenta años?
–Los italianos somos tan parecidos a nosotros mismos... Desde los tiempos de la guerra no hemos cambiado mucho. No es que eso esté necesariamente mal, cambiar no debería ser obligatorio. Hasta a veces es preferible no hacerlo. Conozco tanta gente que cambió para mal... Los italianos somos gente generosa, no nos desanimamos, tratamos de encontrarle el lado bueno a las cosas, somos gregarios... Eso sí: no nacimos para héroes ni para misionarios. No es lo nuestro y no tiene por qué serlo. Lo feo de la Italia actual es la importancia que han cobrado cosas como el dinero, la posición, el status... ¡Qué horrible! Nos volvimos despiadados, y aquel que no lo es es eliminado, quitado del medio. Hay que aprender a salir vivo del apocalipsis económico. Y no es fácil...
* Traducción, selección e introducción: Horacio Bernades
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