Viernes, 10 de julio de 2009 | Hoy
CINE › LA TERRE DE LA FOLIE ABRIO LA VIGESIMA EDICION DEL FESTIVAL FIDMARSEILLE
La nueva película del realizador Luc Moullet abrió el encuentro francés por todo lo alto, excelente manera de celebrar dos décadas de actividad: un retrato excéntrico, cercano a la locura, de las pequeñas localidades de los Alpes del Sur.
Por Luciano Monteagudo
Desde Marsella
¿Qué es la locura? ¿Dónde se la puede localizar? ¿En una zona particular del cerebro o acaso en algún rincón del corazón? ¿Y no será en alguna región geográfica? Quizá se la pueda ubicar con precisión en el mapa, como hace La terre de la folie, el extraordinario documental de Luc Moullet con el que el miércoles se abrió una nueva edición del FIDMarseille, el festival internacional de documentales de la ciudad de Marsella, que celebra este año dos décadas consecutivas dedicadas a la vanguardia del mejor cine de no-ficción.
Hay algo esencialmente justo en el hecho de que la nueva película de Luc Moullet –crítico veterano de la primera guardia de los Cahiers du cinéma, cineasta libre e irreverente por antonomasia, como lo demostró una retrospectiva del Bafici un par de años atrás– haya dado el puntapié inicial al FIDMarseille. Primero, porque fue rodada no muy lejos de aquí, en una suerte de pentágono formado por diversas localidades de los Alpes del Sur, que el propio Moullet, oriundo de la zona –y por lo tanto también marcado por ella– define no sin humor como “la tierra de la locura”. Y segundo porque esa locura sugiere también, de alguna manera, el enfoque excéntrico, libertario, soberano de este festival.
Cosmopolita, diversa y populosa, con una fuerte presencia de la gente y la cultura del Magreb, que le dan una identidad muy particular, Marsella es la segunda ciudad en importancia de Francia, después de París, con una fuerte tradición cinematográfica propia, empezando por la obra del dramaturgo y cineasta Marcel Pagnol (La mujer del panadero) que en los años ’30 levantó aquí su popular imperio y que luego tuvo continuidad en el cine de Robert Guédiguian, el autor de Marius et Jeannette y La ville est tranquille. A esa tradición, que debe incluir también la obra del gran documentalista Jean-Louis Comolli, el FIDMarseille le suma –en el aniversario de lo que aquí llaman la bel age– la suya propia: toma por asalto los alrededores de Vieux Port y concentra sobre sus muelles la actualidad más radical del documental contemporáneo.
La programación del crítico Jean-Pierre Rhem ha venido privilegiando desde siempre una aproximación amplia al documental, abierto siempre al ensayo, al lenguaje poético y a la estética de riesgo, prescindiendo de los productos formateados por las exigencias de las cadenas de televisión. Y todas esas características reúne La tierra de la locura, en la que el primer loco asumido es el propio Moullet, quien confiesa a cámara que no le gusta estar con más de dos personas al mismo tiempo y que prefiere refugiarse en el altillo de su casa, rodeado de viejas latas de películas, quizá para no tener que matar a nadie. De allí, sin embargo, desciende para llevar a cabo una minuciosa investigación –obsesiva, casi detectivesca– en la que va encontrando las huellas del crimen en cada uno de esos pueblos. Hombres que, sin razón aparente, matan a sus esposas después de años de pacífica convivencia (la violencia contra la mujer es una constante, reconoce Moullet), rumores de misteriosas desapariciones que sugieren un final ciertamente trágico, relatos sobre la nefasta incidencia del viento sobre los impulsos tanáticos de los pobladores, o incluso un caso –como todos, verídico–, pero que recuerda un poco al de aquel famoso film de Claude Chabrol, El carnicero (1969).
Un policía retirado de la región narra –casi como si fuera un cuento cruel de Perrault, con la misma inocencia y delectación– cómo fue siguiendo la pista de los distintos miembros seccionados de una mujer joven, que aparecían diseminados a kilómetros de distancia, para descubrir finalmente que se trataba de la bella hija de un respetado carnicero local. Después de faenarla como a sus reses (quién sabe por qué), el hombre la había dispersado en bolsas de basura que llevaba en sus viajes regulares en ómnibus, porque nunca tuvo un automóvil. Las quejas de los vecinos que le facilitaron cambio para el transporte (“Nos hizo cómplices”, se queja una vendedora de cigarrillos) o el relato del policía de la confesión del propio carnicero, que ayudó a localizar las piezas faltantes del puzzle mientras comía con apetito voraz una abundante vianda de jamón, pan y vino, vienen a darle la dosis de absurdo y de humor negro a este documental insólito, tanto o más apasionante que muchas ficciones y capaz de hablar de un orden paralelo del mundo, aquel que apenas se esconde por debajo de la superficie de la normalidad.
El film de Moullet –que tuvo su estreno mundial en Cannes en mayo pasado y se verá en octubre en el DocBsAs porteño– está fuera de concurso, pero hay también varios nombres de primera línea en la competencia oficial, entre ellos directores que suelen asociarse al campo del cine de ficción. Es el caso del tailandés Apichtapong Weerasetakhul o del malayo-taiwanés Tsai Ming-liang, dos figuras esenciales en el mapa contemporáneo, que el FIDMarseille ha convocado en sus filas, con plena conciencia de que las barreras entre los distintos territorios son cada vez más lábiles y finalmente inútiles. Ensayo, documental, experimental son categorías que se cruzan y retroalimentan entre sí y que incorporan elementos de la ficción, a sabiendas de que el relato, la locura y el sueño –como quería André Breton– también forman parte de eso que llamamos realidad.
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