Martes, 15 de septiembre de 2009 | Hoy
CINE › EN LAS FLORES DEL CEREZO, DORIS DöRRIE ABORDA EL DUELO DESDE SU EXPERIENCIA
La cineasta alemana, cuyo marido falleció en 1996, concibió la historia de un viudo que viaja a Japón para cumplir una promesa hecha a su esposa. “Finalmente me sentí en condiciones de tratar temas como la pérdida, el dolor y la superación”, asegura.
Por Chris Dickens
A mediados de la década pasada, la vida de la realizadora alemana Doris Dörrie recibió uno de esos golpes que quedan resonando toda la vida. Era marzo de 1996 y Dörrie se hallaba en Almería, filmando ¿Soy linda?, cuando su marido y director de fotografía, Helge Weindler, cayó fulminado en medio del rodaje. A la tragedia sucedió el duelo y al duelo un acercamiento al budismo zen, que se mantuvo hasta el día de hoy. De duelos y de satoris habla, con característica ligereza de tono, su película más reciente, Las flores del cerezo, presentada en la edición 2008 del Festival de Berlín y a estrenarse el jueves próximo en Argentina. Filmada entre Alemania y Japón, Las flores del cerezo representará el retorno a la cartelera porteña de una realizadora a quien films como Hombres (1985), Nadie me quiere (1994) y ¿Soy linda? (1998) convirtieron en favorita del público local.
A pesar de ese favoritismo, la última película de Dörrie conocida aquí fue Sabiduría garantizada (1999, estrenada en 2002). Y no es que en este tiempo esta nativa de Hannover se halla mantenido inactiva. Además de su carrera literaria, que comprende ya media docena de libros de cuentos y otro tanto de novelas (incluidas algunas para niños), entre Sabiduría garantizada y Las flores del cerezo Dörrie filmó una remake de Extraña pareja (¡!) para la televisión de su país, dos largos de ficción y un documental. Parcialmente inspirada en Una historia en Tokio, de Yasujiro Ozu, Las flores del cerezo es la tercera ocasión en que la realizadora nacida en 1955 deja testimonio de su pasión por el Japón. Así como Sabiduría garantizada narraba el viaje de dos alemanes demasiado típicos a ese país, el documental How To Cook Your Life (2007) está dedicado a un tal Edward Espe Brown, maestro zen nacido en San Francisco y único cocinero en el mundo que aplica esa técnica al arte culinario.
En Las flores del cerezo un hombre mayor emprende viaje de Alemania a Tokio, con la intención de cumplir una promesa hecha a su esposa, recién fallecida. En destino conoce a una bailarina de Butoh, experiencia que tal vez represente una iluminación, aunque eso nunca está garantizado. En la entrevista que sigue, Dörrie habla de tragedias personales y comedias de ficción, de vida y cine, de hombres y mujeres y, sobre todo, de cómo aplicar las enseñanzas del budismo zen a las técnicas de rodaje.
–El tema de Las flores del cerezo es una muerte y la vida que continúa después de ella. ¿Esto es producto de alguna experiencia personal?
–Sí, de la muerte de mi marido, que se produjo en el set de rodaje de mi película ¿Soy linda? Hasta ahora no había abordado el tema porque no quería confundir cine con terapia personal. Sí escribí una novela que hablaba del asunto, seguramente porque la escritura impone una distancia que en caso del cine está menos preservada.
–¿La película se inspira también en la obra de Yasujiro Ozu?
–Sí, específicamente en Una historia en Tokio. Me pregunté qué pasaría si trasladara a la pareja protagónica de esa película al Occidente contemporáneo. Lo cual no es otra cosa que reinvertir lo que el propio Ozu había hecho en su momento. Porque Una historia en Tokio se basaba en una película estadounidense de los años ’30, Make Way for Tomorrow (N. de la R.: En Argentina se estrenó como La cruz de los años), que él readaptó y ubicó en Japón. Me resultó interesante esa circulación de ida y vuelta entre Oriente y Occidente y me propuse darle una nueva vuelta de tuerca, haciendo una película occidental en la que el protagonista viaja a Japón.
–Sin embargo, en términos estilísticos Las flores del cerezo no tiene nada que ver con Ozu.
–No, nada que ver. Esto es producto de una cuestión más amplia, relacionada, creo yo, con la forma en que las cineastas mujeres nos vinculamos con nuestros predecesores, que es distinta a la de los hombres. Los hombres se plantean inscribirse en linajes estilísticos: el caso de Brian De Palma, en relación con Hitchcock, por ejemplo. O el primer Wenders, en relación con John Ford. Y así sucesivamente. Me parece que las cineastas mujeres nos vinculamos con el cine previo más en términos temáticos que estilísticos. Ese es mi caso, al menos, y creo que también el de muchas colegas. Me siento muy ligada a Ozu en términos temáticos, o por la forma en que trata las relaciones humanas, o con su sensibilidad. Pero jamás me atrevería a filmar con su estilo, a asumirme como heredera de él. Puedo tocar los mismos temas, pero con mi propio estilo, a mi manera.
–Una diferencia notoria es que mientras el cine de Ozu se caracterizaba por su carácter contemplativo, con una posición de cámara fija, si algo identifica a Las flores del cerezo es su carácter veloz y cambiante.
–Sucede que el protagonista es un viudo que se reconecta con la vida y yo quería transmitirle al espectador esa sensación de ver el mundo de nuevo, con otros ojos. De allí que el punto de vista debía ser cualquier cosa menos fijo e inmóvil, como lo era en Ozu.
–Muchas escenas dan la sensación de haber sido improvisadas. ¿Fue así en realidad?
–No tanto. Había un guión y tratábamos de atenernos a él. Pero la idea era, a la vez, tratar de mantener la mente abierta y hacer cambios, si percibíamos que éstos se imponían. Al fin y al cabo, ésa es una de las enseñanzas básicas del budismo: estar siempre preparado a abandonar los planes y cambiar.
–Se sabe que desde hace años practica el budismo. ¿En qué medida influyó esa práctica sobre su manera de encarar el cine?
–El budismo enseña que es bueno permitir que el mundo te modifique antes que pretender imponer una cierta visión de las cosas. En términos cinematográficos, esto se manifiesta en dejar que los imprevistos modifiquen el guión, no resistirse a ello. De un tiempo a esta parte, la manera en que filmo se parece más a un documental que a la manera en que un rodaje de ficción suele encararse, con todos sus preparativos, los story boards y todo eso. Un rodaje documental implica, necesariamente, un mayor peso de lo contingente y aleatorio que de lo previsto y planificado.
–¿Puede dar algún ejemplo de esta incidencia de lo inesperado en el rodaje de Las flores del cerezo?
–Hay, por ejemplo, una escena en la que el protagonista se entrega a lo que llamamos un “abrazo libre” con un grupo de gente. Esto no estaba en el guión, es algo que sucedió. Un día íbamos por la calle, en Tokio, y vimos un grupo de gente que se abrazaba. Le pedí al actor que se acercara a ver qué pasaba, se integró al grupo y lo filmamos. Pero tampoco es que dejamos la escena porque sí. La dejamos porque encajaba perfectamente en la historia que estábamos contando.
–¿Es verdad que el actor, Elmar Wepper, en ciertas ocasiones no sabía nada sobre la escena que estaba rodando?
–Para estar abierto a los imprevistos hay que dejarse llevar, y hubo ocasiones en que fue así literalmente: lo subíamos al subte y ni él ni nosotros sabíamos muy bien a dónde íbamos. Pero siempre llegábamos...
–Las flores del cerezo es la tercera película que filma en Japón. ¿Qué representa ese país para usted?
–Desde hace mucho que viajo regularmente a Japón. Más exactamente desde 1983, cuando una de mis primeras películas fue invitada a participar en el Festival de Cine de Tokio. En ese momento me sentí fascinada, y desde entonces el enamoramiento por ese país, esa cultura, se convirtió para mí en algo permanente. Es una cultura mucho más sabia que la occidental.
–En Las flores del cerezo volvió a rodar en digital, sistema que utiliza desde hace casi una década, cuando lo usó por primera vez en Sabiduría garantizada. ¿Qué cree que ganó con la utilización de ese formato?
–Creo que gané espontaneidad y velocidad. El digital me permite filmar como lo hacían los cineastas de la nouvelle vague: rápido, con un equipo chico, sin tener que hacer grandes operativos para moverse por la calle. Filmé Las flores del cerezo con un equipo de sólo diez personas. Además, como por suerte no soy una cineasta conocida, puedo andar de aquí para allá sin problemas. Paso por una turista que registra cosas con su camarita. Eso me da una libertad inapreciable.
Traducción, selección e introducción: Horacio Bernades.
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