Jueves, 19 de enero de 2006 | Hoy
CINE › “LOS PRODUCTORES”, PRODUCIDA POR MEL BROOKS
Pese a las fallas en la dirección y en las actuaciones, la película de Susan Strosman resulta efectiva a la hora de entretener y hacer reír, y eso se debe, seguramente, al sólido guión escrito por Mel Brooks.
Por H. B.
¿Qué mérito puede tener una película mal dirigida, actuada como en el teatro, llena de los más gruesos clichés y con las coreografías menos imaginativas que se recuerden en mucho tiempo? Si bien no puede decirse que sea buena, de lo que no quedan dudas es de que Los productores es superefectiva, funciona y hace reír. Y todo ello es mérito del guión de Mel Brooks, que hace casi cuarenta años había dado origen a una película tan tosca, estereotipada y sobreactuada como ésta... e igualmente irresistible. Milagros del cine cómico, al que mientras haga reír se le puede perdonar cualquier cosa. Que sea malo, incluso.
Que Broadway convierta en musical cualquier película no es la primera vez que pasa: véanse las versiones en clave musical de El Rey León y hasta Sunset Boulevard. Lo nuevo es que el boomerang dé la vuelta completa y termine volviendo al cine, y eso es lo que sucedió con The Producers. Primero fue el debut de Mel Brooks en cine (luego de consagrarse en TV con El Superagente 86), estrenada en 1967 y conocida aquí, tardíamente, como Por un fracaso, millonarios. En el 2001, el propio Brooks produjo y escribió la versión teatral-musical, éxito fabuloso en Broadway. Y ahora, por aquello de que todo vuelve, aquí está Los productores, la película, basada en el musical y con sus dos mismos protagonistas, Nathan Lane y Matthew Broderick, en los papeles que en la película original habían hecho Zero Mostel y Gene Wilder.
“¿No es fino, señora?”, le preguntaría la Tota de Jorge Porcel a la Porota de Jorge Luz. No, fino no es, y basta ver a un transpirado, gritón, casi histérico Nathan Lane para presentirlo, ya en la segunda escena de Los productores. Pero la escena introductoria, en la que los asistentes a una obra de Broadway salen de la sala chochos de la vida, cantando a voz en cuello que “es la peor obra de toda la ciudad”, anticipa también el filo, la corrosividad y hasta la deliciosa mala leche que chorreará ampliamente a lo largo de toda la película. La premisa que sostiene a Los productores es, sin duda, un portento de la mala intención. Tras fracasar por enésima vez con su nueva obra (“Funny Boy, una versión musical de Hamlet”, dice la marquesina), la ocurrencia de un contadorcillo oscuro y pusilánime hace que se le prenda la lamparita a ese hazmerreír de Broadway que es el pobre, despreciable Max Bialystock (Lane).
Como un matemático en presencia de una paradoja, Leo Bloom (Broderick) arriesga, en presencia de Bialystock, una hipótesis que parece ridícula, y tal vez no lo sea. Lo que podría llamarse el Teorema de Bloom (al fin y al cabo hasta los más altos matemáticos coquetearon siempre con el absurdo) sostiene que podría ganarse muchísimo dinero con el más espantoso de los fracasos. Basta la mención para desencadenar el Eureka de Bialy, siempre atento a todo lo que sea timo, manganeta, estafa a la buena fe. Para consumar el desastre sólo se requiere encontrar el peor libreto del mundo, ponerlo en manos del director más inepto y el elenco ídem. Y con eso, salvarse para siempre. ¿Los productores como documental de sí misma? Tal vez, con la diferencia de que el libreto de ésta es infalible.
El pasaporte al deseado fracaso de Bialystock & Bloom será un musical neonazi, llamado Primavera para Hitler y escrito por un tal Franz Liebkind (un desaforado Will Ferrell). Lo pondrán en manos de un travestido director de escena, suerte de Liberace off the closet, convencido de que el Holocausto se puede contar con canciones, plumas y lentejuelas (Gary Beach, una revelación). Y ya está servido el espectáculo que todos deben aborrecer. Salvo, claro, que de tan abominable termine resultando irresistible. Como si ella misma fuera un teorema ad absurdum, Los productores funciona mejor cuanto más desactualizada está. Eso se hace notorio a partir del momento en que la película asume el carácter precorrección política del texto original, lleno de “locas” fiesteras, bombas rubias (Uma Thurman, en el papel de la sueca Ulla), lesbianas estilo leñador y estereotipos raciales tan básicos como el que supone que los alemanes son todos unos devoradores de embutidos.
Tan gruesas son esas caricaturas, tan passé, que logran instalar el mundo entero de Los productores en una suerte de planeta de ciencia ficción, que se rige por reglas distintas al nuestro, pero es absolutamente coherente... y graciosísimo. Obvio que para disfrutar de él hay que habituarse a actuaciones totalmente fuera de borda, y hacer la vista gorda ante los chatos números musicales y la puesta en escena de Susan Stroman. Que es hasta tal punto teatro filmado, que algún distraído podría pensar que los actores van y vienen hacia y desde el foro, observados por una cámara que parecería atornillada a una butaca de primera fila. Pero el asunto es que funciona. Y ante eso no hay purismo que valga sino sólo relajarse y gozar.
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