Viernes, 26 de febrero de 2010 | Hoy
CINE › LA MADRE, DE GUSTAVO FONTAN, UNA OBRA DE UNA SENSIBILIDAD FANTASMAGORICA
El director de El árbol se revela como un realizador del misterio, autor de un film que se va construyendo como un rompecabezas.
Por Diego Brodersen
LA MADRE
Argentina, 2009.
Dirección: Gustavo Fontán.
Guión: Gustavo Fontán y Alicia Silva Rey.
Fotografía: Diego Poleri.
Montaje: Marcos Pastor.
Sonido: Javier Farina.
Intérpretes: Federico Fontán, Marisol Martínez, Gloria Stingo.
Unicamente en el Espacio Incaa Km 0 (Gaumont) y Arteplex Belgrano.
Luego del episodio netamente experimental que significó La orilla que se abisma, Gustavo Fontán vuelve a un formato más narrativo con La madre, último esfuerzo en una obra que se abre camino sin comprometer su cauce estético. En más de un sentido, esta breve (apenas una hora de duración) pieza de cámara comparte intereses y ansiedades con su anterior El árbol. Por un lado, vuelven a aparecer cuestiones centrales como el paso del tiempo y la interrelación de los procesos naturales con la vida cotidiana; por otro, la misma sensibilidad para el retrato de cuerpos humanos, objetos y seres animados y cierta sustancia inmaterial que la puesta en escena evidencia en cada uno de los planos. Fontán se ha revelado un realizador del misterio, un fabricante de imágenes y sonidos que no se agotan en la manifestación de su superficie, sino que, por el contrario, obligan al espectador a investigar qué se oculta detrás de ellos. No se trata de un cine expositivo o descriptivo, sino más bien de un territorio poético que le hace los honores a aquella idea de la multiplicidad del séptimo arte.
La anécdota de La madre, cercana al mito o la fábula, recrea la relación entre una madre, su hijo y un padre ausente que, por esa misma razón, hace su existencia aún más fuerte. El joven, interpretado por el hijo del realizador, Federico Fontán, atraviesa varios despertares –fundamentalmente el sexual, junto a un cuarto personaje que podríamos llamar “la novia”– mientras que su madre comienza a recorrer un ocaso físico que se antoja insoportable. La acción transcurre fundamentalmente en dos espacios: una casa de barrio que se hace eco de reflejos, estadías y vacíos y otro hogar, despoblado, que se transforma en el destino final de varios tránsitos con resultados siempre estériles. La madre bebe en exceso y olvida reglas de precaución hogareña básicas, víctima de una depresión que el hijo no puede más que acompañar con cuidados y atenciones consoladores. Se adivina un sentimiento difícil de expresar verbalmente –éste es un film con poquísimos diálogos–, una desesperanza que en cualquier momento puede trocarse en odio.
Con la única excepción de un encuadre que se repite en varias oportunidades, volviéndose así significativo –una calle polvorienta enmarcada por frondosos árboles–, cada plano de La madre está construido como un retrato opresivo, asfixiante. En ese sentido, no hay una sola imagen desechable; el film se va construyendo como un rompecabezas de sentido mentirosamente unívoco, donde cada pieza intenta dar una pista de cierta totalidad escurridiza. El realizador contó para esa construcción con dos asistentes de excepción. En primer lugar, el director de fotografía Diego Poleri, que logra arrancarle a la fotografía digital una belleza nunca pintoresca, elemento primordial en una película que trabaja en base a imágenes y texturas evocativas, menos descriptivas que plásticas. Algunos de esos encuadres logran una cualidad tan precisa y milimétrica que terminan transformándose en retratos de la abstracción. Finalmente, el encargado del sonido, Javier Farina, registra sutilezas como, por ejemplo, la particular resonancia de una copa de licor entre las manos, elementos de una pista sonora tan compleja como su par visual.
El resultado final es un largometraje que, más allá de la exigua sucesión de eventos, hace del conjunto de imágenes y sonidos, de su interrelación y superposición, una mitad fundamental del relato. Fracción que se completa con el fuera de campo, aquello que se presiente o se infiere y que el realizador debe forjar con elementos formales propios del cine. Es una obra con una sensibilidad fantasmagórica, onírica, que el relato en off de un sueño (o pesadilla) recurrente no hace más que potenciar. Tal vez La madre no signifique un avance fundamental en la carrera de Gustavo Fontán –muchos de los logros descriptos ya estaban presentes en El árbol–, pero sin dudas vuelve a demostrar su talento para construir universos cinematográficos con una voz tan personal como estimulante.
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