CINE › “LA BALADA DE JACK Y ROSE”, CON DANIEL DAY-LEWIS
Los recuerdos del “flower power”
La guionista y directora Rebecca Miller no reniega de los ideales de los ’60, pero se abre a la realidad de los cambios.
El campo de flores es recorrido por un padre y su hija mientras, en la banda de sonido, se escuchan los primeros acordes de Boots of Spanish Leather, el tema de Bob Dylan. A pesar de esa melodía melancólica, del aspecto hippie de la vestimenta de la chica y de algunos diálogos al pasar que parecen expresar una época, el tercer largometraje de Rebecca Miller –hija de Ar-thur, el famoso dramaturgo recientemente fallecido– no transcurre durante la fiebre del flower power sino en 1986, en plena médula de la década plástica. Es que Jack, fundador allá por los dorados ’60 de una comuna autosuficiente emplazada en un islote –separado de la costa norteamericana y de los males del capitalismo–, se quedó solo con su hija Rose hace ya mucho tiempo, cuando el resto de los miembros, su pareja incluida, decidió abandonar la vida vegetariana y transformarse en depredadores en la jungla de asfalto. Así es que Jack y Rose (Daniel DayLewis y Camilla Belle) viven una vida de aislamiento y armonía con la naturaleza, alejados del ruido urbano y los maquiavélicos beneficios de la tecnología, aunque amenazados por una empresa inmobiliaria que se apresta a construir un suburbio para ricos en la otra punta de la isla.
Miller ya había abordado la intimidad de personajes en conflicto en su trabajo anterior, estrenado en nuestro país, significativamente, con el título Intimidades (2002). Pero en esta ocasión el origen de las aflicciones de los personajes parece radicar en su tozudez a la hora de defender ciertas ideas. El mundo idílico de la pequeña familia se ve sacudido por la decisión de Jack de incorporar nuevos miembros: una mujer de mediana edad (interpretada por la siempre solvente Catherine Keener) y sus dos hijos adolescentes se incorporan a ese universo anacrónico y junto con ellos aparecen los primeros cimbronazos del cambio. Rose, de 16 años, no sólo sentirá que la relación con su padre comienza a tornarse más compleja y problemática sino que, a punto de dejar atrás la niñez, sentirá los primeros impulsos eróticos, tan sinceros como poco protocolares.
La realizadora acerca su cámara a los rostros de los actores y permite que sean los personajes los encargados de motorizar y puntuar la narración, construyendo a las criaturas y sus circunstancias como en un drama de cámara. Ese abordaje naturalista, anclado en la psicología de los personajes, genera momentos genuinos y frescos, pero al mismo tiempo impone algunos riesgos, en particular aquellos que tienen que ver con el reemplazo de las ideas visuales por las explicaciones verbales correspondientes. El Jack de Daniel Day-Lewis (esposo de Miller en la vida real) es un personaje que se va deshilvanando como tal para transformarse hacia el final en poco más que un reservorio de frases e ideas, con escasas aristas e inflexiones.
A pesar de estos problemas, La balada de Jack y Rose le escapa a las resoluciones facilistas y no cae en muchas de las trampas que la historia tenía agazapadas. Sin ir más lejos, ni el constructor de viviendas “imitación colonial” que encarna Beau Bridges es un monstruo dispuesto a destruir el medio ambiente con tal de lograr sus objetivos ni el mismo Jack un santo de su propia ideología, como deja en claro una escena en la cual se lo ve “comprando” al personaje interpretado por Keener. Quizá se trate, como parece decir la pequeña coda final, de no abandonar la lucha ni traicionar la esencia, pero también de saber abrir el juego al intercambio de ideas y la posibilidad del cambio. Un enunciado bastante hippie, después de todo.