Jueves, 22 de abril de 2010 | Hoy
CINE › PECADOS DE MI PADRE, DIRIGIDA POR EL ARGENTINO NICOLAS ENTEL
Aunque no llega a formalizarse como el gran documental que podría haber sido, el film en el que el hijo de Pablo Escobar recuenta tiempos pasados y una inesperada paz con los hijos de las víctimas del capo narco consigue momentos de alto valor.
Por Horacio Bernades
PECADOS DE MI PADRE
(Argentina/Colombia, 2009)
Dirección: Nicolás Entel.
Guión: N. Entel y Pablo Farina.
Fotografía: Mariano Monti y Patricio Suárez.
Música: Didi Gutman y David Majzlin.
En lugar de vengarlo y sucederlo, el hijo del Rey del Narcotráfico se reúne con los hijos de los hombres a los que su padre asesinó para pedirles perdón y hacer las paces. Es una de esas historias por las que cualquier realizador vendería su alma, con tal de filmar en vivo. El argentino Nicolás Entel no la vendió, que se sepa, y pudo filmarla. Crónica del acercamiento de Juan Pablo Escobar (hijo de Pablo, mítico líder y fundador del Cartel de Medellín) a los hijos de Rodrigo Lara Bonilla y Luis Carlos Galán –hijos del ministro de Justicia y del candidato presidencial a quienes su padre mandó matar–, Pecados de mi padre es esa película que nueve de cada diez documentalistas quisieran haber podido filmar. Es esa película y otras. Entre ellas, un retrato público e íntimo del Rey de la Coca y una crónica del exilio de Juan Pablo en Argentina, donde pasó a llamarse Sebastián Marroquín. Lo que Pecados de mi padre no llega a ser es el gran documental al que por tema, personajes y motor narrativo parecía destinado. Algunas decisiones erradas, alguna ambición desencaminada tal vez, se lo impiden. Aun así, sigue siendo el embrión de varios grandes documentales posibles, y eso no es poco.
Pecados... es, antes que nada, la larga, audaz, tenaz gestión de una historia por parte de Nicolás Entel (Buenos Aires, 1975). Desde que se enteró de que el hijo de Pablo Escobar Gaviria vivía en Argentina bajo nombre falso, Entel se propuso contar su historia y la de su padre, a través de sus ojos. Los hechos indican que no se conformó con contarla: intervino en ella, la impulsó, de algún modo escribió su guión. ¿Cómo? Allegándose a Juan Pablo Escobar, exiliado aquí desde mediados de los ’90 y por entonces (mediados de la década siguiente) cercano a los treinta. Alentándolo luego a regresar, si no a su país (donde su cabeza tenía precio, puesto por el Cartel de Cali), al menos hasta la frontera con Ecuador. Aprovechando luego la iniciativa de Escobar (h.) de intentar un acercamiento con los hijos de las víctimas más encumbradas de su padre. Filmando en vivo, finalmente –conclusión tan redonda como las que toda película de Hollywood aspira a encontrar, pocas veces con fortuna– una paz de altísimo valor simbólico, teniendo en cuenta que al día de hoy en Colombia las diferencias se siguen resolviendo con la muerte del otro, como un cartel final se ocupa de recordar con acierto.
Llevada por las varias líneas de relato, Pecados de mi padre se narra en dos tiempos. En presente, Sebastián Marroquín/Juan Pablo Escobar cuenta a cámara su novela familiar, y al mismo tiempo comienza a elucubrar una reconciliación se diría que imposible. Ese relato dispara, a su vez, una narración en tiempo pasado –la de Escobar, su familia y su consumación como capo del narcotráfico– en base a material de archivo. De alto valor documental, ese material es tanto fílmico (de noticieros, pero también películas caseras) como, sobre todo, de audio. Puede escucharse al capo dar órdenes de muerte, tramar crímenes políticos y hablar por teléfono con los suyos “30 segundos antes de su muerte”, según indica, casi con orgullo, un cartel sobreimpreso. Si la novela del hijo es de reparación, construcción y sensatez, la del padre oscila, como era de esperarse, entre el thriller político-criminal, el biopic del poderoso y el delirio tropical. La conversación en la que Escobar llama a “prender fuego a las casas de los políticos”, las imágenes de elefantes, hipopótamos y cebras de su zoológico privado y las fotos de la cárcel VIP que él mismo mandó a construir –para ser único huésped durante los trece meses que precedieron a su fuga– son momentos privilegiados de esa novela.
La sensación de que la parte que tiene que ver con la reconciliación entre los Escobar, los Lara Bonilla y los Galán podría ser una noticia autoconstruida –como las guerras de Charles Foster Kane– lleva a poner cierta distancia. Ingenuidades narrativas y políticas acentúan el distanciamiento. Esto sucede, notoriamente, cuando el relator en off atribuye al asesinato, por parte de Escobar, del líder liberal Luis Carlos Galán, “el fin de la esperanza para Colombia”, asignando a Galán el lugar de “líder de masas”, como si se lo hubiera confundido con un líder populista de los ’50. Se habló de relator en off: créase o no, Pecados... acude a esa figura perimida, usándola del modo más televisivo y unanimista imaginable. “Colombia”, dice el relator en off al comienzo, sobre imágenes de... Colombia, antes de lanzarse a una suma de todos los lugares comunes, que hacen pensar que se perdió el rumbo, yendo a parar a Discovery Channel. Por suerte, no toda la película es así. Lamentablemente, el fantasma del audiovisual televisivo nunca desaparece del todo, en el que pudo haber sido un gran documental y se quedó a sus puertas.
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