CINE › ENTREVISTA CON EL DIRECTOR FILIPINO RAYA MARTIN, A RAíZ DEL ESTRENO DE INDEPENDENCIA
Ya no tanto una joven promesa como un talento en tiempo presente, Martin (26 años) habla de su concepción del cine político. “Me interesan los cambios en la historia de mi país, pero también la historia del cine durante esos procesos históricos”, afirma.
› Por Diego Brodersen
A punto de cumplir 26 años y con una filmografía tan prolífica como estimulante, el filipino Raya Martin se ha transformado en uno de los nombres más escuchados en los corrillos del cine independiente, entendido éste como territorio alejado de la distribución y exhibición comercial. Su último largometraje, Independencia, narra la historia de una madre y su hijo, refugiados en plena selva ante el avance de las tropas estadounidenses, en una Filipinas de comienzos del siglo XX reconstruida en estudio. El film fue presentado el año pasado en el Festival de Cannes y se verá en calidad de estreno en la Sala Lugones del Teatro San Martín, acompañado por una retrospectiva integral de la obra del cineasta que a partir de hoy incluye varios títulos absolutamente inéditos en el país (ver aparte). Ya no tanto una joven promesa como un talento en tiempo presente, Martin visitó la Ciudad de Buenos Aires durante la última entrega del Bafici –donde se desempeñó como jurado de la competencia internacional– y conversó con Página/12 sobre su obra, la explosión del cine filipino, la política en su país y la vida en general.
Independencia forma parte de una trilogía aún incompleta que reflexiona sobre el pasado de Filipinas a partir de herramientas estrictamente cinematográficas, “aunque más que una trilogía –aclara el realizador– yo la llamaría una serie de tres películas, que no es exactamente lo mismo. En mi país, luego de la ocupación española y la norteamericana, sufrimos el sitio de los japoneses. Y luego una larga dictadura. Me interesan particularmente los cambios en la historia del país, pero también la historia del cine durante esos procesos históricos, que por supuesto corren en paralelo. Aún me encuentro en pleno proceso de elaboración del film sobre la ocupación japonesa; quiero hacerlo con técnicas de animación y en colores. Estoy seguro de que va a llevarme bastante tiempo, incluso algunos años, hasta finalizarla”.
–Exactamente, aunque no de una manera literal sino más bien conceptualmente. Por ejemplo, hasta donde tengo conocimiento no hubo films de animación realizados en Filipinas durante la ocupación japonesa, pero al mismo tiempo me interesa el uso de los gráficos y mapas de los films de propaganda de ese período.
–Forma parte de la evolución de esa serie de la cual hablábamos. Yo había realizado una película muda y era lógico que la siguiente película fuera, de alguna forma, un típico film de estudio. En el sentido literal de estar rodada en un estudio, por supuesto, donde todo está reconstruido artificialmente, pero también en un sentido más amplio, ligado al concepto de producción en el Hollywood clásico, la idea de la factoría de películas. A ello habría que sumarle cierto uso de la música, el concepto del melodrama, la iluminación.
–Definitivamente, es la forma que más me interesa de expresarme políticamente. En lo personal, adoro este viejo estilo de realización, en blanco y negro, rodado entre 16 y 18 cuadros por segundo, donde todo es falso y los actores se mueven de una manera extraña. Desgraciadamente, la mayoría de los films de esa era realizados en Filipinas fueron destruidos durante la guerra, por lo que es muy poco lo que se conserva. Por otro lado, en mi país existe una tendencia a no hablar del pasado, especialmente entre la gente de mi generación. Hemos tenido un pasado realmente dramático y cuando se habla de él es siempre algo triste, doloroso. Los filipinos son la gente más alegre del mundo y muchas veces prefieren reír, incluso en tiempos de crisis, antes que enfrentar los problemas. Por esa razón es muy difícil hablar de la Historia, pero no puedo evitarlo, y al mismo tiempo lo veo como una necesidad y una obligación.
–Para mí la idea del “autor” en el cine es básicamente una tontería. Muchos realizadores acceden a encasillarse a sí mismos por distintas razones. Una película funciona bien en el mercado y entonces el productor dice “hagamos otra similar, pero llevemos esta misma idea al extremo”. En algún sentido me siento afortunado: soy soltero, no tengo familia, no necesito el dinero para mantener cierto estilo de vida. Además creo que el estilo debe ser algo flexible para permitir que no se devore la esencia. Al fin y al cabo, una fachada no deja de ser una fachada. El cine en general tiende a ser superficial y es importante que este aspecto no se destaque y devore al otro.
–En realidad, la película nunca fue estrenada comercialmente, aunque sí fue presentada en una serie de funciones especiales en cinematecas, centros culturales y festivales. Es muy difícil estrenar este tipo de films en mi país y un estreno comercial implica invertir mucho dinero. Y los riesgos son diversos. Para mí lo importante es tener proyecciones, no un estreno en el sentido estricto de la palabra. No veo el sentido de utilizar ese dinero en una campaña comercial, donde gran parte de los billetes terminan en los bolsillos de burócratas, en lugar de usarlo para financiar otra película. En algunos ambientes cinematográficos de Filipinas existe la noción de que cualquier film independiente puede estrenarse de igual a igual con la última superproducción de Hollywood, pero creo que es un gran error.
–Por supuesto, ¿a quién no le gusta que sus películas sean vistas por mucha gente? Lo interesante es que hace unos cuatro o cinco años nadie parecía interesado en verlas pero, lentamente, cada vez hay más espectadores que parecen interesarse, ya sea en salas de cine, en DVD, incluso bajándolas ilegalmente de Internet. Me encanta la noción de que el público es como una tierra que puede ir cultivándose lentamente. Respecto de la idea del espectador ideal, depende de mi estado de ánimo. Hablando en serio, digamos que el espectador ideal es alguien que comprende tus films por completo.
–Con excepción de mi ópera prima, La isla en el fin del mundo, la mayor parte surge de premios y subsidios. Los productores ahora pueden obtener dinero de diversos países y estoy muy agradecido por ello, porque de otra forma muchas películas no podrían producirse. Al mismo tiempo debo ser un tanto crítico al respecto, porque la gente te da dinero para sostener cierta idea de cómo deben ser los resultados finales. Este dinero proviene de países occidentales que tienen una idea particular de cómo debe ser el cine producido en aquellos otros países, qué temas deben tocarse. Encuentro particularmente ofensivo el tratamiento de la pobreza en muchos de estos films. En mi caso me siento afortunado al no tener que aceptar condiciones, ni hacer concesiones. Lo importante es no cambiar tus películas por presiones, mantener cierta integridad, no pensar “tal vez consiga más dinero si mi película describe los barrios bajos o hago un film turístico sobre la pobreza”.
–Diría que entre 80 y 100, aproximadamente, teniendo en cuenta las producciones independientes. Hasta hace unos años, nuestra producción se acercaba apenas a unos 30 largometrajes. Lo cual era un disparate, porque siempre tuvimos la reputación de poseer una de las industrias más grandes de Asia, con varios estudios que llegaron a producir, en total, unas 300 películas al año. Pero lentamente la situación se está recuperando, tratando de encontrar una nueva identidad. Al mismo tiempo, el concepto del cine está mutando en todo el mundo. El cine evoluciona y las audiencias son cada vez más distintas a las del pasado. Una de las razones es el elevado precio de las entradas, de manera que el espectador de cine tradicional está dejando de existir. En nuestros países del tercer mundo, la apreciación del arte en general, y del cine en particular, pasa siempre a un segundo plano luego de la comida, el alquiler, etcétera. Por eso es muy difícil que tengamos una cultura cinematográfica como la francesa, donde el cine es tratado al mismo nivel que las otras artes.
–La gente trata de forzar esta idea de cine nacional y estuve pensando mucho sobre esta cuestión. Pero no creo que exista realmente. Es cierto que se están produciendo muchos films, pero no veo un discurso unificado o una estética en común. En Filipinas se producen muchas películas comerciales de segunda mano, rodadas en digital porque es más barato, pero que remiten a una idea de statu quo industrial. Mucha gente no tiene interés en confrontar esta situación y creo que es muy peligroso. En ese sentido, lo que se ve en festivales internacionales es apenas un porcentaje pequeño de lo que está ocurriendo en el cine filipino en estos días. En lo personal debo decir que soy amigo de Lav Diaz, Khavn Dela Cruz y John Torres, y lo somos desde antes de ser directores de cine. En otras palabras, hemos hablado mucho sobre la vida en general antes de hablar sobre cine. Pero a pesar de ser amigo no dejo de ser crítico. Por ejemplo, las películas de Lav Diaz me parecen narrativamente muy tradicionales, aunque compartimos una visión políticamente progresista y algunas ideas sobre lo que está ocurriendo en Filipinas. Por supuesto, él proviene del sur del país, un ámbito rural de mayoría musulmana donde la situación social es más complicada; yo nací en Manila, una gran ciudad. Soy también bastante crítico respecto de las películas de Brillante Mendoza. Por un lado es muy bueno tener un director filipino de un perfil tan alto, alguien que atrae la atención hacia el cine producido en nuestro país. Esto trae aparejado, por supuesto, un apoyo a otros realizadores quizá no tan reconocidos. Pero por otro lado la gente debe darse cuenta de que hay otra manera de hablar de la situación real de Filipinas en estos días. Las películas de Mendoza son, de alguna manera, películas de los años ’80, aquellas realizadas durante la dictadura, películas sociopolíticas que tal vez tenían su importancia en aquella coyuntura, pero que han perdido relevancia hoy en día. Tampoco me atraen mucho las grandes épicas históricas porque, más allá del espectáculo o precisamente por él, uno tiende a sentirse como un simple espectador en lugar de involucrarse emocional y políticamente con lo que está viendo.
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