Martes, 7 de septiembre de 2010 | Hoy
CINE › EL DIRECTOR FRANCéS STéPHANE BRIZé HABLA DE SU PELíCULA UNE AFFAIRE D’AMOUR
Aunque en su país ha sabido ganarse un lugar especial, Une affaire d’amour será la primera película del autor que se conozca en Argentina. “A mí lo que me interesa no es el guión en sí, sino que en la escena se jueguen emociones verdaderas”, dice Brizé.
Por Michel Tarquini
Lo que podría llamarse “melodrama proletario” suele ser una rareza. Salvo excepciones, a la hora de incursionar en el mundo de los desencuentros amorosos, el cine y la literatura tienden a elegir protagonistas de la pequeña burguesía. O de la alta. Basado en una novela, el realizador francés Stéphane Brizé optó, en cambio, por investigar en los sentimientos más hondos de un trabajador, cuya vida se pone en crisis a partir del momento en que conoce a la nueva maestra de su hijo, la Mademoiselle Chambon del título original. Como en Argentina no hubiera sonado del todo bien, el opus 4 de Mr. Brizé –que cuenta con los protagónicos de Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain– se estrenará este jueves con el título, indudablemente pertinente, de Une affaire d’amour.
Aunque en su país ha sabido ganarse un lugar especial, Une affaire d’amour será la primera película del autor que se conozca en Argentina. Nacido en Rennes hace cuarenta y cuatro años, Stéphane Brizé viene abordando el mundo de los sentimientos sin sentimentalismos, falsedades o golpes bajos. Su ópera prima, Le bleu des villes, fue parte de la prestigiosa sección Quincena de Realizadores en Cannes 1999. La segunda, Je ne suis pas là pour être aimé, participó de la competencia oficial en San Sebastián 2005, ganando tres nominaciones a los premios César para sus tres intérpretes principales. Hecho infrecuente, que sirve como testimonio de lo que parecería ser ya un secreto a voces: Brizé es uno de los mejores directores de actores del cine europeo.
A ese dato se debe, seguramente, que Vincent Lindon [N. de la R.: Conocido en Argentina por películas como El odio y Vendredi soir] y Sandrine Kiberlain (Betty Fisher, la comedia El restaurante) hayan aceptado protagonizar Une affaire d’amour. Tras haber sido pareja, ambos están separados. Por lo cual no les debe haber resultado sencillo hacer de amantes. De ese tema y de otros –el carácter melancólico de sus historias, el estilo documentalista que optó por imprimirle al film, su interés en filmar cuerpos antes que palabras, el secreto para lograr que los sentimientos luzcan verdaderos– habla el realizador en la entrevista que sigue.
–No sé muy bien a qué atribuirlo, pero puedo asegurarle que me costó horrores filmar gente feliz. Soy consciente de que la palabra “feliz” oculta un montón de matices, y de hecho traté de no dejar ninguno afuera. Lo cierto es que Jean y los suyos no son gente desdichada, como la que yo estaba habituado a tener por protagonistas. Le puedo asegurar que es mucho más difícil representar la armonía que la tristeza o el dolor. Uno teme que le salga algo ñoño o chirle. Pero la experiencia fue positiva, así que de aquí en más prometo no volver a tenerle miedo a la gente feliz.
–Bueno, es una película, ¿no? Se supone que algo tiene que pasar, que altere un poco el orden. Si no parecería un aviso de televisión, donde la gente sí es completamente feliz. Pero no es gente, claro.
–Básicamente, sabiendo a dónde nos dirigíamos, la historia, los actores y yo, pero sin saber del todo cómo lo haríamos. Nada de diálogos sobrescritos y repetidos hasta la última coma, poco ensayo. Escenas de las que se conocen las líneas generales, pero no cada detalle. Creo que sólo puede respirarse verdad allí donde hay incertidumbre, porque no hay nada más irreal que la certeza absoluta. En esta película descubrí algo sorprendente, que es que cuanto menos se controlan las cosas, más terminan pareciéndose a lo que uno en un comienzo había deseado que fueran.
–Básicamente es cuestión de elegirlos bien y de demostrarles que uno los ama, algo que para los actores es muy importante. Si no se acuerdan bien del texto antes de cada escena no es peor, sino mejor, porque eso les permite decirlo con sus propias palabras. A mí lo que me interesa no es el texto en sí, sino que en la escena se jueguen emociones que se perciban verdaderas.
–No sé si desconfío. Sí creo que se puede mentir más con las palabras que con el lenguaje del cuerpo o de los gestos. No hay forma de hacerle mentir al cuerpo, por más que se quiera. Para mí, lo que define a un personaje no es lo que dice, sino su forma de moverse, la clase de energía que despliega en el espacio. Las palabras vienen después. De hecho, cuando filmo tiendo a eliminar muchos diálogos. Me basta con que los actores expresen físicamente lo que la escena pide.
–Trato de descubrir en ellos cosas que no hayan mostrado en películas anteriores. No por querer buscar lo distinto por lo distinto en sí, sino porque cuando un actor se sale de lo conocido es cuando alguna verdad nueva puede surgir.
–Busco lo que se esconde detrás de los gestos y las palabras, entre los silencios y las vacilaciones. Una verdad que no está a la vista, que no es evidente.
–No le voy a decir que no le di algunas vueltas al asunto, hubiera sido una inconciencia total de mi parte no hacerlo. El tema es que cuando pensé en los personajes no se me ocurrió nadie mejor para hacerlos que Vincent y Sandrine. Ambos, además, previamente me habían manifestado, cada uno por su lado, su deseo de trabajar conmigo. Primero convoqué a Vincent, y cuando aceptó le comenté que había pensado en Sandrine para hacer de su contrafigura. Vincent reconoció que trabajar juntos no sería sencillo para ninguno de los dos. Pero no quería que por su culpa Sandrine perdiera la oportunidad de hacer ese papel. Una vez que ella aceptó sé que se reunieron a conversar, y de allí en más trabajaron con el profesionalismo más absoluto.
–Tuvo que aprender. Tomó clases diarias durante cinco meses con Monique Robin, violinista de la Opera de París.
–En la novela, Mademoiselle Chambon toca Bartok. Yo fui por otro lado, quería algo más melódico. Que sea melódica, melancólica y sin azúcar fue la indicación que le di a mi asesor musical para la búsqueda de piezas musicales. La idea era que lo que Véronique toca reemplazara lo que no llega a decirle a Jean. Mi asesor me hizo oír una gran cantidad de material, y de allí elegí un fragmento de un compositor húngaro de comienzos de siglo XX, Ferenc Vecsey, y otro de Edward Elgar. Eso es todo. Es poco. Pero, como usted dice, tiene peso.
–Sí, con las escenas de transición hago lo mismo que con los diálogos: la mayoría quedan en la mesa de montaje. Es una cuestión de jerarquización: como elijo tomarme mi tiempo en la duración de cada escena, se lo tengo que quitar a los fragmentos que comunican unas con otras, para darle dinámica al relato.
Traducción, adaptación e introducción: Horacio Bernades.
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