Miércoles, 9 de febrero de 2011 | Hoy
CINE › JULIáN D’ANGIOLILLO Y SU óPERA PRIMA, HACERME FERIANTE, SOBRE LA SALADA
A la hora de armar su relato y su retrato de la megaferia de productos “alternativos” en Lomas de Zamora, el director esquivó el estereotipo y la construcción típica de los medios periodísticos: “No es ingenua ni tampoco un apoyo incondicional”.
Por Ezequiel Boetti
Más temprano que tarde, el cine debía reparar en ella. Ubicada a la vera del Riachuelo en Lomas de Zamora, en un predio del tamaño del barrio de Once, fuente de trabajo de seis mil personas y terreno de circulación de más de nueve millones de dólares semanales, La Salada está catalogada como la feria de productos ilegales más grande de Latinoamérica. Pero, además, es un reflejo de la genealogía de la Argentina. Es que al lado de esa megalópolis de quince mil puestos montada y desmontada dos veces por semana funcionaron los balnearios de agua salada creados en 1955: de la pujanza del primer peronismo al olvido y el abandono, y de ahí al Edén del regateo y el comercio informal. Es sobre el funcionamiento de este emprendimiento que Julián D’Angiolillo centra la narración de su ópera prima, Hacerme feriante, que se verá desde mañana en el Espacio Incaa Km 0 Gaumont, y en el Malba sábados y domingos a las 18. “Lo que era un espacio de recreación de segunda para los porteños hoy es un lugar de consumo de segunda. Esa deriva siempre me interesó; del tiempo del ocio al tiempo del consumo”, confiesa el director.
La historia de La Salada traza un mapa económico de la Argentina reciente. Dos décadas atrás, un grupo de inmigrantes bolivianos se acercó a los derruidos terrenos contiguos a los ex balnearios para montar unos precarios puestos de baratijas y artesanías. El negocio se consolidó a medida que disminuía la contención del Estado menemista. No pasó demasiado tiempo para que los 430 comerciantes oficializaran la sociedad creando Urkupiña S.A., bautizada en honor a la Virgen venerada en la ciudad boliviana de Cochabamba. La crisis de 2001 y el bamboleo de la clase media hicieron el resto. Abastecedora de 300 ferias minoristas en Argentina, La Salada hoy tiene más de 20 mil visitantes que, a bordo de 400 ómnibus de todo el país, se acercan cada miércoles y domingo para valerse de los beneficios impositivos de la informalidad. “Uno va un lunes y están los puestos vacíos. Hay algo temporal que resulta muy loco: es una masa de gente que se organiza para determinado momento, genera un intercambio y se evapora hasta la próxima feria. Es un sistema nuevo, distinto al que hacen los negocios cuando abren de 9 a 18”, razona D’Angiolillo.
Estrenada en el último Bafici, Hacerme feriante no propone un análisis de causas y consecuencias, sino que se limita a la observación de todos los procesos de la cadena de producción y venta. Desde el taller textil o la torre de copiadoras de DVD en acción, hasta el hervidero de compradores que pululan durante el clímax de las ventas y los intereses políticos en derredor del movimiento económico que se genera. “Intenta mantener una distancia pero no quiere ser ingenua ni un apoyo incondicional a La Salada. Es más una cuestión de estudio y de diseccionar qué elementos la componen y por qué funcionan bien en la realidad actual de Buenos Aires. No creo que todo sistema que genere dinero sea bueno. Simplemente digo que hay una franja de la sociedad que encontró su único sustento ahí, y eso es mejor a no tenerlo. De alguna forma se impuso como un modelo posible de economía”, argumenta el hijo del montajista y realizador Luis César D’Angiolillo, quien llegó por primera vez hasta este sector de Ingeniero Budge en un paseo de compras. “No vi el Riachuelo ni Lomas de Zamora. Te dejan en el medio de los puestos con luz y lo único que se puede hacer es comprar. Después te traen y listo, es como que no viste nada, una especie de hueco en el espacio-tiempo del conurbano.”
Esa sensación salió a la luz un tiempo después, cuando este egresado de Artes Visuales del IUNA recibió una propuesta para la muestra Post It City, que se proponía analizar usos y ocupaciones del espacio público para actividades comerciales. La Salada caía como anillo al dedo. “Con el grupo de investigación dijimos: ‘Bueno, vayamos un día con el sol’. Y llegamos cuando había un ensayo para la fiesta de Urkupiña. Una locura, era como estar en La Paz. Nos invitaron a comer, nos integraron, nos quedamos. Me di cuenta de que no era sólo un lugar de consumo, había espacio para el ritual, el juego, la danza, la diversión. Empecé a entender cómo funciona más allá del maniqueísmo de los medios”, afirma. Ese intento de dinamitar el lugar común es otro aspecto fundamental de Hacerme feriante: “Tenía en claro la forma tradicional de mostrar a La Salada y trabajé en contra de esa imagen. Siempre fue usual ver que está mal, recién ahora se está formando un consenso. Empieza a haber una aceptación como un reflejo económico”.
–¿En qué momento decidió adoptar esa mirada no ingenua, pero que tampoco machaca con datos a través de una voz en off?
–Fue una decisión inicial. Primero por una comodidad propia de realizador: no me siento cómodo haciendo entrevistas ni fabricando situaciones en las que el contenido se transmita a través del lenguaje oral. Me gustaba que las escenas habladas fueran lo más legítimamente documentales. La reunión con los punteros, la charla con el intendente y la asamblea de puesteros son así. Las otras, más del espacio-tiempo como el ensamblado de la feria, son construidas por el guión y la estructura aplicando trucos del cine. Si bien es un documental, hay elementos de ficción que construyen la narración.
–Muchos comentarios catalogan a La Salada como un “fenómeno”. ¿Está de acuerdo?
–Me gusta escindirla del fenómeno. Una cosa es la cuestión social que trasciende La Salada porque abarca La Saladita de Constitución, de Once, de Tucumán, de Salta. Es un sistema económico nacional. La Salada en sí es algo mucho más puntual.
–¿No temió que la feria fuera inabarcable para una película?
–Sí, una de las principales cosas que le achacan a Hacerme feriante es eso. Pero bueno, se podría hacer una miniserie (risas). Realmente es así. Cada situación tiene un punto de fuga para hacer algo nuevo. Eso me gusta, me genera proyecciones. Yo tenía trabajos previos sobre la problemática del Riachuelo y la explotación textil, pero si los incluía la película se cargaba demasiado. Son temas durísimos y cuesta mucho hablar de otra cosa. Quería que la narración tuviera un devenir más fluctuante. Me gustaba la sensación de lo imprevisible, de no saber qué va a ocurrir, sentir la pulsión del estar ahí, donde puede pasar cualquier cosa.
–El film muestra el proceso de elaboración de productos piratas. ¿Fue difícil acceder a esos lugares?
–Es ilegal, pero la gente que lo hace no lo piensa así. Eso también tiene mucho que ver con la mirada de los medios de creer que los que piratean son delincuentes y se sienten como tales. Pero no podemos decir que son iguales a un ladrón o un asesino. La gente que trabaja de eso no siente que esté haciendo algo malo. Y de hecho no lo están haciendo. El chico que hace los DVD vive en una villa de Bajo Flores y se gana la vida así. No tiene problemas con eso. Al taller de costura accedimos porque había un conocido en común, si no era muy difícil. Están conscientes del trabajo, pero también de que la única realidad de supervivencia son esas cosas. Esos casos no son extremos, pero otros de talleres son terribles. Es un tema muy delicado y muy difícil de retratar. Al sacar la voz en off de la película todas esas cosas quedan afuera.
–Si la incluía se iba del eje.
–Prefiero que quede un plano largo de la costurera con el polvo volando, que dice muchísimo sobre la situación de los talleres, y no una voz en off hablando del trabajo esclavo.
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