Viernes, 31 de marzo de 2006 | Hoy
CINE › ISABELLA ROSSELLINI, LA URANIA DE “LA FIESTA DEL CHIVO”, SOBRE LA OBRA DE VARGAS LLOSA
Tras su belleza serena late el talento de una actriz, intérprete de algunas de las películas más inquietantes de los ‘80. Musa de directores como David Lynch, acaba de protagonizar La fiesta del chivo, basada en la obra de Vargas Llosa sobre un atentado contra el dictador Trujillo.
Nació de una unión explosiva. Lleva en los genes talento del norte y genialidad del sur; un batido vitamínico que contiene mucho de la belleza serena de su madre, la actriz sueca Ingrid Bergman, y bastante del compromiso callejero de su padre, el gran cineasta italiano Roberto Rossellini. Puede que todo ello, más algunos colegios de monjas, una infancia romana, un matrimonio temprano con Martin Scorsese, veinte años poniendo la cara para ser la marca de una línea cosmética, su residencia alterna entre París y Nueva York y alguna película de culto como Terciopelo azul, de David Lynch, en la que se transformó en icono sexual con morbo, convirtieran a Isabella Rossellini en una mujer que plasma como muy pocas la idea de la sofisticación y el misterio.
Isabella Rossellini es de esas mujeres que adelantan su edad: “Ahora que voy a cumplir 54”, dice, sin que nadie le pregunte. Lo cuenta con la osadía y la seguridad de quien está convencida de que la inteligencia no se arruga. Se ha sorprendido a sí misma, a partir de los 50, inmersa en una especie de serenidad desconocida que le da felicidad: “Una serenidad que te hace interesarte por la cultura, por entender lo que haces. Cambian las prioridades, hay una necesidad por aprender, la obsesión por la belleza se transforma en una búsqueda de la sabiduría”. Y más cosas: “Ahora, en ciertas empresas buscan mujeres maduras por eso, con hijos mayores, porque rinden más y no piden bajas por maternidad”.
Esa certeza de la edad no le importa, como se ve en el último papel que ha hecho para el cine. En la versión cinematográfica de La fiesta del chivo, la novela de Mario Vargas Llosa –adaptada por su primo Luis Llosa–, Rossellini se adentra en la piel de Urania Cabral, la mujer que contrajo odio y frigidez directamente del sátrapa Trujillo, cáncer de la República Dominicana durante treinta años, entre 1930 y 1961. Ella nunca esconde su rostro duro y las arrugas en el cuello a causa de varios traumas y un déficit de caricias. Viaja a Santo Domingo para sacarse de dentro las barbaridades que le han marcado toda su vida, truncada, depredada por los efectos de la dictadura.
Así era Trujillo, y así aparece en esta versión de cine, muy fiel a la novela de Vargas Llosa, en la piel del actor Tomas Milian, impactante en la recreación de un personaje que a la escala reducida de un país pequeño, en el que nadie se fija, es capaz de representar la villanía y la repulsión de lo tiránico en proporciones universales. “Creo que ésa era la intención fundamental de Vargas Llosa al escribir la novela: reflejar en el mundo de una corte reducida cómo la tiranía puede afectar los espacios más privados de tu vida”, comenta Isabella Rossellini, que ha pasado unos días en Madrid promocionando La fiesta del chivo y presentando un documental que conmemora el centenario de su padre, autor de películas como Stromboli o Roma, ciudad abierta.
La actriz conocía la obra de Vargas Llosa. “De hecho, la había comprado y la tenía en casa cuando me propusieron hacer el papel, aunque todavía no la había leído”, asegura. La oferta le hizo adentrarse rápidamente en esa trama de personajes cruzados que se debaten entre la fidelidad a ciertos principios estériles y la necesidad de combatir a un monstruo, que mide su ambición muchas veces a costa del daño a sus seres más queridos, que malgastan el resto de sus días y se juegan en la ruleta sus afectos por un favor que ni siquiera tiene recompensa, que tratan de encontrar respuestas donde la vergüenza ha ahogado todas las preguntas posibles.
Urania Cabral guarda muchas de esas sensaciones, y viaja desde el Manhattan donde ejerce la abogacía hacia un Santo Domingo gris y sombrío, de ventanas cerradas y vidas paralizadas por la sombra de Trujillo. Allí se reencuentra con su padre, Agustín Cabral, que fue el cerebro político del régimen y que años después de haber desaparecido físicamente Trujillo, se encuentra condenado a una silla de ruedas por un ataque.Isabella prefiere hablar en inglés con su fuerte acento británico, nada endulzado por la vida cotidiana en la Gran Manzana de alguien que se define como “neoyorquina”. Es el mismo tono que ha utilizado para la versión original de la película.
Cree que la experiencia ha salido bien y se alegra de no ser culpable de romper el clan. “Si hubiese fracasado esta película, habría sido un lío en la familia Vargas, porque estaban todos trabajando para ello. Me recordaban mucho a mi familia. Gracias a Dios no ha habido divorcios”, dice Rossellini. De La fiesta del chivo le convencieron muchas cosas cuando leyó la novela: “Hay una parte del libro, como de la película, que me gusta particularmente. Es el análisis político, de poder, de cómo funciona una dictadura; pero con esa dimensión añadida del punto de vista de Urania, que para mí la convierte en una obra muy especial. Unica, de hecho, porque ofrece a la historia una visión femenina muy sensible, que nos hace ver cómo la política afecta los terrenos más íntimos de nuestras vidas. A mí me recordaba un slogan feminista italiano que defendía también lo personal como parte de la política cuando el movimiento luchaba por el divorcio”.
El compromiso político es algo que Isabella Rossellini lleva a gala según en qué casos: se comprometió y se manifestó contra la guerra de Irak; acepta papeles como los de La fiesta del chivo, una película sin miramientos contra las dictaduras. Pero sufre de la misma parálisis que la mayoría de los artistas italianos o relacionados de alguna forma con Italia cuando escuchan la palabra Berlusconi: el famoso síndrome “a mí no me mires”. Enseguida echan mano a una respuesta evasiva. “No creo que los actores debamos responder a cuestiones políticas, a mí me da un poco de vergüenza hacerlo; somos intérpretes, y nuestras opiniones no son expertas, son normales. Por supuesto, voto y ejerzo en democracia, tengo una opinión”, dice.
Isabella Rossellini ha buscado muchas veces el riesgo en su carrera cinematográfica y en teatro, con trabajos junto a Bob Wilson en escena (The days before death, destruction and Detroit III) o experimentos en las pantallas con David Lynch que han resultado iconos posteriores de cierto cine moderno, como Terciopelo azul o Corazón salvaje, además de compromisos con otros directores independientes, como Abel Ferrara. Sin dejar de mencionar su matrimonio con Martin Scorsese –aparte del de Jon Wiedemann, con quien tuvo a su única hija, Elettra–, que juntaba dos caracteres italianos con personalidades fuertes y que no duró más de cuatro años, entre 1979 y 1983. Esa belleza misteriosa que lucía Isabella Rossellini en los ‘80 la convirtió en musa y amante de alguno de los directores con los que trabajó, como David Lynch, lo mismo que de actores como Gary Oldman, con quien rodó Amor inmortal, basada en un romance de Beethoven con Anna Marie Erdody.
Suele hablar bien de los hombres de su vida. Ha recordado con aprecio hasta el mal genio de Scorsese: “Creo que eso es lo que lo mantenía tan creativo”, ha dicho alguna vez, con una elegancia proverbial. Con Terciopelo azul, David Lynch comenzó su carrera como director de culto, e Isabella Rossellini bordó su papel de Dorothy Vallens, mujer hermosísima y desvalida, auténtico objeto de deseo, que ahondaba en la piedad y el misterio de quienes la rodeaban además de producir cierta atracción hacia ese abismo que está presente en casi todas las películas de Lynch. “Van a cumplirse 20 años ya. Es increíble. Para mí fue duro. Era una película fuerte que fue un escándalo en algunos lugares. Muchos dijeron que David había consumado una especie de venganza de una hija frente a sus padres, pero que en realidad lo que había conseguido era destruirme. Incluso las monjas de mi colegio me escribieron para decirme que rezaban por mí y ofrecían misas para mi salvación después de lo que habían oído de la película. Parte de mi familia dejó de hablarme, además. Fue unaexperiencia muy desagradable para mí, aunque me alegro de que a partir de ella se reconociera a David Lynch como un director con mundo propio.”
Además de las reacciones, Rossellini afrontaba un papel en el que tuvo que dar mucho de sí en escenas como la de su violación, un tema que la obsesiona hasta al punto de haber interpretado ya tres veces a una mujer violada. “Atacadas en diferentes formas y con reacciones distintas. No es igual lo que pasa por el corazón de Dorothy Vallens que lo que le ocurre a Clara Tempio en El funeral, donde es poseída por su marido, pese a que ella no quiere, como una manera de desahogar en él tensión, o lo que le pasa a Urania Cabral, que arruina su vida.”
La violación es algo recurrente en Isabella Rossellini por una cuestión personal. Ella confesó en sus memorias que había sido violada de joven en Italia y es un tema que afronta sin complejos. “No es que me amenazaran con un cuchillo y me forzaran en la calle unos desconocidos. Mi caso ocurre mucho en países donde un no como respuesta es interpretado en realidad como un sí. Cuando a un hombre le dices no en Italia y es de verdad, como yo hacía, porque para mí esa palabra representa muchas veces toda una frase, no acaban de creérselo.” Cree que es necesario comentar el caso porque todavía persisten esos comportamientos: “Hay países donde eso les ocurre a muchas mujeres a menudo, y no se habla de ello, no se le da importancia”.
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