Jueves, 22 de septiembre de 2011 | Hoy
CINE › LA VIDA NUEVA, DE SANTIAGO PALAVECINO, CON MARTINA GUSMAN Y ALAN PAULS
Aprovechando esos universos cerrados que son los pueblos de campo, regidos por una lógica ajena a los forasteros, Palavecino construye algo así como un thriller de autor, donde las emociones de los personajes no terminan de expresarse en actos.
Por Juan Pablo Cinelli
Argentina, 2011.
Dirección: Santiago Palavecino.
Guión: Santiago Palavecino, Alejandro Fadel, Martín Mauregüi y Santiago Mitre.
Fotografía: Fernando Lockett.
Montaje: Santiago Esteves y Alejo Moguillansky.
Intérpretes: Martina Gusmán, Alan Pauls, Germán Palacios, Ailín Salas.
Igual que aquellos magos que en los cumpleaños de antes sorprendían a su audiencia de niños sacando de su boca una serpiente sin fin de pañuelos anudados, como si llevaran el universo dentro del cuerpo, así es la red de relaciones que teje el solo título de la segunda película de Santiago Palavecino, La vida nueva. Hablar de una vida nueva remite de inmediato a una enormidad de circunstancias habituales en la historia de las personas. Una vida nueva puede ser la del hijo por venir; o la que recibe el moribundo que consigue vencer a la muerte; es la segunda oportunidad que se gana quien, harto de su existencia, se dispone a cambiar para siempre; o es la que se esconde en las esquinas, dispuesta a voltear al desprevenido que es feliz siendo quien es, y también la que prometen ciertos improbables paraísos. Con toda intención, Palavecino reúne estas nuevas vidas posibles, tal vez más, en los 75 minutos que dura la historia que quiso contar.
Aprovechando esos universos cerrados que son los pueblos de campo, regidos por una lógica ajena a los forasteros, Palavecino construye algo así como un thriller de autor. Parecido a lo que ocurre en las películas de Lucrecia Martel, sobre todo en La mujer sin cabeza, aunque aquí los detalles son menos misteriosos. Laura y Juan (Martina Gusmán y Alan Pauls) están casados y esperan un hijo que ella no quiere. Laura da clases de piano, Juan es veterinario y trabaja para los terratenientes ganaderos de la zona: sus mundos no pueden estar más apartados. Esa distancia es el metro patrón que rige sus vidas y el matrimonio parece cerca del final. Que ella se refugie en su alumna preferida, a quien prepara para concursar por una beca, es un indicio claro de eso. Sus solitarias caminatas nocturnas también. Aún pendiente de su mujer, Juan la busca en la oscuridad por los caminos del pueblo y nunca la encuentra.
Toda esa tensa calma tiene una contraparte complementaria en la agresiva vitalidad de los adolescentes del lugar. Se emborrachan, se chicanean con apuestas peligrosas y sólo se divierten si ponen literalmente la vida en cada juego. Como un cable a tierra, los jóvenes parecen ser el punto de descarga de tanta tensión contenida que conecta a la pareja y que es además el denominador común en las relaciones entre los habitantes de ese pueblo. Tal vez estos chicos sólo busquen con de-sesperación el borde preciso de ese límite que nadie les pone y acabarán siendo el combustible de la hoguera que pronto arde en el pueblo. Una de las noches en las que sale a buscar a su mujer, Juan los encuentra en medio de la nada, peleando entre sí por uno de sus juegos pesados y pasados. Herido de gravedad, uno de ellos terminará en coma en el hospital.
Esa escena marca un fuerte punto de inflexión dentro de la trama y a partir de ahí, el director irá guiando a sus personajes hacia sus propios abismos. Palavecino arriesga mucho al colocar, a 15 minutos del comienzo, lo más parecido a un clímax que hay en la película. Si bien los riesgos en el cine son potencialmente recomendables, en este caso parece desequilibrar un poco la narración; tal vez de un modo que el espectador no alcance a detectar del todo claramente, pero que se percibe con el cuerpo, como una ansiedad fría que genera más distancia que empatía. Amenazado con elegancia, Juan deberá mentir para ocultar al responsable de la agresión, el hijo del hombre fuerte del pueblo. El chico herido, por su parte, resulta ser sobrino de un viejo amor de Laura, Benetti (Palacios), que se colará de nuevo en su vida y en quien ella creerá ver un atajo para salir del hastío.
Con algo de western en la construcción de sus personajes (en especial Juan, solitario y torturado), La vida nueva no deja de ser una película intensa, delicada en su manejo de la imagen (la fotografía es de Fernando Lockett) y en el desarrollo de las emociones que Laura, Benetti y Juan no terminan de tramitar en actos. Sin embargo, el riesgo vuelve a jugar en contra con la elección de Alan Pauls como protagonista. No es que el trabajo del escritor y crítico sea bochornoso, ni mucho menos. No. De hecho, tiene la fotogenia a su favor y hay escenas donde su presencia funciona (ver el enfrentamiento con el personaje de Palacios, un duelo breve y sutil), pero su falta de experiencia de aquel lado de la cámara se hace evidente. Aunque ni esto ni aquello, ni un final imprevistamente esperanzado, alcance para malograr a La vida nueva, es cierto que la suma de los riesgos interfiere en la tensión de esta buena película, que podría ser mejor.
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