Jueves, 18 de mayo de 2006 | Hoy
CINE › “EL CODIGO DA VINCI”, UN MEGAESTRENO A ESCALA GLOBAL
La película de Ron Howard, que llega impulsada por una fabulosa estrategia de marketing, no merece tanta polémica: es pomposa, solemne y confusa.
Por Horacio Bernades
Quien ame las paradojas podrá asegurar que El Código Da Vinci no necesitaba ni estrenarse para ser un éxito. Nadie puso jamás en duda que este proyecto era de esos que ganan o ganan: desde el momento mismo en que se lanzó ya era un acontecimiento. Ese acontecimiento se montó no sólo sobre los 50 millones de ejemplares que el best seller homónimo de Dan Brown vendió desde su publicación hasta hoy, sino que sacó partido de la reacción en cadena generada por el libro hasta en quienes jamás lo leyeron ni leerán. Como frutilla en el postre, desde el inicio de la preproducción y en forma creciente, la Sony Pictures logró sumar un enorme aliado para el marketineo de su producto. Ese aliado es el fundamentalismo internacional que, ratificando una vez más su estatura, convirtió a esta astuta operación comercial en poco menos que el Anticristo del siglo XXI.
No sólo el fundamentalismo católico emprendió la cruzada: incluso países en los cuales la religión oficial es el Islam se sumaron decididamente a la campaña antiherética, que la Sony supo transmutar rápidamente en campaña de marketing. Lo demás viene solo: se genera expectativa, se aprovecha el auge de la piratería para convertir el estreno en una película de espías, se la lanza al mismo tiempo en todo el mundo, se inunda de copias las salas cinematográficas –de Nueva York a Cannes y de Buenos Aires a Timbuctú– y se arrolla a la competencia. En Argentina, El Código Da Vinci se lanza con la cifra record de 208 copias (en un hecho sin precedentes, 8 de las 16 salas de uno de los más importantes complejos cinematográficos quedan intervenidas por un solo producto), convirtiéndose en el único estreno de la semana, ideal de todo producto monopólico. Resultado: megaéxito histórico asegurado.
Histórico y global: aunque El Código Da Vinci no cuente con participación de capitales extranjeros, la composición de su elenco la revela en su condición de Primer Megaproducto de la Era Global. Rodeando a Tom Hanks en escenarios exclusivamente parisinos e ingleses, hete aquí a dos de las mayores estrellas francesas de exportación (Audrey Amelie Tautou y Jean Reno, que pasa sin solución de continuidad de La Pantera Rosa a El Código Da Vinci), tres británicos internacionales (sir Ian McKellen, Alfred Molina y Paul Bettany) y un alemán, Jürgen Prochnow, ex protagonista de El barco. Hanks es Robert Langdon, profesor de Simbología a quien al comienzo de la película viene a buscar un representante del “equivalente francés del FBI” (así se presenta) para anunciarle que su amigo, el curador del Louvre Jacques Sauniere (el veterano Jean-Pierre Marielle) acaba de ser hallado asesinado en una de las salas del museo. No se trata de un crimen cualquiera: Sauniere ha hecho de su muerte un ritual, evocando cierto famoso dibujo de Leonardo y sumándole una serie de signos herméticos, tallados en su propio cuerpo.
A partir de ese momento y tomando prestado un típico mecanismo hitchcockiano, Langdon se convertirá en perseguidor y perseguido. La Eva Marie-Saint de este Cary Grant vendría a ser Audrey Tautou, en el papel de la criptóloga policial (¡!) Sophie Neveu. Siguiendo el hilo y contando con la guía del erudito sir Leigh Teabing (McKellen), irán en busca nada menos que del Santo Grial. Ingenuos a más no poder (difícil pensar en dos iconos naives más notorios que Hanks y Tautou), el simbólogo y la criptóloga son peones en el tablero de una gigantesca conspiración religiosa. La protagonizan dos bandos, enfrentados desde hace unos dos mil años. Por un lado, los miembros de la secta Priorato de Sion sostienen que: 1) Jesús se casó con María Magdalena; 2) su linaje se extiende hasta el presente y 3) el Santo Grial no es una vasija sino la sacra zona pelviana de la Magdalena. Por el otro, representantes del Opus Dei, entre ellos el siniestro obispo Aringarosa (Alfred Molina) y su brazo armado, el sacerdote Silas, asesino albino al que le da por flagelarse (Paul Bettany) y que va matando, de a uno, a los integrantes del Priorato. Cuestión de silenciar a los herejes, manteniendo así viva la versión oficial de la Iglesia.
El problema no es en tal caso lo descabellado de la trama (de tramas descabelladas se alimentan grandes películas disparatadas) sino la intención, tanto de Brown como de los hacedores de la película, de darle visos de seriedad a esta fabulación rocambolesca. Intención materializada en una abrumadora cantidad de información, que no sólo hace de El Código Da Vinci un exponente máximo del blockbuster-pesadamente-conversado-y-de intención-pedagógica (categoría inaugurada por Matrix y V de Venganza) sino que inevitablemente torna la película pomposa, solemne, confusa y recargada a más no poder. Encima son tantas las vueltas de tuerca y cambios de bando, que al final termina por no saberse si algunos de los personajes principales son miembros del Priorato, del Opus Dei ... o ambas cosas a la vez. Como sucede en estos casos, se hace del espectador un ignorante, ya que es materialmente imposible seguir todos y cada uno de los meandros que la película descarga, como si se tratara de un gigantesco volquete informativo. Pero además se lo convierte en rehén de los caprichos argumentales, a los que no queda más remedio que acatar sin chistar.
Que en semejante pastiche –absolutamente inefectivo en términos de mero entretenimiento– muchos vean un peligro para la fe católica y sus instituciones, es signo de que ciertos dogmas se han convertido, a esta altura, en algo parecido a una mala película clase B. Que eso es lo que es, con sus millones, sus falsas ambiciones y su aparente lustre, El Código Da Vinci.
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