CINE › LA COMPETENCIA OFICIAL EN EL FESTIVAL DE SAN SEBASTIáN
El muerto y ser feliz, de Javier Rebollo, y Blancanieves, de Pablo Berger, marcaron en el encuentro cinematográfico dos maneras bien diferentes de plantear una historia. Ayer también se vio Dans la maison, lo nuevo de François Ozon.
› Por Horacio Bernades
“Ponedlas todas juntas”, parece haber sido la orden, en relación con las tres películas españolas que compiten este año en la sección oficial de San Sebastián. Eso es, al menos, lo que sucede en los hechos: en el curso de un par de días se presentan las tres, bien juntitas, como para no perderse. Una de ellas es, en verdad, tan argentina como española. Conocido en nuestro país por sus dos películas previas (Lo que sé de Lola y La mujer sin piano), Javier Rebollo filmó El muerto y ser feliz enteramente en Argentina, rodeado de técnicos trinacionales (hay capitales franceses también) y actores de nuestro país. Salvo el protagonista, claro, que igual es casi argentino por adopción. Como que se trata de José Sacristán, que hace de asesino a sueldo. Pero un asesino a sueldo totalmente literario, en medio de una Argentina enteramente documental. “Elegí filmarla en Argentina por sus largas distancias, y por el color y el calor humano de ese país que tanto quiero”, dijo Rebollo aquí. La otra película local que acaba de presentarse en San Sebastián es un malentendido catalán llamado Blancanieves, mientras espera turno para hacerlo la última de Fernando Trueba, El artista y la modelo, donde el realizador de El año de las luces y Bélle époque vuelve a su época favorita, la de los años ’30 y ’40. Epoca que es también la de sus películas favoritas. Pero sobre ésta habrá que hablar recién mañana, ya que al momento de cerrar esta nota todavía no la habían pasado.
“Santos era un asesino a sueldo que jamás asesinó a nadie”, dice el off en las primeras escenas de El muerto y ser feliz, aunque después la película lo desdice. De decir, desdecir y contradecir, así como de anticipar en off lo que de inmediato va a suceder y a veces no sucede, trata en buena medida la nueva película de Rebollo, que compite aquí por tercera vez. De cómo contar la historia, más que de la historia en sí. La historia es la de Santos, killer hispano que no se sabe muy bien cómo fue a parar a Argentina, y que con tres metástasis y la morfina como único alivio (“Soy una fábrica de cánceres”, dice en algún momento) agarra su vieja rural Falcon, a la que trata como a su matungo fiel (Camborio, se llama el auto), partiendo a su bordo por las rutas argentinas, hasta el fin. El fin de las rutas y, se supone, el de él mismo, aunque varios finales den distintas opciones al cierre de su recorrido. El muerto y ser feliz es una road movie a través de una Argentina documental (cero turística, por cierto), y es también una comedia absurda y melancólica (Rebollo menciona a Onetti entre sus influencias), una versión del Quijote (con Camborio en lugar de Rocinante, la actriz Roxana Blanco por Dulcinea y sin Sancho a la vista) y un objeto metalingüístico, con un off tan presente (y dominante) como en los films de Mariano Llinás. Ocasión de verla no va a faltar: acaba de informarse que en noviembre próximo, la película de Rebollo inaugurará la nueva edición del Festival de Mar del Plata.
Pablo Berger, realizador de Blancanieves, parece ignorar tres cosas. A saber, que: 1) hace poco tiempo atrás se estrenó, y no precisamente con escasa repercusión, una película llamada El artista, filmada como si fuera una de tiempos del cine mudo; 2) hace menos tiempo aún se estrenaron, casi al hilo, dos versiones de Blancanieves, una llamada Espejito, espejito y la otra, Blancanieves y el cazador; 3) a esta altura del partido, si se filma una españolada llena de toreros, andaluces y bailaoras, alguna vuelta de tuerca hay que darle al asunto para que no sea una antigualla llena de telarañas. Consecuencia de esa ignorancia, Blancanieves es: 1) un film mudo, en blanco y negro, con intertítulos, música recargada y combinando un poco de melodrama con un poco de comedia, igualito que El artista; 2) una versión de Blancanieves en la que la protagonista es una bailaora flamenca, el rey un torero corneado, la reina mala una enfermera (Maribel Verdú, a años luz de, justamente, El año de las luces) y la abuela, una Angela Molina llena de canas; 3) una españolada sin vueltas de tuerca. Corresponde echar un manto de piedad sobre ella. Como también sobre Argo, la última de Ben Affleck, cuya única razón para haber sido incluida en la sección oficial (fuera de competencia) será que el director y protagonista es de los que atraen cámaras y cobertura. Por lo demás, es una imperdonable patrioteada hollywoodense en la Irán de tiempos de Khomeini, con héroes impolutos de la CIA y guardias de la revolución más mala onda que azafata de Iberia. Como para recordar que nada bueno puede venir del mundo árabe: daban ganas de llamar a una jihad contra el bueno de Ben, en la puerta del Kursaal.
Primera de las tres películas francesas en competencia oficial, Dans la maison es –como todas las buenas de François Ozon– un envenenado juego de salón, que entre otras cosas juega consigo mismo. Basada en una novela española y receptora del premio de la crítica en Toronto, una semana atrás, Dans la maison es algo así como una comedia metalingüística, en la que un profesor de literatura (el gran Fabrice Luchini) maneja como un Pigmalión a uno de sus alumnos. Que a su vez maneja a uno de sus compañeros, y tal vez termine manejándolo a él. Hay una perversidad muy civilizada (muy francesa) en este jueguito del chico de familia humilde (pero mil veces más inteligente que el mundo que lo rodea) que se gana la confianza de un compañero, por el solo hecho de que su compañero representa para él la normalidad absoluta. Y Claude quiere divertirse con esa caricatura de normalidad. Divertirse y usarla como material para sus escritos. Escritos que, claro, le va entregando puntualmente a un profe que, llegado un punto, se volverá adicto a ellos. Tan pop como el realizador de Gotas de agua sobre rocas calientes y Ocho mujeres sabe serlo, la película de Ozon funciona en todos los terrenos. Funciona como comedia sofisticada, como reflexión sobre la literatura, su producción y consumo (y sobre el cine, por propiedad transitiva). Y funciona como bombón envenenado: su visión del escritor es tan jodida como la que tiene sobre la clase media. Otra que habrá ocasión de ver allí: si no la programan en Mar del Plata, habrá que tomarse el avión de vuelta.
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