Miércoles, 5 de diciembre de 2012 | Hoy
CINE › PATRICIO CONTRERAS, JUAN PABLO MéNDEZ RESTREPO Y EL DéCIMO INFIERNO
El actor y el codirector de la película basada en la novela de Mempo Giardinelli hablan de los temas que subyacen a la trama: “La violencia de los personajes es una crítica a su doble moral”.
Por Oscar Ranzani
A veces, los grandes proyectos nacen de situaciones pequeñas. El documentalista colombiano Juan Pablo Méndez Restrepo vino hace seis años a la Argentina como mochilero para pasar unos días de descanso de su trabajo en la cadena Telesur. Como es un gran lector de las obras del escritor chaqueño Mempo Giardinelli, sintió la necesidad de conocer Resistencia. Un año más tarde, Méndez Restrepo se radicó en la Argentina y durante un viaje a Caracas conoció al autor de El décimo infierno en el avión. Ese fue el comienzo de una gran amistad. Posteriormente, el cineasta propuso realizar un documental sobre Giardinelli, un deseo que finalmente se concretó. Como Giardinelli quedó muy conforme con la manera de trabajar de este joven colombiano y de su equipo, un día le dijo: “Me gusta cómo trabajás. Hagamos una película”. Y Méndez Restrepo no lo dudó y aceptó.
“Inicialmente, habíamos pensado en El décimo infierno o en Imposible equilibrio, pero esta última era un poco más difícil adaptarla y también iba a resultar más costosa”, cuenta el cineasta. Finalmente, ambos escribieron el guión y dirigieron El décimo infierno, largometraje homónimo de una obra clave en la trayectoria del escritor.
El inicio de la trama muestra a tres personajes: Antonio (Atilio Clavo Fanti) está casado con Griselda (Aymará Rovera) y tienen una hija. Antonio hace negocios inmobiliarios con su socio y amigo Alfredo (Patricio Contreras) en Resistencia. Pero Alfredo es también el amante de la mujer de Antonio, algo que el propio traicionado no desconoce y, sin embargo, parece no afectarle. Se podría conjeturar que la vida familiar transita, en principio, sin mayores sobresaltos, a pesar del triángulo amoroso. Pero un día, Alfredo le propone a Griselda un plan macabro: matar a Antonio.
Esa es sólo la punta de un iceberg oscuro y siniestro en el que se embarcan los amantes, un viaje sin retorno en el que se derramará mucha sangre. El resultado es una película con un ritmo inquietante, cuyos protagonistas desafían los límites hasta en las situaciones más extremas. Para poder darle coherencia cinematográfica a la obra literaria a lo largo del rodaje, “Mempo estuvo mucho más encargado de lo dramático, estuvo con los dos actores permanentemente y yo estuve más en la puesta de cámara y en todo lo técnico”, comenta Méndez Restrepo en la entrevista con Página/12, en la cual también participa Contreras.
–¿Es una historia de violencia vinculada con el mundo urbano?
Patricio Contreras: –Fundamentalmente, está vinculada con la vida sofocante que puede llegar a ser la vida cotidiana en una provincia, cuando los proyectos y los objetivos se han concretado. Los protagonistas son gente que ha hecho lo que hay que hacer: están casados, han crecido y tenido éxito en lo profesional. Y el techo de las aspiraciones no es muy alto. Esa vida sofocante de una ciudad de provincia es la que probablemente haga que estalle en estos personajes un deseo de ruptura, un deseo de cambiar, de pegar un volantazo fuerte en sus vidas por lo que significa la cotidianidad chata de una provincia.
–¿Esto es, entonces, lo que lleva a una mujer casada y con hijos a cambiar su vida por una aventura despiadada?
P. C.: –Sí, en el fondo está todo bullendo. Es la rebelión contra una vida prediseñada familiarmente, donde se le ha asignado un rol, una conducta y proyecto determinados a cada uno. Pienso en el caso de Griselda, que se queja un poco de eso. En algún momento, lo manifiesta con detalles: de qué modo ha sido programada para tener una vida familiar determinada y frente a eso, ella se rebela.
–¿Su actitud tiene que ver, entonces, con el inconformismo?
Juan Pablo Méndez Restrepo: –La violencia de los personajes en la historia termina siendo una crítica muy profunda a la doble moral de una sociedad que es, además, muy católica, que permanentemente agobió tanto a Griselda como a Alfredo, porque él también lo manifiesta en algunos pasajes de su voz en off, que son pasajes de la novela. También está implícita la reacción a un pueblo corrupto, muy doblemoralista. Entonces, finalmente, la expresión de la violencia termina siendo una crítica bastante despiadada a esa doble moral.
–¿La película reflexiona sobre la pérdida de la moral de un cierto sector de la sociedad, la burguesía?
P. C.: –Es inevitable remitirlo a una rémora de deterioro moral que dejó la dictadura. Ahí hay una cosa podrida, hasta el día de hoy aparecen cada tanto reivindicaciones solapadas o no tanto de la época de las desapariciones y de los crímenes. Es decir, una valoración insignificante de la vida: “La vida da lo mismo”. Entonces, que desaparezca un tipo o que desaparezcan tres o cinco empieza a dar lo mismo. Hay una barrera moral que el personaje que interpreto logra cruzar, romper, que supongo que no es fácil. Pero una vez que la rompe, él se siente con derecho a decidir sobre la vida de cualquiera. De alguna manera, eso está instalado en la conciencia de muchos que vivieron aquella época donde hubo desapariciones que, más allá del terrorismo de Estado, de la paranoia del Estado de perseguir a sujetos políticos o a jóvenes idealistas, también se sabe que hubo mucha vendetta, muchas desapariciones o crímenes por razones personales, que se aprovechó ese contexto para hacer desaparecer gente para resolver deudas o conflictos. Se usó esa manera. Y creo que quedó instalado y no es fácil desembarazarse porque el ánimo de los ’90 intentó justificar con el indulto: se estaba diciendo a la sociedad que eso, en el fondo, no importaba mucho. “Olvidemos todo y sigamos para adelante que tenemos un gran porvenir”, decían.
–Si bien El décimo infierno es una historia que transcurre en un determinado ámbito, tiene una crítica social implícita...
P. C.: –Una crítica a una moral que se quedó instalada, a una moral que todavía tiene costras. Tenemos costras en nuestra sociedad instaladas ahí.
J. P. M. R.: –Me pareció interesante que en la primera mitad de la película, quien al parecer ha hecho más consciente esa fuga a esa moral es Alfredo. Pero al final, él cae preso de su propia moralidad. Griselda resulta dando un paso más allá. La historia también tiene eso de interesante en la medida del género: la mujer fue mucho más oprimida por esa moralidad cerrada, teniendo que ser una personalidad correcta, haber ido a un colegio de monjas y asumir todos los papeles “correctos” de ese esquema social. Lo que termina siendo interesante es que es ella quien termina dando un paso más allá. Y él vuelve a ser víctima de su propia moral.
–La historia muestra el cambio en Griselda, pero no el de Alfredo. ¿Por qué no se explica cómo Alfredo se convirtió en un asesino?
J. P. M. R.: –En la medida en que Alfredo es el narrador, como recurrimos a la literalidad de ciertos pasajes de la novela, siempre hay una justificación manifiesta. Hay una vida manifiesta en Alfredo, mientras que Griselda es un personaje mucho más sutil durante la historia. Eso permite que se desarrolle más, mientras que Alfredo es un personaje mucho más uniforme porque la película empieza con el tipo dándole de entrada un palazo en la cabeza al esposo de Griselda. Entonces, el juego de Alfredo en la película es abierto, mientras que el de Griselda esconde más cosas y termina siendo más sorpresivo en ese sentido.
–Por el tema que refleja, ¿el personaje de Contreras requería una determinada construcción psicológica?
P. C.: –Sí, por eso que decía de lo que significa vencer esa barrera y matar a alguien. Esa barrera de valores, de principios, de moral, ética. Por supuesto que hay una situación ahí que lo caracteriza a Alfredo. Es un tipo que no tiene hijos. No se ha casado y vive con la madre. Entonces, creo que ahí hay una explicación de una impotencia básica de proyectarse como persona. Hay un trauma con el rol del hombre en la pareja que explica bastantes cosas también. Hay un dolor de él con respecto a su vida familiar, a la imagen paterna. No es casual que no tenga hijos.
–¿Y lo que seduce a Griselda de Alfredo es su perversidad?
J. P. M. R.: –Claro. El termina representando todo eso que para ella fue negado y prohibido. Hay un pasaje de la película en el que Griselda le dice a Alfredo: “En todo caso, si no hubieras sido vos, habría sido cualquier otro”. Ella había decidido conscientemente que quería escapar de ese esquema de valores. Ella lo decidió conscientemente con Alfredo, como podría haber sido con cualquier otro. Pero el hecho de tener un amante ya era para ella la manera de empezar a escapar. Por eso decimos que, en ese sentido, el personaje de Alfredo está un poco más traumatizado: sufre de motivaciones que vienen de frustraciones de su infancia, frustraciones de su vida que las manifiesta estallando violentamente, mientras que en Griselda hay una construcción un poco más consciente.
–Al principio, la historia parece abordar un crimen pasional, pero después se va trazando una espiral sin límite con el uso de la violencia de una manera aleatoria. ¿Cómo lo observan ustedes?
P. C.: –Una vez que el tipo se mete en ese conducto es como un pozo, como arrojarse a algo y no puede parar. Entra en una espiral que es su manera de condenarse a sí mismo. Hay algo en esa locura criminal que avanza sin criterio, sin medir consecuencias ni cálculos. Ni tampoco por conveniencia porque, de repente, comete algunos crímenes que son un pésimo negocio para lo que él está haciendo en esa huida. Se desmaneja. Es una especie de autocondena.
–¿Y en ese sentido los personajes lo viven como una situación sin retorno?
J. P. M. R.: –Sí. Y también creo que lo aleatorio termina siendo que, después de matar una vez, las circunstancias comienzan a ser todas favorables para seguir matando durante esa noche.
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