CINE › ANNA KARENINA, DE JOE WRIGHT, CON KEIRA KNIGHTLEYANNA KARENINA, DE JOE WRIGHT, CON KEIRA KNIGHTLEY
› Por Diego Brodersen
Las adaptaciones de grandes clásicos del teatro o la literatura que apuestan por un giro moderno, refrescándolos con pátinas de diversos colores y texturas, corren siempre el riesgo de la obsesión por la superficie. Algo así le ocurre al londinense Joe Wright, quien luego de su traslación cinematográfica de Jane Austen (Orgullo y prejuicio) se le anima ahora nada menos que a Leon Tolstoi y a su novela más celebérrima, Anna Karenina, quintaesencia de la literatura rusa del siglo XIX. La romántica y trágica historia de la aristócrata que, metida de lleno en un affaire amoroso, olvida todos los deberes matrimoniales y sociales al uso, ha sido llevada a la pantalla en decenas de ocasiones. La mayor novedad de esta nueva versión radica en su tratamiento narrativo, que intenta cruzar el más puro y tradicional romanticismo con la autoconciencia de su artificialidad.
Si el mundo es un teatro, como afirmaba Calderón de la Barca, Anna Karenina presenta el universo aristocrático de la Rusia zarista como un desfile de histriones y vanidosos, una mascarada hipócrita y opresiva, particularmente para las almas libres. Adaptada por el dramaturgo y guionista Tom Stoppard (Shakespeare apasionado, El imperio del Sol, Brazil), la Karenina 2012 se exhibe con aires revisionistas, al menos desde sus apariencias. Las primeras imágenes introducen a los personajes representándose a sí mismos, en lo que se revela una escenografía que emula un teatro en todo su derecho, con proscenio, bastidores, candilejas y tramoyas. Eso le permite al film atacar con ingenio las inevitables elipsis (la novela en su edición completa se acerca a las mil páginas), moviendo delante de cámara escenografías y demás elementos ante cada mudanza espacio-temporal.
Las comparaciones con Moulin Rouge, que vienen acompañando la película desde el momento de su estreno, no parecen del todo atinadas, por más de una razón. En principio, no hay canciones que acompañen la trama y la apuesta por la artificialidad no llega a los extremos del largometraje de Baz Luhrmann. Sí es cierto que ambos proyectos comparten cierta debilidad por el amor romántico como sublimación del espíritu humano, ideal que no por anacrónico ha dejado de tener su atractivo en pantalla. Film de despliegue visual pero también de enfático reparto, Anna Karenina cuenta con la actuación central de Keira Knightley como la atribulada heroína titular, papel que la actriz lleva adelante con profesionalismo y ocasionales momentos de gesticulación desproporcionada. En el otro extremo, Jude Law (en el rol de Karenin, su comprensivo pero árido marido) está atado a una inexpresividad que no logra transmitir en toda su dimensión la discusión moral interna que abruma al personaje, excepto a través de las líneas de diálogo. Stoppard desde el guión y Wright desde la dirección de actores apuestan a la transformación de los personajes originales en algo así como versiones destiladas, sintetizadas.
Existen en Anna Karenina momentos de invención visual. El trabajo de fotografía es ciertamente llamativo, por momentos casi pop (lentejuelas, brillos y reflejos están a la orden del día) y el ritmo del film no abandona el gusto por la velocidad y la variedad. Pero en su tendencia a priorizar la intensidad por sobre cualquier otra posibilidad narrativa, Wright y Stoppard caen en más de un momento en la afectación y la cursilería. Eventualmente la noción misma de artificio en primer plano, que la película nunca deja de lado, extingue todas sus posibilidades y desnuda su verdadera naturaleza: no tanto una reflexión sobre la esencia de toda representación, sino un simple truco narrativo que se agota a mitad de camino.
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