CINE › UNA PISTOLA EN CADA MANO, CON RICARDO DARIN, LEONARDO SBARAGLIA Y LEONOR WATLING
El director catalán Cesc Gay propone una comedia en viñetas que tiene tanto de narración coral como de historieta, en la que narra encuentros relacionados con el universo masculino en los que los diálogos son tan cruciales como quienes los interpretan.
› Por Juan Pablo Cinelli
Quien conozca aunque sea de modo parcial la obra de Cesc Gay sabrá que en sus películas las palabras no son lo de menos, sino una herramienta que el director catalán sabe aprovechar. Ocurría en Krampack, ópera prima en la que dos adolescentes desbordados por la libido encontraban alivio en el intercambio de favores manuales, y también en Ficción, donde un director de cine se instala en la casa de campo de un amigo, para poder terminar un guión basado en las charlas que un actor mantiene con otros personajes durante la noche en que festeja sus 39 años. Como se ve, el diálogo es tan importante en los universos imaginados por Gay que hasta es el motor de esa ficción dentro de Ficción. Pero nunca ese detalle se hizo tan evidente como en su último trabajo, Una pistola en cada mano, en donde las conversaciones son acción, argumento, drama y todo.
Proyectada por primera vez en la Argentina en la reciente edición del festival Pantalla Pinamar y compuesta por cinco episodios en los que sus personajes se irán encontrando, Una pistola... se propone como una comedia en viñetas que tiene tanto de narración coral –aquella en que diferentes historias que parecen paralelas acaban por cruzarse al final en un relato superior a todas ellas– como de historieta, género en el que se avanza a partir de cuadritos unitarios que al finalizar su lectura y vistos en conjunto revelan una imagen nueva que los fragmentos mantenían oculta. Será a partir de esos diálogos que se destacan por su verosímil naturalidad que Gay le permitirá al espectador ir sabiendo qué es lo que ocurre. Pero ése no es de ningún modo el único detalle que hace de ésta una buena película.
En primer lugar están las historias que el catalán elige contar, una colección de anécdotas más o menos ordinarias que vienen a ofrecer un cuadro incompleto, pero bastante certero, del universo masculino y la crisis de la mediana edad. Terreno resbaloso si los hay, ya que el riesgo de volcar hacia el lugar común acecha en cada rincón de los cinco episodios. Se trata de encuentros que se desarrollan siempre de a pares en lugares como la entrada de un edificio, una oficina, el interior de un auto o el banco de una plaza, en los que la intimidad siempre acaba por imponerse y desbordar los límites que esos espacios suponen. Dos amigos se reconocen en la puerta de un ascensor tras diez años sin verse: uno sale llorando de terapia y el otro llega para ultimar los detalles de su divorcio con el abogado. Un hombre le confiesa a su ex que quiere volver con ella tras dos años de separados. Otro se cruza en una plaza con un conocido que llegó hasta ahí siguiendo a su esposa, y otro más, también casado y de paternidad reciente, le propone a una compañera de oficina salir a tomar algo luego de cinco años de compartir el trabajo y charlar más bien poco. El último de los episodios es el de estructura más compleja: se trata de historias montadas en paralelo en las que dos amigos se cruzan por separado con la mujer del otro. Todos se dirigen a la fiesta de cumpleaños de un tercer amigo en común y durante el viaje ellas irán revelando detalles íntimos de sus parejas que a ellos les sorprende desconocer. Aquí Gay hasta se permite el chiste, cinéfilo a su manera, de incluir uno de los manuales de psicomagia para parejas en apuros, escritos por el chamán y cineasta de culto Alejandro Jodorowsky.
Otro gran acierto del director es la elección de los protagonistas y la intuición para hallar la química entre ellos a la hora de diseñar los duetos. El nihilismo yang de Eduard Fernández se acopla con la sensibilidad yin de Sbaraglia; la graciosa fragilidad de Javier Cámara calza justo entre los pliegues de una irónica Clara Segura; la melancolía porteña de Darín y la resignación de Luis Tosar son como azufre y potasio; el inseguro y caliente Eduardo Noriega se somete mansamente a la picardía de Candela Peña; mientras que Leonor Watling, Cayetana Guillén Cuervo, Alberto San Juan y Jordi Mollá resultan un cuarteto eficiente para el juego de incógnitas que cierra la película. Si bien es verdad que hay cierta teatralidad en la esencia de Una pistola..., Gay demuestra que no hace falta valerse de excesos para generar tensión cinematográfica y que construir a partir de la palabra no necesariamente deviene en esterilidad discursiva.
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