Viernes, 22 de marzo de 2013 | Hoy
CINE › EN EL THESSALONIKI DOCUMENTARY FESTIVAL, VARIAS PELICULAS SE APROXIMAN A ESE UNIVERSO
De eso tratan las notables Private Universe, de la checa Helena Trestíková; Las flores de mi familia, del uruguayo Juan Ignacio Fernández Hoppe; Partes de una familia, del mexicano Diego Gutiérrez, y Vergiss mein nicht, del alemán David Sieveking.
Por Luciano Monteagudo
Desde Tesalónica
En Argentina, al menos, el pionero indiscutido del género fue Andrés Di Tella, con dos películas emblemáticas. Si en La televisión y yo (2003) Di Tella se sumergía en la historia de su familia paterna, un apellido asociado con el apogeo y el desmoronamiento de la industria nacional, en Fotografías (2007) buceó en dirección de la figura de su madre, Kamala, oriunda de Madrás, la región más tradicional de la India. Cruce de novela familiar con documental en primera persona del singular, ese mismo procedimiento ha tenido cada vez más cultores en todo el mundo, como lo demuestra en estos días el Thessaloniki Documentary Festival (TDF), con una miríada de aproximaciones al tema, que parecen conformar una suerte de pequeña gran historia de la vida privada.
La cotidianidad, lo íntimo, la sensibilidad, los afectos, las representaciones sociales del amor, la pareja, la niñez, la sexualidad... Todo un abanico de tramas se superponen y enriquecen mutuamente, pero todas parecen tener un mismo, único núcleo: la familia. La familia como la institución de la que se escapa, cuestiona o abjura, pero a la que siempre se vuelve, como factor de identidad, de cohesión de la memoria personal. La familia es el tema, por ejemplo, de Papirosen, el excelente documental de Gastón Solnicki, que después de siete meses sigue en cartel en Buenos Aires y que el año pasado también estuvo aquí en el TDF. Y una familia checa constituye ahora la médula de Private Universe, el estupendo documental de la checa Helena Trestíková, una directora bien conocida por los seguidores del Bafici, donde tuvo una retrospectiva en la edición 2009. No es estrictamente su familia, como la de tantos realizadores más jóvenes que abordan el tema. Pero es como si lo fuera.
Nacida en 1949 en Praga, entonces Checoslovaquia, Trestíková se graduó del famoso Departamento de Cine Documental en la FAMU de esa ciudad y uno de sus primeros ejercicios cinematográficos fue filmar, en 1974, el período de embarazo y parto de su mejor amiga de la infancia, Jana. La idea entonces, en pleno despertar del feminismo, era dar cuenta de las sensaciones y contradicciones de una mujer en ese momento crucial. Pero tanto Helena como Jana se quedaron con ganas de más y Trestíková siguió filmando a Jana y su familia por 37 años. El resultado no podría ser más fascinante.
El diario íntimo que Peter, el marido de Jana, llevó durante todo ese tiempo funciona a la manera de un guión o al menos de columna vertebral del film. El propio Peter lo va leyendo en un estudio de grabación ante la cámara de Trestíková, mientras sigue en un monitor las viejas imágenes en blanco y negro de Jana y de su primogénito, Honza. Imágenes familiares que la directora sabiamente va pautando con las imágenes oficiales, tanto las noticias de la carrera aeroespacial que van deslumbrando al niño Honza como los discursos protocolares de la nomenklatura del régimen socialista, entre ellos los desopilantes brindis de año nuevo. Así, la historia privada dialoga permanentemente con la historia política, con cruces reveladores entre ambas, como ese cantante melódico (y meloso) llamado Karel Gott que a través de la TV oficial se mete sistemáticamente, durante años, en la casa de Jana. Y que pasa de ser un favorito del aparato de difusión socialista a candidato a presidente en la democracia, condecorado inclusive hace un par de años por sus servicios prestados “a la cultura”.
A diferencia de lo que sucedía en Tarnation (2003), por poner un ejemplo extremo, donde el realizador Jonathan Caouette daba cuenta con furia del infierno que fue su infancia y adolescencia junto a una madre esquizofrénica, en Private Universe no parece haber otros conflictos que los de cualquier familia con el paso de los años. Que no son pocos. Sólo hay que saber contarlos. Es el caso de Las flores de mi familia, del uruguayo Juan Ignacio Fernández Hoppe, que pasó injustamente inadvertido en el último Bafici y ahora también está en el TDF. Aquí el director vuelve la cámara hacia su propio entorno, cuando su abuela Nivia, de 90 años, tiene que enfrentar un cambio doloroso en su vida y a su edad: su hija Alicia (madre del director), que ha vivido con ella durante décadas, le anuncia que se ha enamorado de un hombre y se quiere ir a vivir con él. El film seguirá muy discretamente, pero con gran sensibilidad, ese pequeño conflicto tragicómico, cuyas manifestaciones más dramáticas se expresan a través de unas flores que se van marchitando en los maceteros del balcón de ese triste departamento montevideano que le da marco al drama.
El hogar como espacio dramático es, también, lo que mejor está utilizado en Partes de una familia, del mexicano Diego Gutiérrez. El director se introduce en la tremenda mansión de sus padres, en las afueras del Distrito Federal, y descubre dos mundos paralelos, los de una pareja que lleva ya siglos de casados, pero que a esa altura de sus vidas se tratan como si fueran dos extraños, consorcistas forzados a convivir en un mismo edificio, pero en pisos y aposentos diferentes. La planta baja es el reino de Gina y sus mucamas, allí donde la señora lee el diario y se mueve silenciosamente en salto de cama, como si le costara dejar las sábanas, seguramente fruto de su depresión. La planta alta, en cambio, es el espacio de Gonzalo, un reputado médico pediatra, jubilado, amante de la lectura y del jardín que tiene bajo su ventana, que le recuerda al de su anhelada niñez. Deben pasar casi 40 minutos de película para que Gonzalo y Gina compartan un plano, tal es su desconexión. Y no es mucho lo que tienen para decirse, salvo sordos, disimulados reproches.
Enriquecido por el clásico álbum de fotos familiar y por home movies (un material indispensable en este tipo de películas), Partes de una familia tiene, sin embargo, un punto de inflexión en sendas confesiones del padre y de la madre, que después de hacerlas en confianza a su hijo, con la guardia baja que da esa intimidad, piden que no las deje en la película, porque pueden herir al otro o exponer su propia fragilidad. Es un momento de gran incomodidad para el espectador, que siente que no tiene derecho a estar escuchando esas palabras, porque el director, en su afán de dotar de espesura dramática a la película, traiciona la confianza de sus protagonistas. El documental tiene su ética y estas películas tan personales siempre la ponen a prueba y reactualizan un viejo problema: ¿qué mostrar?
Es el caso también de Vergiss mein nicht (“No me olvides”), del alemán David Sieveking, que vuelve con su cámara a la casa de sus padres cuando descubre que el Alzheimer de su madre se ha agravado. A priori, todo el proyecto se presenta para la desconfianza: ¿es válido hacer lo que hace Sieveking, mostrar el deterioro creciente de su madre? ¿Lo impulsa el amor filial o la especulación dramática? Sin embargo, a medida que transcurre, el film logra ir venciendo esos prejuicios y va descubriendo un mundo mucho más rico que el de la mera enfermedad. Matemático él, socióloga ella, los padres de Sieveking se conocieron en plena efervescencia de la década del ’60, participaron de los movimientos estudiantiles más radicales, se vieron obligados a exiliarse en Suiza y allí, ya casados, decidieron mantener un matrimonio abierto, no obligado a las promesas de fidelidad de la moral burguesa. La película en ningún momento cuestiona esa decisión, de la que el director se entera en pleno rodaje, pero no deja de señalar hasta qué punto ese pasado viene a resignificar el presente del padre en relación con la madre, de quien ahora se siente más cerca que nunca. Hay una verdadera historia de amor en el centro de Vergein mein nicht y eso, en todo caso, es lo que elige contar el hijo nacido de esa pareja.
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