Lunes, 15 de abril de 2013 | Hoy
CINE › ENTREVISTA AL DIRECTOR BRASILEñO JúLIO BRESSANE, QUIEN SE CONSIDERA UN “EXPULSADO DE LA CLASE CINEMATOGRáFICA”
El festival programó una retrospectiva con diecisiete de las cuarenta películas de este realizador “maldito”, quien afirma haber sido “censurado por el sistema cinematográfico brasileño y la burocracia”, pero está lejos de bajar los brazos.
Por Ezequiel Boetti
Tenía razón Marcelo Panozzo, director artístico del Bafici, cuando, durante el anuncio oficial de la programación, catalogó a Júlio Bressane como uno de los directores “más secretos y ninguneados del cine latinoamericano”. El cineasta carioca filmó cuarenta películas. Todas inéditas en la Argentina, e incluso muchas de ellas también en Brasil, donde él y Rogério Sganzerla –a quien el Bafici ’10 le dedicó una sección– fueron “expulsados de la clase cinematográfica” luego de fundar, en 1970, la productora Belair, uno de los bastiones centrales de aquel movimiento llamado Underground, opuesto en forma y contenido al autorismo del Cinema Novo tan en boga en aquellos años. “Pararme enfrente no fue una decisión consciente, sino que el destino, mi sensibilidad, mi manera de vivir, de ser y de crear películas me llevó a esa posición. Yo no había programado nada. Eso generó un tabú a mi alrededor”, reconoce el brasileño ante Página/12. Se trata, entonces, de un cineasta que bien podría rotularse como “maldito”, y que además carga con una obra prolífica e interesante. Un combo demasiado tentador para los programadores del festival porteño, quienes decidieron dedicarle una de las jugosas retrospectivas de esta edición.
Nacido hace 67 años en Río de Janeiro, Bressane siempre supo mantenerse por fuera de los cánones tradicionales, apostando por una libertad narrativa y visual por momentos rayana en lo experimental. Cineasta precoz (“empecé a filmar a los 11, pero la complejidad y el esfuerzo que requiere el cine vendría después”) y curtido al calor de la complejidad social, política y económica carioca, Bressane estrenó su primer film en 1967, Cara a cara. Un par de años después llegaría el turno de O anjo nasceu y Matou a familia e foi ao cinema, dos de las diecisiete películas que se verán durante el Bafici. Al año siguiente, la fundación de Belair lo encontró en su pico de máxima expresión creativa, llegando a filmar “siete películas en tres meses”. “Eran historias muy preparadas y organizadas a nivel producción para que pudieran hacerse en un tiempo corto y casi sin dinero. Así trabajo incluso hasta hoy”, recuerda. Exiliado en Londres en 1970, el regreso lo encontró con más presiones estatales destinadas a invisibilizarlo, aunque logró mantener un ritmo de producción que hoy le permite llegar a las cuarenta películas en toda su carrera. La sección abarcará desde sus primeras experiencias hasta la más reciente O batuque dos astros (2012), conformando así un pantallazo de toda la vida creativa del cineasta. “Todas las películas que hice para mí fueron muy importantes, y hoy cargan con una fuerza que no pensé que tendrían al momento de hacerlas”, afirma el director.
–Usted empezó a filmar a los 11 e hizo su primer film a los 21. ¿Por qué ese acercamiento tan precoz?
–Bueno, empezó como un juego, pero después las películas me fueron llevando a un lugar que no esperaba. El cine apareció como un organismo intelectual sensible que me empujó por sobre las artes y las ciencias para llevarme más allá de mi propia vida. Es un instrumento radical y exigente de autotransformación. Y a partir de que acepté esa complejidad, me esforcé –y me esfuerzo– para cumplir con ese destino.
–En varias entrevistas dijo que hace películas “por necesidad”. ¿De dónde proviene esa sensación?
–Si supiese no haría más películas. Filmo porque siento una necesidad patológica de cine, y esa patología engendró mi estilo. Estas películas, sobre todos las primeras, tienen una fuerza enorme de lo no actual. Son aprehensiones figurativas que están en función de algo infinito y transitorio que no se puede controlar. No podría vivir si intentara localizar esa sombra. Para mí el cine siempre fue una dificultad, pero también un placer y un descubrimiento.
–En el libro que publica el Bafici dice que usted y Sganzerla “fueron expulsados de la clase cinematográfica”. ¿Fue para tanto?
–Sí, fue así. En 1970 llegamos a producir siete películas en tres meses. Habíamos aprendido y nos esforzamos para encontrar una buena manera de filmar. Pero en ese momento se creó la entidad estatal Embracine y nos pusimos en su contra. Pero cuando la mayoría de nuestros colegas tomó ese poder, nosotros terminamos expulsados incluso hasta hoy. Fue la historia de un terremoto clandestino. Por eso nadie sabe nada de mis películas.
–¿Por qué cree que no circula su cine?
–Por la censura del sistema cinematográfico brasileño y la burocracia. Ellas hacen que todas las películas, al igual que ocurre en el mundo entero, se hagan con dinero estatal. Y el público no quiere eso. El cine, tal como lo conocíamos, desapareció. Lo que hay hoy es otra cosa. Ya no tiene un cerebro, sino que copia el modelo televisivo con imágenes esterilizadas sin significado ni poesía. Hay que ver qué ocurre con el paso del tiempo, pero quizá sea necesario un olvido generalizado para continuar. En ese contexto, el Estado mantiene el negocio, y mis películas casi no son exhibidas.
–¿Cómo lidia con eso?
–Tengo muchos problemas para hacer circular mi cine porque los recursos están cada vez más lejos, además de que usualmente me encuentro con gente, e incluso periodistas, que no conocen mis películas ni saben quién soy. Con mucha dificultad en los últimos años mi producción se mantuvo constante. Ahora bien, es cierto que mis trabajos no se mostraron ni son conocidos. Acá, en la Argentina, por ejemplo, nunca se había exhibido ninguna de mis cuarenta películas.
–¿Eso no le quita las ganas de filmar?
–No, porque mi deseo no depende de otros. Nunca hice películas para el público sino para mí. Las ganas surgen desde mi interior y aún hoy no han disminuido. Mi trabajo está relacionado con la memoria y con la supervivencia de las formas. Es un trabajo de observación sobre los cambios y las migraciones de las formas.
–Rogério Sganzerla decía que el cine no tiene que abrir un agujero en la pared, sino funcionar como una ventana al mundo. ¿Coincide con esa definición?
–No conocía esa frase, pero estoy de acuerdo. Todo lo que venía de Rogério era bueno. Todo. Fue quizás el cineasta más grande de la historia de Brasil. No era apenas un tipo talentoso, sino un genio. Y hay una diferencia fundamental entre talento y genio de la que se habla siempre. El primero tiene una fuerza que perfecciona y controla, el segundo, en cambio, es controlado por esa entidad. Rogério tenía las dos cosas: era poseído por su genio y trabajaba a partir de esa posesión. Fue un cineasta genial que fue criminalmente tratado por el cine brasileño y que nunca logró desarrollarse todo lo que hubiera podido.
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