Lunes, 15 de abril de 2013 | Hoy
CINE › EL LORO Y EL CISNE, HAWAII Y RICARDO BäR EN LA COMPETENCIA ARGENTINA
El film de Alejo Moguillansky arranca cautivante y termina resultando una muy buena comedia. El de Marco Berger, en cambio, no es tan atractivo. Y el documental del argentino Gerardo Naumann y la alemana Nele Wohlatz no termina de decidirse hacia dónde quiere mirar.
Por Juan Pablo Cinelli
Aunque a priori resultaba complicado el panorama de comenzar la Competencia Argentina poniendo un piso tan alto como el que representa un trabajo arriesgado y logrado como P3ND3J05 de Raúl Perrone, el Bafici (y su equipo de programadores) siempre se las ingenia para sorprender. El motivo esta vez es El Loro y el cisne, nuevo trabajo de Alejo Moguillansky, una comedia extraordinaria urdida con exquisita sensibilidad, cuyo punto de partida no puede ser más estimulante. Un hombre sentado en el interior de un auto lee en primer plano una carta en la que su novia le anuncia no sólo que lo abandona sino que lo desprecia profundamente y que está dispuesta a hacer todo cuanto esté a su alcance para verlo sufrir. Ese texto completo se encuentra sobreimpreso ocupando toda la pantalla, para que el público pueda leerlo junto con el protagonista, el Loro. Sencillo, retraído y de aspecto frágil, el Loro trabaja de sonidista cinematográfico, y forma parte de un equipo que se encuentra rodando una serie de documentales sobre compañías de ballet, producidos para un canal de televisión de Miami.
El dispositivo narrativo de El Loro y el cisne propone un giro novedoso a la propuesta de cine dentro del cine: el Loro no sólo es el encargado de registrar el sonido de los documentales dentro de la ficción sino que también es el sonidista real de la película de Moguillansky. Es decir que el Loro actúa su personaje cargando literalmente con su equipo de sonido (incluyendo micrófonos, auriculares y grabadoras portátiles) durante el 90 por ciento de la película, generando una realidad tan cinematográficamente absurda como humorística y narrativamente poderosa. Mientras dura el efecto que provocan todos estos elementos sorpresivos que va acumulando durante sus primeros 45 minutos, la película es seductora y cautivante, produciendo la extraña sensación de estar ante un objeto cinematográfico nunca antes visto. Pero cuando comienza la historia de amor propiamente dicha entre el Loro y la bailarina de un insólito grupo de danza contemporánea, todo el relato se estabiliza en un registro de comedia mucho menos excéntrico y, por lo tanto, menos estimulante. No significa que se desmorone ni mucho menos, pero ya no sorprende como al comienzo, aunque en el balance final se pueda decir que El Loro y el cisne es una muy buena comedia.
Hawaii, el tercer largometraje de Marco Berger –luego de los premiados Plan B y Ausente–, vuelve a poner de manifiesto un conjunto de temas (¿obsesiones?) cuyos alcances y origen se intuyen más allá de su universo cinematográfico. Como en sus films anteriores, el director pone otra vez en pantalla una película que, casi como un déjà vu, parece una relectura (o más bien la reescritura) de sus relatos anteriores. A esta altura casi puede decirse, no sin humor, que Berger es como el Taratuto de las películas de “chico conoce chico”. Lo cual no representa para nada una objeción sino que es apenas un dato que se desprende del tópico que domina por completo su filmografía. Martín y Eugenio se conocen desde nenes, pero hace muchos años que han dejado de verse y tratarse. Cuando Martín vuelve por necesidad a su antiguo pueblo, en donde todavía creía tener familia, va a dar a casa de Eugenio, ofreciendo sus servicios de mano de obra al paso. Pero Eugenio, que empieza por ayudar de forma desinteresada, acabará sintiéndose atraído por su viejo amigo y cada vez más incómodo. Aunque la película cuenta con un registro narrativo de notable solvencia y dos actuaciones realmente destacadas, hay algo en el modo que elige Berger para contar sus cuentos que resulta poco atractivo. En primer lugar, esta cosa cercana al cliché de la fantasía sexual del erotismo clase B, en la que el dueño de casa se calienta con el chico que limpia la pileta (o el maestro con el alumno, como ocurría en Ausente), pero que a la vez reproduce los lugares comunes de las películas románticas heterosexuales. Alcanza el ejercicio de imaginar a una pareja de chico-chica en los lugares de Eugenio y Martín para notar que el dispositivo sería difícil de sostener si no fuera por lo relativamente novedoso (y ya no tanto) de ser protagonizado por dos hombres.
Muy distinto es el caso de Ricardo Bär, ópera prima del argentino Gerardo Naumann y la alemana Nele Wohlatz. Se trata de un documental a medias ficcionado que pone abiertamente en pantalla todas sus dudas. El proyecto original consistía en retratar la vida en las colonias alemanas de Misiones, pero cuando los directores se trasladan allá para comenzar con su rodaje, conocen al Ricardo Bär del título, un joven evangelista de un pueblo llamado Aurora donde se habla portuñol, quien los cautiva de inmediato. La película relata las dificultades que van encontrando a medida que intentan realizar el film: la negativa de Ricardo, la resistencia de la comunidad, las amenazas veladas de un pastor. A partir de ellas al fin consiguen mostrar la vida en la colonia y retratar la inocencia de Ricardo, elementos extraños cuando se los mira desde la desnaturalizada Buenos Aires. Suerte de oda a la vida sencilla (la del protagonista y la de Aurora), Ricardo Bär, la película, no consigue sin embargo trascender ya no las dificultades de rodaje sino las de un relato que no termina de decidirse hacia dónde quiere mirar.
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