Sáb 25.05.2013
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CINE › SE VIO MICHAEL KOHLHAAS

Un Eastwood a la nórdica

Filmada como un western de John Ford, la película de Arnaud des Pallières puso un brote de modernidad justo en los “Classics”.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Cannes

Desde hace ya más de una década, Cannes Classics es una sección del festival dedicada a volver a poner en valor grandes títulos de la historia del cine, que reaparecen en versiones restauradas. Este año, entre muchas otras, están en la Salle Buñuel del Palais des Festivals, desde Charulata (1964), de Satiajit Ray, hasta Grupo de familia (1974), de Luchino Visconti, junto con films de Yasujiro Ozu, Alain Resnais y Jerry Lewis, que llegó especialmente al festival para una función en su homenaje de El terror de las chicas (1961), llevada a cabo anoche al aire libre, en la pantalla al borde del mar del Cinéma de la Plage. Pero hay otro cine al que se denomina “clásico” y que se sigue haciendo hoy en día. Es aquel que –contra la fragmentación del relato que impuso la modernidad– suscribe un paradigma establecido esencialmente durante el período de oro de Hollywood y que institucionalizó un modelo en el cual todos los elementos de un film se subordinan a la narración. En este sentido, tres films eminentemente clásicos aparecieron en el último tramo de la competencia oficial de la edición número 66 del Festival de Cannes.

El más original, el más brillante y –paradójicamente– también el más moderno, por su manera de adscribir al modelo clásico desde una lectura eminentemente contemporánea, es Michael Kohlhaas, del director francés Arnaud des Pallières, en su primera aparición en concurso en una de las grandes ligas internacionales, a pesar de tener una importante obra previa tanto en el campo de la ficción como en el del documental. Basado en la novela homónima de Heinrich von Kleist, con un elenco notable encabezado por Mads Mikkelsen, Bruno Ganz, Sergi López y Denis Lavant, Michael Kohlhaas es el ejemplo de cómo hacer cine de época en las antípodas de la película-museo, un film capaz de narrar episodios de un pasado remoto y hacerlos respirar como si se tratara de tiempo presente, a la manera de un documental del siglo XVI.

Personaje de estatura legendaria, Kohlhaas, un importante mercader de caballos víctima de una terrible injusticia por parte de los últimos señores feudales que todavía dominan su territorio, se levanta en armas, convirtiéndose en un enemigo de la sociedad. No quiere tomar el poder, aunque está en condiciones de hacerlo: lo único que busca es justicia, reparar una falta, aunque en ello se juegue su vida y la de su familia. Esa madera noble de la que está hecho Kohlhaas, esos principios y esa dignidad esencial que informan todos sus actos, son también, por supuesto, los del héroe clásico. Y con la imponente presencia como protagonista del danés Mads Mikkelsen (una suerte de Clint Eastwood nórdico), el director filma su historia como si fuera el mejor de los westerns: con grandes planos generales, con una atención especial por el paisaje y por los animales y con un concepto de hogar que tiene la impronta del cine de John Ford. Basta con ver la manera en que enfoca a su héroe a contraluz bajo el vano de la puerta de su casa o cómo se presenta frente a la tumba de su esposa para que toda la estética fordiana vuelva a cobrar vida de la mejor forma posible.

Por el contrario, es paradójico que un director eminentemente clásico como el estadounidense James Gray, que ha hecho todo un culto de la herencia del mejor cine de su país, reaparezca ahora en el concurso de Cannes con un film que, sin traicionar esa impronta, se inscribe en cambio en la esfera del melodrama decimonónico europeo, desde D’Annunzio a Puccini. Se trata de The Inmigrant, su tercer largo consecutivo en competencia en la Croisette después de La traición (2000), Los dueños de la noche (2007) y Los amantes (2008), films todos que lo instalaron como el secreto mejor guardado del cine estadounidense, en la medida en que su cine es tan esquivo al éxito de boletería como al reconocimiento masivo de la crítica, que solamente parece apreciarlo incondicionalmente aquí en Francia.

Un poco en la línea que ya había inaugurado en Los amantes, donde dejaba atrás el mundo de la mafia y la familia (o la familia como mafia) para narrar una compleja, dolorosa historia de amor, ahora en The Inmigrant Gray se sumerge de lleno en la tragedia romántica. Hay un triángulo condenado en el centro de esta historia y sus vértices son una inmigrante polaca recién llegada a Nueva York (Marion Cotillard), el proxeneta que se enamora de ella y la ayuda a establecerse en la ciudad (Joaquin Phoenix, actor fetiche del director) y un ilusionista que pretende rescatarla de la perdición y llevársela con él a California (Jeremy Renner). Casi de más está decir que sus destinos están tan entrecruzados como malditos.

Es una pena, sin embargo, que así como Gray conseguía imbuir de una impresionante densidad trágica a películas que en su superficie podían parecer simples policiales (una confusión que sufrió más de una vez aquí en Cannes, donde fue abucheada la espléndida Los dueños de la noche), aquí en The Inmigrant, con materiales más afines, no consiga aquella clase de profundidad. Es como si –a diferencia de Michael Kohlhaas– la reconstrucción de época y el preciosismo por el detalle y la fotografía lo hubieran distraído de lo esencial, hasta perderse en la frontera entre lo auténticamente clásico y lo meramente académico. Tampoco lo ayuda Marion Cotillard, una actriz sobrevalorada si las hay, en la que siempre se ve antes el esfuerzo de composición que al personaje.

A su manera, Nebraska, la nueva película del estadounidense Alexander Payne, también se suma a un modelo clásico, en este caso el de la road movie, un género que el director de Los descendientes ya había explorado en Las confesiones del señor Schmidt, estrenada aquí en Cannes hace una década y con la que tiene más de un punto de contacto. Si el vacío de la jubilación empujaba al señor Schmidt a emprender un largo viaje para reencontrarse con su hija, aquí el anciano Woody Grant se escapa una y otra vez de su casa para ir a cobrar un hipotético premio millonario en su ciudad natal, hasta que su hijo menor decide acompañarlo, en una travesía que resultará reveladora para ambos.

Y si Schmidt era Jack Nicholson, aquí Woody Grant es su amigo Bruce Dern, otro icono de la generación del Nuevo Cine Norteamericano de los años ’70, al que ahora Payne parece mirar con cierta nostalgia. Tanta como que decide filmar en blanco y negro esas rutas interminables, esas granjas derruidas, esos pueblos fantasma que van apareciendo frente a los ojos perplejos de ese viejo testarudo, como si en cada kilómetro recorrido fuera encontrando fragmentos de un pasado que ahora va reconstruyendo al mismo tiempo que reencuentra, finalmente, la relación con su hijo.

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