Miércoles, 25 de septiembre de 2013 | Hoy
CINE › QUAI D’ORSAY, DE BERTRAND TAVERNIER, DESTINADA A LLEVARSE ALGUNA CONCHA
El realizador de La muerte en directo recupera la energía, la vitalidad y el buen humor en el film que es parte de la competencia en el Festival de San Sebastián. La película transcurre en los pasillos del Ministerio de Relaciones Exteriores de la Republique.
Por Horacio Bernades
Desde San Sebastián
En Quai d’Orsay, Bertrand Tavernier –realizador de La muerte en directo, Más allá de la justicia, Un domingo en el campo– recupera una energía, una vitalidad y un buen humor que no sólo no siempre lo acompañaron, sino que desde hace tiempo parecían definitivamente alejados de su cine, que se había ido poniendo cada vez más académico y apolillado. Basada en una novela gráfica, Quai d’Orsay es lo que Claude Chabrol (no parece casual que su hijo Thomas haga un papel aquí) llamaría una “comedia del poder”. Algo así como una versión mozartiana (por su espíritu de ligereza, por su liviandad, por la música de Philippe Sarde, incluso) de The West Wing. Quai d’Orsay, que el Festival de San Sebastián presenta en Competencia Oficial, son dos horas en modo allegro vivace, por entre los pasillos del Ministerio de Relaciones Exteriores de la Republique. Dadas su indudable eficacia y contagioso buen humor, no sería raro que alguna Concha la esté esperando a la finalización de esta edición de San Sebastián. Concha que tanto puede ser a mejor película, dirección, guión y hasta actor protagónico, teniendo en cuenta que Thierry Lhermitte cumple, en la piel del ministro Alexandre Taillard de Vorms, el papel de su vida.
Como debe ser en una comedia, en Quai d’Orsay importa mucho menos la trama que la musicalidad, el ritmo y los personajes. Sobre todo, claro, el del ministro, uno de esos narcisos entusiastas y arrolladores que arrastran a todo el mundo detrás de sí y no escuchan a nadie. Durante una entrevista con una escritora, ganadora del Premio Nobel (la interpreta Jane Birkin), el jefe de gabinete le pasa un papelito que dice: “Déjela hablar”. Hasta el momento, el tipo habló de todo lo que se le vino a la cabeza (y es mucho lo que se le viene, porque como buen francés es sumamente culto, por más que sea también un yuppie eficientista), mientras la mujer lo miraba azorada. Cuando su nuevo “negro” (el que le escribe los discursos) le lleva el primer texto que escribió para él, el ministro levanta apenas la primera hoja, le señala que falta una referencia según él fundamental, y cuando el otro le comenta que la referencia está, allá por la página 10, ni lo escucha y lo manda a reescribirlo. “¿Qué hago?” “Poné la referencia en la primera página”, le comenta el jefe de gabinete, viejo zorro de la política, a quien un notable Neils Arestrup interpreta con la calma, paciencia y sabiduría de un monje zen.
La trama, que tiene como eje el ingreso de ese joven licenciado en Ciencias Políticas al círculo áulico de palacio (“te daré el lenguaje”, le anuncia el ministro con una especie de lacanismo grandilocuente) es más que nada una excusa para poner en funcionamiento un mecanismo casi de vodevil, al que no le faltan toques de comedia muda. Algo más escurridizo es el punto de vista político. El ministro se define como “de derecha”, pero su mayor enemigo son los neocons de Washington (la película transcurre en tiempos de Bush), así como se opone resueltamente al proyecto de invasión estadounidense a un país imaginario de Medio Oriente. “Pero Chirac hizo lo mismo, cuando la invasión a Irak”, se dirá. Sucede que la película desarrolla una visión satírica sobre la frivolidad intelectual de Taillard (para él, un texto que no contenga conceptos que se puedan marcar con resaltador de color no sirve para nada) y sin embargo el ministro termina dando, en la ONU, un discurso que ratifica la independencia gala de pensamiento, frena a los yanquis y mueve al aplauso. En cualquier caso, lo que está fuera de duda es que Quai d’Orsai funciona de punta a punta, y eso no es algo que pueda decirse de muchas películas, ni aquí ni en ninguna otra parte.
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