Sábado, 23 de noviembre de 2013 | Hoy
CINE › DOS PEQUEÑAS JOYAS CON NIÑOS CIERRAN LA COMPETENCIA INTERNACIONAL
Little Feet, del bostoniano Alexandre Rockwell, tiene algo de película familiar y mucho de film infantil. A su turno, la francesa La batalla de Solferino presenta a una madre separada, movilera de televisión, viviendo un día infernal.
Por Horacio Bernades
Desde Mar del Plata
Dos joyitas con niños cierran la Competencia Internacional de Mar del Plata 2013. Filmada en el más granuloso blanco y negro, en 16 mm (formato relegado a esta altura al cine amateur), Little Feet, del bostoniano Alexandre Rockwell, tiene algo de película familiar y mucho de film infantil. No sólo por el protagonismo casi excluyente de tres chicos (dos de los cuales son hijos del realizador) sino por la mirada que echa sobre el mundo, teñida de una mezcla de ingenuidad, picardía y espíritu lúdico. A su turno, la francesa La batalla de Solferino presenta a una madre separada, movilera de televisión, viviendo un día infernal: al mismo tiempo que debe cubrir la elección presidencial, sus chicos muy chicos quedaron en casa a cargo de un baby sitter sumamente inexperto. En su ausencia, el ex marido, que tiene prohibido ingresar al hogar, intenta hacerlo por la fuerza. Magnífico doble cierre para una magnífica competencia: la más pareja que haya presentado este festival desde su relanzamiento a mediados de los ’90, signo visible del asentamiento del evento, tanto en términos de perfil como de calidad.
“Escrita por Lana y papá”, dicen los créditos finales de Little Feet, admirable back to basics de Rockwell, cuya In the Soup (editada aquí en... ¡VHS!) fue, a comienzos de los ’90, una de las pioneras del cine indie. Con 57 años a la fecha y sin mucho éxito últimamente en la industria (o fuera de ella), Rockwell tomó una vieja cámara de 16 mm y les propuso a Lana (que tiene diez años) y Nico (tres menos) filmar, en el barrio, una peliculita que tuviera como disparador un tema que los toca de cerca: la muerte reciente de la mamá. En una servilleta habrán escrito la bella Lana y su papá (ambos presentes en Mar del Plata) el guión de Little Feet, que quiere decir “Pies pequeños”. Hijos de un papá que trabaja “de oso panda” en promociones callejeras (papel interpretado por el propio Rockwell, en un ácido comentario indirecto), Lana y Nico se pasan todo el día en casa. Ella hace de mamá y él, de hijo. Salvo cuando se juntan para correr, jugar a las escondidas o hacer un poco de quilombo.
“Uno de los pescaditos se muere, y entonces Lana y Nico deciden llevar el otro al río”: eso habrá sido lo que escribieron padre e hija en la servilleta, porque a eso se reduce la “trama” de Little Feet. Lana y Nico conocen a un gordito hispano llamado Nene (yes!) que dice saber para qué lado está el río. A partir de ese momento, la de Rockwell pasa a ser una road movie en carrito de supermercado, una de aventuras en el barrio, un relato de iniciación que jamás tendría la altisonancia de calificarse de ese modo. A bordo del carrito va Nico, mientras Nene sostiene una caña cuya carnada es una salchicha (para que el perro que los acompaña no se quede atrás) y Lana va agarrada de la cola del perro: uno de los planos más hermosos que se hayan visto en cine desde esa otra maravilla “infantil” llamada Moonrise Kingdom. En tiempos en que Hollywood parece a punto de estallar de elefantiasis, la familia Rockwell hace cine con una camarita casera que no es ni de video y un “guión” que se habrá reducido a una frase y la voluntad de empezar el cine otra vez desde cero. Que el cine comience.
Que recomience así o como en La batalla de Solferino, otro ejemplo de cine fatto fra amici. Como la de Rockwell, que se vio sólo en Toronto, la ópera prima de Justine Triet en el cine de ficción (la realizadora tiene experiencia previa en documentales) pasó semiescondida por una paralela muy paralela de Cannes. Hasta el punto de que críticos extranjeros, que no se pierden una, confesaron que hasta ahora no habían oído hablar de ella. Enorme mérito de los programadores de Mar del Plata, que acaban de descubrir a una nueva cineasta, a la que habrá que seguir. En la calle Solferino se halla la sede central del Partido Socialista francés. Triet tenía ya un documental llamado Solferino (2008) y ahora hace transcurrir su ficción el 6 de mayo del 2012, cuando se sabrá si el próximo presidente seguirá siendo Nicolas Sarkozy, o si François Hollande devolverá el socialismo al Elíseo. Sabemos cómo terminó la cosa y también sabemos cómo siguió. Peor aún, cómo sigue: ese presente tiñe a La batalla de Solferino de un sentido de pérdida a posteriori.
En la película hay desesperación, presión de los acontecimientos, temor a la pérdida del control e histeria. Las secuencias iniciales, con la protagonista (la hasta aquí desconocida Laetitia Dosch, magnífica) tratando de que los chicos se calmen para poder asumir su puesto de batalla frente al cuartel general del PS, parecen un cruce de Por tu culpa, de Anahí Berneri, con el memorable comienzo de Gloria, de Cassavetes: la nena mayor grita hasta romper los tímpanos, Laetitia discute con su nueva pareja, intenta ponerse un vestido, pero el caos ambiente le impide pensar cuál es el más adecuado, el baby sitter parece tan decidido como lo será Hollande de allí en más y en la puerta, el papá de las nenas pretende entrar a verlas a como dé lugar, sin importarle nada que su ex se lo prohíba. El espectador no tiene idea de qué está pasando, porque la lucidísima Triet hace lo que tiene que hacer: dar la mínima información necesaria, cuestión de que uno no contemple el caos, sino que lo sufra en carne propia. De allí en más, La batalla de Solferino (título de ejemplar polisemia) seguirá siendo igual de física, de urgente, de vital y caótica. Un verdadero hallazgo y un nombre, el de Justine Triet, al que habrá que seguir.
¿Y de cine latinoamericano, nada? Sí, cómo no, ése es uno de los puntos fuertes de esta edición de Mar del Plata. Una de las que cierran la Competencia Latinoamericana es la chilena El verano de los peces voladores, presentada en la Quincena de Realizadores de la última edición de Cannes. Consecuencia de la estratificación social, en Chile, como se sabe, prácticamente no hay clase media. Por lo cual, y con escasas excepciones, para el cine del otro lado de la cordillera parecerían no existir sino dos opciones: 1) realizadores de clase media-alta, o decididamente alta, que asoman la cabeza por fuera de su clase, o 2) realizadores de clase media-alta, o decididamente alta, que observan a su propia clase. Este último es el caso de Sebastián Silva en La nana (2009), Sebastián Lellio en La sagrada familia (2005) y Navidad (2009), Matías Bizé en La vida de los peces (2010) y, ahora, Marcela Said, que tras varios documentales de nota (I Love Pinochet y El mocito, entre ellos) completa, con El verano de los peces voladores, su primera película de ficción. Con un estilo hecho de bajas claves lumínicas, tonos brumosos y tempos cadenciosos (todo lo cual remite al cine de la francesa Claire Denis), Said narra desde el interior de un grupo de poderosos terratenientes sureños, a quienes, por la obscenidad con que se regodean en su poder da ganas de hacerles lo que ellos hacen a los peces del lago: colocarles algunas carguitas de explosivos. Pero el estilo de Said, como el de Denis, tiende a la implosión, por lo cual no habrá rebelión mapuche sino tragedia asordinada, en ese gigantesco fundo.
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