Jueves, 6 de marzo de 2014 | Hoy
CINE › LITA STANTIC: EL CINE ES AUTOMóVIL Y POEMA, DE MáXIMO ESEVERRI Y FERNANDO PEñA
Del cine militante de los ’60 y ’70 a su rol en el impulso de cineastas como Lucrecia Martel y Adrián Caetano, la productora y directora merecía un libro que repase tantos años de cine, además de ofrecer el DVD remasterizado de Un muro de silencio.
Por Ezequiel Boetti
Suena raro hablar de la obra de una productora, entendiéndose este término como un conjunto de películas agrupadas no sólo por un nombre, sino también por la presencia de patrones estilísticos y temáticos comunes. Pero Lita Stantic obliga a torcer la lógica. Tanto que quizá sea el único caso del país en el que pueda aplicarse el término cahierista de autora. Porque ella estuvo, quizá sin saberlo, siempre un paso adelante del rumbo mayoritario del cine argentino, haciendo de la coherencia artística e ideológica un norte innegociable. Así fue que bregó por el cine militante en los ’60 y ’70, conformó un tándem histórico con María Luisa Bemberg en los ’80, tematizó las consecuencias de la dictadura desde la óptica de los rugosos vericuetos de la memoria en Un muro de silencio en los ’90, y, más aquí en el tiempo, apoyó a directores fundamentales del llamado Nuevo Cine Argentino como Lucrecia Martel, Adrián Caetano y Pablo Trapero. La edición de un libro sobre ella era, entonces, una deuda pendiente saldada en estos días con la publicación de Lita Stantic: el cine es automóvil y poema, segundo eslabón de la colección Cosmos de la editorial Eudeba después de Raab/Visconti: La Tierra Tiembla. “El interés estaba en su singularidad: una persona del ámbito local, que es mujer y que pasó por diferentes momentos de la disciplina siempre en un lugar clave. Parecía muy difícil encontrar una persona más pertinente para un trabajo de este tipo”, justifica Máximo Eseverri, coautor del texto junto a Fernando Martín Peña.
Un recorrido por la historia de Stantic muestra que su vida y obra se licuan hasta formar un todo homogéneo. Al fin y al cabo, ella mamó cine desde chica para luego acercarse a él desde el cineclubismo y la escritura (colaboró en algunos medios locales de la provincia de Buenos Aires), para después asentarse primero como cortometrajista, luego como asistente de dirección y jefa de producción y finalmente como productora desde 1978. No es de extrañar, entonces, que su pareja, Pablo Szir, proviniera de esta industria. El compromiso común los llevaría a ayudar en la producción y distribución de La hora de los hornos y luego a lanzarse conjuntamente a Los Velázquez, con ambos como guionistas y él en la dirección. “La filmografía de esos años no parece arbitraria, porque en todos los casos tuvo características de expresión personal –y a veces rebelde– mientras se sucedían los años de la mayor represión política del país”, razonan los autores en el texto, en referencia a sus trabajos en el equipo de producción de La Raulito, de Lautaro Murúa, La parte del león, de Adolfo Aristarain, y Los miedos, de Alejandro Doria. Esa represión se llevaría no sólo a muchísimos amigos y colegas, sino también a Szir, quien aún permanece desaparecido. Sin embargo, las amenazas y la persecución no lograron empujarla al exilio.
La primavera alfonsinista la encontraría marcando un nuevo hito artístico al asociarse con María Luisa Bemberg. Todo ante la mirada de reojo de una industria dominada por hombres que se empecinaban en pensar que una producción con dos mujeres al mando podría dar como resultado cualquier cosa menos un éxito. Vaya si se equivocaron: Camila (1984), primera de las tres colaboraciones entre ambas, fue un suceso de taquilla coronado con una nominación al Oscar, y se convirtió en la principal fuente de inspiración para las generaciones venideras. “Era una época muy distinta en la que las mujeres no tenían cabida. Hasta ese momento había habido muy pocas directoras, y María Luisa fue fundamental porque muchas de las chicas que hoy dirigen pensaron que ellas también podrían hacer cine”, afirma ella. ¿Un ejemplo de esto último? La mismísima Lucrecia Martel. “Ella dice que Camila fue crucial en su vida, no porque tuviera que ver con su cine sino porque para una chica de quince años era la demostración de que hacer cine también era posible”, asegura en una entrevista.
Los ’80, entonces, promediaron entre el beneplácito de sus colegas y el crecimiento en la industria prestándoles servicios de producción a proyectos foráneos. Entre ellos Miss Mary, con Julie Christie. La actriz sorprendió a propios y extraños tanto por su humildad (“La ubicamos en el Hotel Plaza y dijo que no, que quería uno más modesto”) como por su profundo interés en la historia reciente de un país con una herida dictatorial aún supurante. La avidez de “buena inglesa de izquierda” de querer saberlo todo, de enterarse, le gustó a Stantic, y algo comenzó a gestarse en su interior. Era casi inevitable que una persona que respiraba fílmico no catalizara todo el dolor inconmensurable por sus caídos, el terror a las represalias, la sedimentación de los recuerdos y la necesidad de la memoria en una pantalla. Pero no fue un proceso fácil. “Mi intención era escribir un guión. No pensaba dirigirlo, y empecé a diagramar algo con Jorge Goldenberg y Mirta Botta (...). Pero no llegamos a encontrarle la vuelta, no pudimos redondear la historia. Después hubo una etapa con Osvaldo Bayer. El se fue a Alemania, siguió trabajando desde allá, pero cuando leí el guión me pareció que tampoco funcionaba”, recuerda en uno de los capítulos. La sugerencia de colegas la empujarían a meterse definitivamente “en el lío”. Esto es, a dirigirla. Así, después de más de un lustro de idas y vueltas, en 1993 llegó Un muro de silencio. “Siempre supe que era una historia que necesitaba contar”, sintetiza hoy ante Página/12.
El derrotero de una realizadora inglesa (Vannesa Redgrave) durante sus intentos por filmar una película sobre los desaparecidos, es la excusa para uno de los films más importantes que hayan tematizado las consecuencias de la dictadura. Importancia generada por el trocamiento del abordaje declamatorio y maniqueo habitual del cine argentino de aquellos años por uno mucho más reflexivo y cargado de verdad, adelantándose en más de una década a esa serie de películas centradas menos en los hechos en sí que las formas en que cada uno –y la sociedad toda, por qué no– lidia con ellos desde el presente, como Los rubios o M. Pero la preponderancia de Un muro de silencio nunca encontró correspondencia en una difusión masiva. Basta recordar que en su momento cortó apenas cincuenta mil entradas, cifra ínfima en tiempos previos al subsidio de medios electrónicos implementado en la Ley de Cine de 1994. Para colmo, no se editó en DVD... hasta ahora. La edición del libro incluye la versión remasterizada, además de una serie de jugosos extras que incluyen los dos cortos dirigidos por Stantic y Szir. “Hay una intención de que esta colección incluya material audiovisual sobre aquello que se desarrolla en los textos”, justifica Eseverri.
–En el libro hablan de acercar Un muro de silencio a las nuevas generaciones. ¿Qué surge de una mirada desde el presente?
Lita Stantic: –Yo terminé la película en medio de una crisis. La produje y la recaudación de las entradas no alcanzó para recuperar. Estuve un año mostrándola en eventos especiales para escuelas, pero eran los ’90 y siempre veía un grupito interesando y el resto no. Pero mientras la remasterizamos me reconcilié con la película, porque creo que no sólo se ven los ’70 sino también los ’90, cuando había una negación de la memoria enorme. La historia de alguien que quiere olvidar y se da cuenta no sólo de que no puede sino que es peor, porque evidentemente la memoria hay que asumirla, era muy fuerte para esa época. Por eso, me parece que Un muro de silencio ganó con el tiempo. Para mí fue muy sorprendente sentir esa reconciliación con una película que me metió en tantos problemas.
–¿Pensó en hacerle modificaciones?
L. S.: –Saqué solamente una escena del comienzo con Lautaro Murúa que me parecía que reiteraba algo que se mostraba más adelante. En un momento pensé en achicar planos y hacer modificaciones más sustanciales, pero después me dije que la película era así.
–Hay una escena en la que el personaje de Vanessa Redgrave se pregunta para qué hacer esa película si muchas víctimas prefieren olvidar. ¿En algún momento usted pensó lo mismo?
L. S.: –No, para nada. El personaje de Vanessa no tiene que ver conmigo: es una persona que viene de afuera y quiere saber y conocer lo que pasó. La idea de escribir un guión y de finalmente hacerlo yo –al principio no pensaba dirigirla– se debe a la necesidad de transmitir y de hablar de muchas cosas que me pasaron a mí. De alguna manera, hablo del silencio que uno instauró en la época de la dictadura. Yo recuerdo que hablaba con muy poca gente de lo que pasaba y a veces me cruzaba con alguien de esa época que no era amigo mío y me callaba. Viví con mucho miedo el tema de la dictadura. También hubo una instauración de silencio respeto de mi hija. Eso fue más doloroso; actuar tratando de proteger al otro y después pensar que quizás una estuvo equivocada. Pero nunca pensé en la no necesidad de la película. Al contrario, siempre supe que era una historia que necesitaba contar.
Apenas dos años después de Un muro de silencio se estrenó Historias Breves. Los años posteriores convirtieron esa antología en el síntoma del incipiente cine argentino. “Algo nuevo”, afirma ella en el libro, entreviendo así el fenómeno detrás de esa irrupción de una troupe de realizadores sub-30 recientemente egresados de las facultades de cine, dispuestos a lavarle la cara a una industria cómodamente aplacada en los mecanismos formales y de producción ya anacrónicos. Así fue que durante los últimos años de los ’90 y primeros de la década pasada apoyó los proyectos de Pablo Reyero (Dársena Sur), Diego Lerman (Tan de repente) y ni más ni menos que Lucrecia Martel (La ciénaga, La niña santa) y Adrián Caetano (Un oso rojo). ¿Por qué una productora reconocida y prestigiosa se arriesgaría a trabajar hombro a hombro con un grupo de cineastas noveles? Quizá porque, tal como asegura en el libro, antes le interesaba aquello que fuera “muy político” y ahora “lo transgresor”. “No sé si hoy mi interés pasa sólo por lo transgresor –aclara–, sino por sentirme diferente cuando leo un guión. Antes creíamos que colaborábamos con el movimiento revolucionario con una película, lo que llevó a unos cuantos cineastas a pasar de la dirección a la acción. Pero ahora creo que se puede transformar de forma más individual. Hoy me interesan las películas que me hagan sentir distinta.”
–¿Encuentra proyectos que la movilicen de esa forma actualmente?
–No tanto. Creo que había muchos en la segunda mitad de los noventa, cuando aparecieron Adrián Caetano o Lucrecia Martel. De alguna manera creo que la crisis completaba las películas, más allá de que no hayan sido pensadas de esa forma. Entonces Mundo Grúa se convertía en la historia de un hombre que no consigue trabajo y La ciénaga en otra sobre la caída de la clase media. No sé si cuando Lucrecia escribió el guión lo relacionó con lo económico, pero en el exterior se decía que era un reflejo de esa decadencia.
–En ese sentido, en el libro cuenta que se involucró en los proyectos de la mayoría de esos directores, porque le gustó el guión o los trabajos anteriores. ¿Cómo articula su gusto con la viabilidad económica de una película?
–Yo nunca pensé a las películas como negocio. Al menos hasta el momento del estreno, cuando me volvía loca. Ahora, en cambio, no sé si lo estoy pensando como un negocio, porque todo está muy cambiado y es muy difícil hacerse notar con una producción pequeña. A una película como Bolivia hoy la verían tres mil personas, y en su momento la vieron 60 mil. Es muy doloroso trabajar durante dos años y que al final vaya tan poca gente. Es cierto que hay películas que no se merecen tener más que dos o tres mil espectadores, pero otras sí y no lo logran porque la distribución está concentrada en películas de género con actores conocidos.
–¿Y cómo la condiciona esta situación?
–Tengo que pensar bien qué hacer en el futuro, si es que quiero tener futuro. Es muy difícil: una cosa es salir de una escuela de cine, armar una cooperativa y filmar algo muy chiquito y otra es tener una productora, involucrarse en un proyecto, invertir tiempo y dinero y que de repente no funcione comercialmente. Hay que pensar de qué forma se hace un cine interesante, pero también mirar el elenco y demás. Hoy sería muy difícil que una historia como Mundo Grúa o La ciénaga, que en su momento llevaron 80 mil y 130 mil espectadores, lleguen a esa cifra.
–Sus trabajos con los realizadores del Nuevo Cine Argentino también marcaron un cambio generacional, ya que, a diferencia de los que ocurría durante los ’80 o los primeros años de los ’90, todos eran más jóvenes que usted. Incluso la última película estrenada de su productora, Habi, la extranjera, está dirigida por una operaprimista de 35 años como es María Florencia Alvarez. ¿Eso fue casualidad?
–Me costó ese cambio, pero es verdad que en su momento trabajaba con personas que me llevaban 20 años y hoy soy yo la que les lleva 20 años a ellos. Esto se dio porque recibía libros escritos por jóvenes y me interesaba mucho más lo que querían contar ellos que los directores de mi generación, pero nunca pensé en aceptar o no un proyecto por ese motivo.
–En una de las entrevistas compilada en el libro dice que los directores necesitan a su lado un “productor pensante”. ¿Sigue pensando lo mismo?
–Para mí es bueno que cualquier director tenga al lado un productor que le discuta. Porque hay maneras diferentes de involucrarse en la producción: una meramente administrativa, y otra más relacionada con lo artístico en la que se discute el día a día del rodaje. Pero yo lo hago siempre sin buscar imponerme, claro, y sin quedarme con el corte final: no puedo hacer cine de autor y echar al director. Soy alguien que en la medida en que pueda contribuir a que la película esté un poco mejor, lo haré. Pero se trata siempre de películas de sus autores.
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