Viernes, 5 de septiembre de 2014 | Hoy
CINE › ETTORE SCOLA REPASA SU AMISTAD CON FELLINI EN QUE EXTRAÑO LLAMARSE FEDERICO
El director italiano cuenta la historia de la relación con su colega, en parte como homenaje y en parte como cuaderno de memorias. Y aunque tiene momentos desafortunados, también hay verdaderos hallazgos, como unas supuestas “pruebas de cámara” brillantes.
Por Luciano Monteagudo
En parte homenaje y en parte también cuaderno de memorias, Qué extraño llamarse Federico es, en el fondo, la historia de una amistad, la de Federico Fellini (1920-1993) y Ettore Scola, el director del film, que a los 82 años, con la ayuda y seguramente el incentivo de sus hijas, acreditadas como guionistas, se avino a recordar los buenos viejos tiempos de su relación con el gran director de 8 y 1/2 y La dolce vita.
Una historia de amistad, por cierto, no demasiado conocida, al menos fuera de Italia, y que comenzó muy tempranamente, cuando ambos apenas acababan de dejar atrás la adolescencia, tal como el propio film –que lleva como subtítulo “Scola racconta Fellini”– se ocupa de narrar. Sucede que hacia 1939, a los 19 años, recién llegado de su Rimini natal –el mismo pueblo costero de la Emilia-Romagna que luego recrearía en el imaginario de la memorable Amarcord (1973)–, Fellini llegó a Roma y se acercó con su carpeta de dibujos a la redacción de la legendaria revista satírica Marc’Aurelio, cuna y semillero de algunos de los más prolíficos y talentosos guionistas del cine popular italiano.
Esa primera parte del relato, introducida por un narrador que –a la manera de los “apartes” de la commedia dell’arte– rompe la cuarta pared y se dirige directamente al público, es quizá la más lograda de una película que, no por sincera y sentida, deja de ser deshilachada y dispar. En un blanco y negro que ayuda a imaginar la época, un Fellini alto, flaco y desgarbado calza como un guante en esa redacción que ya ostentaba los nombres (o seudónimos) de Steno, Age y Scarpelli. Un acierto de este tramo es retratar a ese grupo de fumadores empedernidos –y con la lengua tan afilada como sus plumas– un poco como a los amigotes de Los inútiles (1953), uno de los mejores films de Fellini de su período inicial. Allí están las bromas inocentes, la camaradería, la complicidad y, por qué no, también la melancolía de un tiempo que se escapa como arena entre las manos.
La llegada del joven Scola a esa misma redacción, ocho años después de Fellini, cuando todavía cursaba el colegio secundario, comienza a desviar un poco no sólo el eje del film, sino también a cambiar su tono. La película se vuelve más seria, solemne, circunspecta, como si Scola recordara su juventud con menos gracia de la que cuenta la de Fellini, con quien no tardó en hacer buenas migas, junto a otro guionista legendario, Ruggero Maccari (con quien el realizador firmaría algunos de sus mayores éxitos, como Feos, sucios y malos y Un día muy particular).
Casi tan desafortunadas como el prólogo, adornado por previsibles payasos, magos y prestidigitadores al ritmo de música circense alla Nino Rota, son dos largas escenas en las que Scola y Fellini, ya de grandes, recorren las noches de una Roma de utilería –recreada en el mismo estudio de Cinecittà donde il Maestro daba rienda suelta a su imaginación– y en la que charlan con personajes funambulescos, como una prostituta y un pintor callejero.
Por el contrario, es todo un hallazgo la inclusión de unas supuestas pruebas de cámara, en las que tres grandes histriones del cine italiano –Alberto Sordi, Ugo Tognazzi y Vittorio Gassman– se prestan a ponerse las ropas de Casanova para que Fellini los evalúe para el papel que finalmente terminó encarnando Donald Sutherland. Parecen demasiado “puestas en escena” para que hayan sido verdaderas y parece también difícil que semejantes nombres se hubieran prestado a un casting, aunque fuera para Fellini. Pero así hayan sido un ardid promocional del momento, cobran hoy un valor documental innegable. Y hace gracia pensar lo que hubiera sido un Casanova de Fellini con Albertone como el Don Juan veneciano.
En este tramo, también aparece Marcello Mastroianni en material de archivo, quejándose amargamente porque su gran amigo Fellini no lo hubiera convocado a él ni siquiera para una prueba. No importa, parece decir Scola, que recuerda que, casi a modo de resarcimiento, fue él quien le dio ese mismo personaje en La noche de Varennes (1981). Y de aquí surge un apunte filoso, de carácter netamente cinéfilo: ¿por qué Mastroianni en los films de Scola siempre aparecía brutto, sporco e cativo (como le echa en cara el fantasma de la madre de Marcello) mientras que para Fellini era siempre un icono de la belleza romana? Quizá la respuesta sea –y la película de Scola la deja picando– que para el director 8 y 1/2 Mastroianni siempre fue su alter ego, aquel que Fellini quizá siempre deseó haber sido y sólo fue en su reencarnación en la pantalla.
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