Sábado, 10 de enero de 2015 | Hoy
CINE › A LOS 84 AÑOS MURIO EL ACTOR AUSTRALIANO ROD TAYLOR
Su papel en la adaptación de H. G. Wells le dio resonancia mundial (e infinitas repeticiones en Sábados de súper acción), tanto como para llegar a opacar su protagónico en Los pájaros. Tuvo una carrera irregular, pero dejó su impronta melancólica.
Por Diego Brodersen
Para toda una generación de televidentes –aquella que hoy transita su cuarta década de vida y fue niño o adolescente durante los años en que los Sábados de súper acción signaban las tardes del sexto día de la semana–, su imagen será siempre la de un hombre fuera de su época, aquel romántico empedernido que supo combatir y vencer a los morlocks en su propio territorio subterráneo, a fuerza de ingenio y coraje. A tal punto el rostro de Rod Taylor quedó ligado a su papel en La máquina del tiempo, la adaptación cinematográfica de la novela de H.G. Wells producida y dirigida por George Pal en 1960, que acabó relegando a un segundo lugar, en la memoria de muchos cinéfilos, su rol protagónico en la mucho más prestigiosa y reconocida Los pájaros (1963), de Alfred Hitchcock. En ambos films, de todas formas, es el rostro atractivo, elegante y sincero del actor de origen australiano el que otorga a los personajes de George Wells y Mitch Brenner una carga de hombría clásica signada por cierta fragilidad y algo de melancolía, como si esos ojos dijeran sin palabras que la entrega necesaria para el heroísmo viene siempre acompañada de pérdida y dolor. Rod Taylor, el dueño de esos ojos, falleció el miércoles, a los 84 años, en su ciudad adoptiva de Los Angeles.
Nacido en Sydney el 11 de enero de 1930, hijo único de un matrimonio de relativa buena posición, el joven Rodney Stuart Taylor cursó estudios de Bellas Artes, apoyado sin dudas por su madre, escritora de libros infantiles. Según sus palabras, fue una representación de Ricardo III que la compañía de Laurence Olivier llevó a Australia lo que lo impulsó a seguir la carrera de actor profesional. Luego de estudiar teatro durante un tiempo, fue descubierto y contratado por la compañía Mercury Theatre (sin relación con la famosa empresa teatral homónima fundada por Orson Welles en los Estados Unidos), donde comenzó a dar sus primeros pasos sobre las tablas, al tiempo que dejaba oír su voz en las adaptaciones radiales de obras famosas –y no tanto– todavía en boga en aquellos tiempos. Corría el año 1953 y el canto de sirena de Hollywood no se hizo esperar. Luego de interpretar al filibustero Israel Hands en el film de piratas El pirata de Puerto Diablo –una producción norteamericana dirigida por Byron Haskin y rodada, en parte, en Australia, en el entonces novedoso sistema de pantalla ancha CinemaScope–, Taylor hizo las valijas y aterrizó sin demasiadas expectativas en el aeropuerto de Los Angeles.
Los primeros años en la meca del cine no fueron fáciles, y en alguna entrevista televisiva realizada en años posteriores confesó haber vivido un tiempo en un cuarto minúsculo cerca de las playas de Malibú. Fue luego de que la todavía poderosa Metro Goldwyn Mayer lo pusiera bajo contrato como actor secundario que Taylor comenzó a aparecer en pequeños papeles, tanto en la pantalla grande como en su principal competidor en aquellos años, el minúsculo y catódico tubo de televisión. En 1956 pudo vérselo en la superproducción Gigante, de George Stevens, junto a su tocaya Elizabeth Taylor, Rock Hudson, James Dean y un jovencísimo Dennis Hopper, entre otras afincadas y futuras estrellas. Pero el año del batacazo fue 1960, cuando decidió aceptar el rol protagónico en La máquina del tiempo, la producción de ciencia ficción y aventuras que lo transformaría en una estrella de la noche a la mañana. Fiel al motto hollywoodense, alguna vez declaró que “además de estar interesado en un buen papel, creo que es importante decidirse respecto de si será una película que entretendrá al público en todo el mundo y no solamente en tu patio trasero”.
Sería un estrellato breve, de todas formas, porque luego del alto perfil de los largometrajes de George Pal y Hitchcock –y de otros títulos hoy bastante olvidados, como Hotel Internacional, de Anthony Asquith, El destino nos persigue, de Ralph Nelson, o Un domingo en Nueva York, en este último caso compartiendo casting junto a Jane Fonda– su fama y popularidad comenzarían a mermar con el correr de los años ’60. Las cosas hubieran sido distintas, tal vez, de haber conseguido el papel central de El planeta de los simios (1968), que recayó finalmente en el veterano Charlton Heston. Taylor nunca dejó de trabajar, de todas formas, e inauguró la década siguiente con un papel secundario en Zabriskie Point, del gran director italiano Michelangelo Antonioni, quien aparentemente tuvo que convencer al actor de que era el apropiado para encarnar a un duro hombre de negocios. Según declaraciones a la prensa, Taylor no tenía idea del rodaje de las escenas de los jóvenes en la arena que generaron más de un escándalo en su época. “Me enteré luego, como todos los demás. Yo no anduve por ahí corriendo desnudo para la película.”
Actuaría luego junto a John Wayne en el western Los chacales del Oeste (1973) y probaría fortuna en algunas coproducciones europeas, participando incluso en una miniserie yugoslava, Partizani, donde compartió reparto con otro actor otrora famoso, Adam West (el Batman de la serie televisiva). La década del 80, como en el caso de muchas otras ex estrellas que hallaron cobijo en la pequeña pantalla de la tevé, lo encontró aceptando trabajos en series de televisión como Falcon Crest y protagonizando algún que otro telefilm. Su última actuación fue hace cinco años, en una brevísima aparición como el mismísimo Winston Churchill en Bastardos sin gloria, del gran resucitador de actores y actrices Quentin Tarantino. Los años nunca pasan en vano y se hacen notar, fuera y dentro de la pantalla, pero la mirada diáfana seguía allí, intacta y penetrante, enmarcada por esa mandíbula que más que humana parecía dibujada por un historietista.
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