Domingo, 18 de enero de 2015 | Hoy
CINE › WHIPLASH, EL BICHO RARO ENTRE LAS NOMINADAS AL OSCAR
El film de Damien Chazelle, producido de manera independiente, entró en las categorías de Película y Actor secundario, donde J. K. Simmons acaba de alzarse con un Globo de Oro. Y es una interesante mirada sobre el mundo de músicos a veces desdeñados por sus pares.
Por Nick Hasted *
Hay una célebre broma que suelen contar los bateristas: “¿Cuántos bateristas se necesitan para cambiar una lamparita? Diez. Uno para enroscarla, el resto para decir que ellos lo hubieran hecho mejor”. Otros chistes suelen estigmatizar a los bateristas como unos golpeadores despistados, o como “el mejor amigo del músico”: son sólo dos de infinitas apreciaciones desdeñosas entre los músicos. Pero Whiplash, la nueva película de Damien Chazelle (que desde la independencia logró colarse entre las candidatas a Mejor Película en el Oscar), atrapa la verdad dentro de esas bromas. Que en sus niveles más altos, tocar la batería entraña una intensa, a veces insana competencia.
“Limpiá esa sangre de mi batería”, dice el director de la banda Terence Fletcher (interpretado por J. K. Simmons, en un notable trabajo que le acaba de deparar un Globo de Oro y una nominación al Oscar al Mejor Actor de Reparto), luego de obligar a tres bateristas en un ensayo que los deja exhaustos, agitados y con sangre en las manos, simplemente para ver quién está a la altura de lo que se necesita, quién consigue el “double swing” que él exige, quién sobrevive. La inteligente película de Chazelle, que por momentos estremece los nervios del espectador, lleva por una vez al público a festejar los largos solos de batería, y a ver a sus ejecutantes no como hombres de Cromañón expuestos al ridículo sino como una base ineludible de la música.
El público cinematográfico también vio sus estereotipos destruidos con Beware of Mr. Baker (2013), un documental en el que el ex baterista de Cream Ginger Baker exhibe un maligno carisma, una resistencia sobrehumana, cierto desprecio por casi todos sus rivales en el rock y una reverencia sentimental por sus ídolos del jazz. “John Bonham, de Led Zeppelin, dijo una vez que solo hay dos bateristas en el rock and roll, él y Ginger Baker”, le dijo Baker a este cronista una vez, con una voz de ultratumba. “Mi reacción a eso fue ‘¡Maldito bastardo!’ El era un buen baterista, pero no estaba ni cerca de mis estándares. Me gusta mucho Ringo Starr, es un tipo excelente, pero no es buen baterista. Estaba bien para lo que The Beatles estaban haciendo. ¡Pero nunca fue necesario que hiciera algo difícil!”.
Baker, Bonham y Keith Moon, el delirante baterista de The Who que nunca se cansaba de desatar el infierno en los ‘60 y ’70, construyeron el cliché de la conducta del baterista de rock que dio sustento a Animal, el anárquico maestro del ritmo de Los Muppets. La inquietud de Moon, su capacidad para generar un caos y una destrucción a veces absurdos, se reflejó en un estilo que encajaba a la perfección en las necesidades musicales de The Who. En su necesidad de ir cada vez más lejos, llegó a tirar autos y aparatos de televisión en piscinas y, luego de hacer explotar su propia batería, dañar permanentemente la audición de Pete Townshend.
Baker y Bonham replicaron su brutal instinto para zambullirse en las drogas, el alcohol y las groupies a través de sus ataques solistas. “Toad”, de Cream, y “Moby Dick”, de Zeppelin, fueron momentos de los conciertos de esas bandas que se enfocaron en el virtuosismo del baterista estrella. El solo de Bonham en la canción incluida en Led Zeppelin II, que integraba el set regular en vivo, podía llegar a pasar la media hora de duración, con los palillos astillándose en sus manos ensangrentadas mientras sus compañeros lo dejaban medrar a su antojo. Tenía 31 años cuando un maratón de alcohol lo noqueó para siempre.
Ese modelo llamativamente extravagante es favorecido también en Whiplash. Pero la mayoría de los bateristas que le dieron forma al rock británico comenzó a tocar antes que el rock existiera, con lo que, como Baker, sus raíces estaban en el jazz: eso les permitía ofrecer un sutil swing en su música. Charlie Watts, baterista de The Rolling Stones, se ha mantenido por medio siglo aburriéndose en el fondo del escenario, aguantando un ritmo fácil pero pleno de vida que podría tocar mientras duerme. Mick Avory, de The Kinks, y –en Estados Unidos– John Densmore, de The Doors, les dieron a sus bandas un similar toque leve, jazzero; al acompañar los largos vuelos poéticos de Jim Morrison, Densmore apuntaba a los calientes poliritmos creados por Elvin Jones, baterista de John Coltrane. Incluso Jet Black, baterista de The Stranglers, se las arregló para contrabandear el swing dentro del punk, donde los solos de batería estaban prohibidos de modo sumario: un dictado que le encantaba. “En la era pre Beatles”, dice, “el juego principal era ser el mayor virtuoso, y había un millón de tipos mejores que yo. Podías estar tocando una música de mierda, pero de manera excelente. No era la vida que yo quería.”
El héroe de la batería de Whiplash, Andrew (Miles Teller), se mantiene ciertamente alejado de los clichés del animal de rock, incluso abandonando a su novia en su búsqueda por ser un grande del jazz. La película, de todos modos, propaga otro estereotipo desafortunado, ese que se cumplía cada vez que el público de Cream gritaba de manera ritual para que Baker tocara “Toad”. Andrew es presionado como un atleta o un marine por su tiránico maestro. Su búsqueda no es solo del tempo perfecto, sino también por una velocidad abrumadora, de las que sorprenden al público, más propia de un lanzamiento de cohete que de la música. Los más grandes bateristas no son superiores por esta técnica más bien hueca, como tampoco son necesariamente tontos, o amantes del escándalo o alcohólicos perdidos. Fue James Brown el que gritó “¡Denle algo de crédito al baterista!” en el single de 1967 “Cold sweat” –que vino a inaugurar el funk–, mientras Clyde Stubblefield se lanzaba, bajo su instrucción, a un solo que marcó época. Tony Allen, al día de hoy el baterista favorito de todos, de Damon Albarn a Brian Eno, fue tan importante como el legendario líder de su banda Africa 70, Fela Kuti, inventor del afro-beat. Más recientemente, Josh Tillman, baterista de Fleet Foxes, creció más allá de su banda y se convirtió en el compositor multiinstrumentista Father John Misty.
Tampoco es que la innovación sea el único punto. Art Blakey cambió para siempre la batería de jazz en los años ‘40, y puso a los futuros grandes músicos, de Horace Silver a Wynton Marsalis, bajo la dura pero justa escuela que significaron sus Jazz Messengers durante 40 años. En 1990, cuando murió a los 72 años, aún seguía explorando sin descanso cada centímetro de su kit de batería. Pero a diferencia del modo casi demente de tocar la batería que se exhibe en Whiplash –donde Andrew es capaz literalmente de dejarse atropellar por un camión para conseguir el puesto, aun con una mano rota y ensangrentado–, hay cierta calidez en los ritmos de Blakey. Lo que importa es el sonido de su batería resonando a través de un centenar de discos en Blue Note y más allá, motivando en vez de buscar la dominación, llevando a su banda hacia adelante con una gran energía humana. “El jazz limpia el polvo de la vida diaria”, dijo Blakey en una cita célebre. Si Whiplash consigue que se respete más a los bateristas que consiguen eso, todos saldrán ganando.
* Whiplash se estrena en la Argentina este jueves.
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