Domingo, 18 de enero de 2015 | Hoy
CINE › TOY STORY, LA PELíCULA ORIGINAL, ESTá CUMPLIENDO 20 AñOS
Tres generaciones quedaron encandiladas con la saga de Woody y Buzz, que fue el primer emblema de la escudería Pixar. Y, también, un icono de la cultura pop en todas sus acepciones.
Por Luis Paz
“Haremos una secuela, es lo que hacemos en Hollywood. El estudio quiere más, mientras esperan que Tom Hanks haga Toy Story 4.” Algunos monigotes lo cantan al comienzo de Muppets 2: los más buscados, la película con la que las creaciones de Jim Henson redondearon 35 años de filmografía, estrenada en abril de 2014.
En noviembre de 2013 había aparecido un trailer que tiene más de 5,5 millones de reproducciones en YouTube. Allí, los juguetes son enviados en barco a nuevo destino, pero caen al océano y todo se vuelve un mezcladito de Madagascar y Náufrago. Hubo runrún hasta que alguien se avivó de leer la descripción del clip: era una pieza de fan art, contenidos producidos por la fanaticada, con belleza y fidelidad, a veces, pero sin rigor oficial.
Un año después, en noviembre de 2014, el decano director ejecutivo de Walt Disney, Bob Iger, anunció para junio de 2017 la cuarta entrega de la saga de Woody y Buzz, que fue el primer y soberbio emblema de la escudería Pixar. Esta vez, sí, fue con rigor oficial marca Disney/Pixar, aunque cierta resistencia se alzó, porque, ¿no estaba bien, acaso, la trilogía? Una sobre la amistad, otra sobre la identidad, una más sobre todo lo demás. Bien, otro almanaque más, en noviembre de 2015, o grosso modo en este año recién destapado, Toy Story, la película original, está cumpliendo 20 años.
Entonces, el artilugio muppet de agitar los fantasmas plásticos del vaquero y el astronauta tiene que ver con el espíritu posmo, cosmo y corpo de Disney, pero también con el reconocimiento de la historia (los Muppets) a un fenómeno moderno inexorablemente pop como Toy Story. Cultura pop en todas sus acepciones: la fenomenal película de 1995 es a la vez masiva y de culto, popular y vanguardista, al punto de que su logo se replicó en la piel de veinteañeros tatuados, los juguetes (de este lado de la pantalla) de la saga son tremendamente exitosos, hay una parodia porno del film y bandas de rock que han hecho verso aquello de “Al infinito, y más allá”.
Así, van tres generaciones encantadas por esta peli y no es casualidad. Un vaquero, un astronauta, un dinosaurio y soldaditos de plástico: no podía fallar. Sus protagonistas son a la vez los juguetes más típicos del piberío universal (vía Estados Unidos o vía Taiwan, da igual), a la vez que representan los grandes tópicos del cine show y la cultura pulp yanqui: far west, ciencia ficción espacial, monstruos y un montón de films de guerra.
Pero la gran llave térmica de Toy Story es argumental y, por ende, incluso más elemental: los juguetes cobran vida. No existencia, no ánimo. Vida. Se mueven y eso, sí, pero además tienen autoconciencia. No “juegan” a ser humanos. Se reivindican juguetes. Saben que pueden caer desde lo alto de un modular porque son juguetes. Intercambian sus piezas porque son juguetes. Reciben, incluso, cirugías totales (como la que El Coleccionista le hace a Woody en el volumen 2 de la saga) sin un dolor diferente al extrañamiento.
El asunto de los juguetes vivos puede resultar inocente, básico y trillado, pero hace 20 años entrañó una pequeña conquista conceptual. Desde siempre, los niños juegan a que sus chiches hablan, sufren, disparan, toman decisiones, pero al hacerlo los entienden personajes, actores del rol que les indica su packaging: un Caballero del Zodíaco es tal y no es un G.I. Joe. En Toy Story, la autoconciencia les permite identificar un nivel más profundo: su factura de guata, hilo y plástico. Y entonces, no representan ningún papel.
Escapa a esta norma Buzz Lightyear: al comienzo de la saga se desconoce juguete, y realmente confía en su cualidad de héroe estelar. En Toy Story 2, el Buzz alternativo de la tienda de juguetes reincide y marca que es una tara de su especie. Buzz es el sheriff del condado espacial, y ese honor le es bastante irrenunciable. ¿Woody? El antihéroe bonachón de comarca que se hilvana grandioso con el correr de sus aventuras; un poco un Bilbo Bolsón.
Woody y Buzz, el lazo y el puntero láser, una de las parejas más entrañables del cine reciente, no sólo el animado. Por su dinámica y esto porque son personajes complejos. Están atribulados por lo que pueden o no hacer (volar, por caso; y esto hasta el maravilloso final del cohete y el camión de mudanza de la primera Toy Story), aman y detestan, tienen miedo e hidalguía en la misma escena y también son mezquinos, desconfiados, tercos.
Lo más radical de su hermandad está en cómo entrañan uno el pasado y otro el futuro, la tradición o el nuevo paradigma, tripa misma del asunto: el Conflicto mayúsculo entre la obsolescencia y la utilidad. Y ahí es donde, parece, Toy Story podría estar hablando del tiempo y su efecto ya no sobre el planeta o las personas, sobre las cosas. Un poco sobre eso y un poco sobre los chiches, porque justamente eso es, una Historia de Juguetes.
Y su plus es que no se clausura. Disney gusta de proponer historias donde prima siempre la normativa fabular. Pixar acaricia mensajes más literales algunas veces (Wall-E), pero no refrenda ningún sentido para Toy Story. Es una de aventuras como un videojuego de plataformas o una de Indiana Jones; una de iniciación a la manera de Cuenta conmigo (espíritu delimitado en su canción original, “Yo soy tu amigo fiel”), una de táctica y estrategia como Mi pobre angelito (el plan de reencuentro con Andy de los juguetes, el sistema de defensa doméstica de Kevin) y una de fantasía para niños en la que la magia no depende de escuelas palaciegas, cavernas infestadas de orcos ni perros voladores, sino de la más elemental magia habida: esa que fomenta a vivir ante todas las adversidades. Sea en el infinito o más acá.
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