Martes, 10 de febrero de 2015 | Hoy
CINE › BERLINALE. FAMOSOS Y NO TANTO EN LA COMPETENCIA OFICIAL DEL FESTIVAL
Frente a la atención mediática y la polémica crítica de la que gozó el nuevo film de Terrence Malick, algunas películas más valiosas pasaron algo inadvertidas, como la protagonizada por Charlotte Rampling o la dirigida por la polaca Malgorzata Szumowska.
Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
Hay películas que por el sólo nombre de sus directores o intérpretes, o simplemente por su origen –Hollywood– hegemonizan de inmediato la atención de la prensa, mientras otras suelen pasar injustamente inadvertidas por la competencia oficial de la Berlinale. Era obvio, por ejemplo, que Knight of Cups, la nueva ofrenda de Terrence Malick –porque Malick ya casi no hace films sino sacrificios, entregas, inmolaciones– iba a provocar una atención masiva del festival, para bien y para mal, con aplausos, flashes y abucheos. Y en cierto modo es lógico que así sea, porque Malick es el director que ganó aquí en Berlín 1998 el Oso de Oro por La delgada línea roja y que en el 2011 obtuvo la Palma de Oro del Festival de Cannes por El árbol de la vida. Se sabe que Malick es además un celosísimo guardián de su privacidad, que no se deja ver en público ni sacar fotos, pero que envía a sus actores para que den la cara por él. Y por Knight of Cups sus representantes aquí en la Berlinale fueron su protagonista, Christian Bale, y Natalie Portman, que interpreta a una de las tantas mujeres de un personaje de Hollywood que, como sucede en los films más recientes del director, busca aquello que los Monty Python denominaban “el sentido de la vida”.
Guionista en crisis, afectado en apariencia tanto por un bloqueo creativo como afectivo, el protagonista de Knight of Cups presenta una novedad casi absoluta en el universo de Malick: es un personaje contemporáneo. Para un director que siempre miró hacia el pasado como si fuera un paraíso perdido –y que en sus comienzos hizo, hay que reconocerlo, algunas maravillas, como Badlands (1973) y Días de gloria (1978)– ahora Hollywood viene a ser como el purgatorio, el lugar donde ese guionista ha extraviado el rumbo y no sabe cómo expiar sus culpas, que no son otras que las del vacío y la frivolidad del ambiente en el que se mueve y del cual no ha sabido abstraerse.
Como en El árbol de la vida y, en especial To the Wonder (2012 que no llegó a estrenarse en la Argentina), no hay un relato en Knight of Cups (título que alude a una de las cartas del tarot) sino una serie de monólogos interiores, un permanente y joyceano fluir de la conciencia que no se expresa sólo en los murmullos entrecortados de sus personajes, sino sobre todo en el impresionante mosaico visual que Malick coreografía –porque la cámara pareciera que nunca deja de bailar– con la colaboración de su excepcional director de fotografía, Emmanuel Lubezki. El resultado es decididamente dispar: esa fragmentación del mundo que pone en escena Malick tiene al comienzo un costado fascinante, pero su reiteración y el habitual tono elegíaco del director hacen que su séptimo largometraje caiga en la misma vacuidad que supuestamente cuestiona. Tanto es así que la escena más festejada en el Berlinale Palast fue aquella en la que Bale ingresa a una fastuosa fiesta de Hollywood atendida por auténticos famosos y donde unos cuantos de los invitados (entre ellos Antonio Banderas, después de unos pasos de flamenco) terminan arrojándose vestidos a la piscina.
Mucho menos ruido hicieron en la competencia oficial películas más modestas, pero a su manera más homogéneas, más logradas, como es el caso de 45 years, donde lo que importa no es tanto el director, el inglés Andrew Haigh, como sus casi dos únicos intérpretes, Tom Courtenay y Charlotte Rampling. Se sabe: ambos son dos auténticas glorias del Swinging London de los años ’60 y aquí encarnan a una pareja que, a punto de festejar casi medio siglo de casados, enfrenta una insospechada crisis, proveniente de un pasado que ellos creían ya sepultado.
Sin destacarse por ninguna audacia formal (por el contrario, su puesta en escena a veces es casi televisiva), el film de Haigh tiene sin embargo dos grandes méritos. Primero, nunca es sentimental, ni cruel, ni condescendiente con ese matrimonio ya mayor, al que retrata casi con distancia, sin intentar manipular las emociones del espectador. Y segundo, Haigh sabe que le basta con sostener un primer plano del rostro de Rampling para que por sus ojos, en apariencia fríos o inexpresivos, de pronto atraviesen recuerdos y temores de su vida como si fueran rayos. Siempre hay un raro magnetismo en Rampling, que no necesita de ningún histrionismo para que la cámara quede hipnotizada por ella. Habrá que ver si el jurado presidido por el director Darren Aronofsky la tiene en cuenta para el premio a la mejor actriz. Sería justicia.
Otro film que pasó quizás aún más inadvertido en estos días por el concurso de la Berlinale fue Body, de la directora polaca Malgorzata Szumowska (Cracovia, 1973), conocida en la Argentina solamente por una producción francesa, protagonizada por Juliette Binoche, Elles (2011). Muy superior a ese título, que de por sí era valioso, Body se ocupa de sus personajes en cuerpo y alma, literalmente. Y qué personajes: un viudo, fiscal de la Justicia criminal, harto de investigar crímenes horrorosos; su hija anoréxica, que no le tiene ningún aprecio; y la terapeuta de la chica, que además de su práctica clínica tiene insospechados poderes de médium.
Lo singular del film polaco es la permanente ambigüedad de su tono, nunca del todo serio ni del todo gracioso, pero con el que sin embargo parece poner siempre al mundo en cuestión. Nadie es particularmente querible en Body, pero tampoco sus personajes son monstruos, ni mucho menos. Hay incertidumbre, hay pesimismo, hay incluso algo de dolor en ellos, pero Szumowska nunca los juzga ni mucho menos los condena (como hace por ejemplo Malick con su protagonista, a quien sin embargo le ofrece también la posibilidad de redención). En Body hay también un humor seco, absurdo, muy propio de cierta tradición del surrealismo polaco (como en la primera escena, en la que un aparente suicidado resulta que está vivo y se vuelve a su casa caminando) y un trabajo de puesta en escena muy meticuloso, donde sin dejar de referirse a una Polonia contemporánea se recupera un espacio que recuerda a los monoblocs del Decálogo de Kieslowski, una suerte de cárcel donde justamente los cuerpos de los personajes terminan siendo prisioneros de su entorno.
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