Jueves, 4 de junio de 2015 | Hoy
CINE › UNA HISTORIA DE GESTOS, ROCES Y DIALOGOS TRIVIALES Y PROFUNDOS
Hawaii es una película sobre el deseo. Físico, pero también emocional. Entre hombres, pero al mismo tiempo absolutamente universal. Tanto que el film de Berger termina siendo una historia de amor, en el sentido más tradicional del término.
Por Diego Brodersen
Prescindiendo casi por completo de diálogos, los primeros quince minutos de Hawaii –tercer largometraje del argentino Marco Berger, integrante de la Competencia Argentina del Bafici 2013– presentan en sociedad y ubican en contexto a los protagonistas de los hechos que sobrevendrán: Eugenio y Martín (Manuel Vignau y Mateo Chiarino, dos presencias centrales para el éxito dramático del film). El primero está pasando la temporada de verano en casa de sus tíos, en un pueblo del interior nunca nombrado, pero del cual se afirma que no está demasiado lejos de la capital porteña; el segundo llega a ese mismo lugar en busca de un techo familiar, que le será negado por la sencilla razón de que ya no pertenece a ningún miembro de su familia, cercano o lejano. Con esa aparentemente sencilla explicación (fácil de enunciar, no tanto de exponer narrativamente sin caer en parrafadas), Eugenio, periodista y escritor, y Martín, transformado por las circunstancias en un sin techo que comienza a hacer changas para sobrevivir, volverán a encontrarse. Porque si algo queda claro de entrada es que ambos fueron amigos de la infancia, más allá de que Eugenio le lleve a Martín “unos dos o tres años”, y que hay varios recuerdos que los unen, imborrables algunos, borrosos por el paso del tiempo otros.
A medida que transcurren los minutos de proyección, resulta también evidente que existe una fuerte atracción del “patrón” por ese compañero de juegos de antaño, a pesar de que nunca será explicitada; apenas algunas miradas furtivas, comentarios o “regalos” en forma de ropa usada. Berger reincide en tópicos que formaban parte troncal de su ópera prima, Plan B, y de su segundo opus, Ausente, en este caso teñidos de un tono realista y dramático que nunca llega a ser grave, a pesar de la imponente orquestación de Pedro Irusta que irrumpe aquí y allá en la banda de sonido. La historia de Hawaii (el porqué del título se devela cerca del desenlace) es la de esa relación a lo largo de algunas semanas, una historia de gestos, roces y diálogos más o menos triviales, más o menos profundos, que van acercando a los protagonistas al punto de reavivar o, al menos, recrear esa amistad de la infancia. En determinado momento, más de un espectador se hará la siguiente pregunta: “¿Ambos personajes son gays?”. Aunque el interrogante más pertinente es, en realidad, este otro: ¿es posible que esa relación se afirme y avance sobre el terreno de lo físico, lo erótico, lo amoroso?
Sin estridencias, mediante un ritmo casi siempre calmo, haciendo de las miradas de los personajes un referente del ojo de la cámara (de allí esos recurrentes planos de pechos, glúteos y miembros ocultos o semi ocultos), Marco Berger narra un puñado de vicisitudes de esa relación necesariamente compleja, que incluye miedos, incertezas e incluso alguna que otra culpa de clase, tema subyacente que sólo será verbalizado durante una breve visita del hermano mayor de Eugenio, quien mediante escasas y duras palabras realiza una descripción del estado de situación. Esa escena resulta de radical importancia, no sólo porque rompe súbita e inesperadamente con la interacción exclusiva entre los protagonistas –no hay prácticamente otros personajes en la película– sino, fundamentalmente, porque coincide dramáticamente con el pico del crescendo de deseo entre ambos.
Y Hawaii es, fundamentalmente, una película sobre el deseo. Físico, por supuesto, pero también emocional. Entre hombres, claro, pero al mismo tiempo absolutamente universal. El film de Berger es también una historia de amor, en el sentido más tradicional del término, aunque no conviene detallar los pormenores de esa revelación, que la película va construyendo paciente y delicadamente. Hawaii parece afirmar, de manera simple y sin pretensiones, que los cimientos de toda relación duradera –de amistad, amorosa, matrimonial– se edifican en base a caminos paralelos unidos por experiencias y recuerdos en común. O que, al menos –más allá de tropezones, baches y calles sin salida– ese es uno de sus anhelos fundacionales.
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