Viernes, 5 de junio de 2015 | Hoy
CINE › SPY, UNA ESPIA DESPISTADA, DE PAUL FEIG, CON MELISSA MCCARTHY
El director y la protagonista de Damas en guerra vuelven a demostrar que la Nueva Comedia Americana no es territorio exclusivamente masculino, pero descansan demasiado en el potencial de la estrella y descuidan el trabajo en equipo.
Por Ezequiel Boetti
No es ninguna novedad que la Nueva Comedia Americana (NCA) hizo de la capacidad de reírse de absolutamente todo su estandarte, corriendo los límites de lo mostrable y audible en el cine mainstream hasta niveles inéditos. La única tara era su centralización en universos eminentemente masculinos, por lo que marginaba a las mujeres a roles secundarios, funcionales al lucimiento del comediante de turno. Hasta que en 2011 se estrenó Damas en guerra y el imperativo de género voló por los aires. Aquel film de Paul Feig ejecutó una subversión genérica poniendo a ellas en el centro de la escena y catapultando a la fama a Melissa McCarthy, un corchito de lengua viperina que no sólo se animaba a escupir guarradas en cantidades industriales con una naturalidad pasmosa sino que, de yapa, rompía los cánones estéticos a fuerza de su capacidad para reírse de su sobrepeso. Cuatro años después de esa experiencia, y con el antecedente próximo de la fallida Chicas armadas y peligrosas en 2013, Feig redobla su apuesta dándole a la actriz su primer protagónico absoluto en Spy. Y ella responde cabeceando todos los centros siempre al arco, convirtiéndose así en el principal mérito del film, pero también en su techo.
Como la reciente Kingsman, Spy, una espía despistada –¡ay!, esa manía de las distribuidoras de agregar subtítulos– se propone amalgamar los universos cosmopolitas de 007 y Jason Bourne, viajes a lo largo y ancho de Europa incluidos, con el de la NCA mediante una operatoria paródica. Esto porque Jude Law encarna la faceta más glamorosa, elegante y pulcra de la criatura creada por Ian Fleming; Jason Statham se apropia de la rudeza, la praxis y la destreza física del personaje emblemático de Matt Damon, y McCarthy es una marginada social y laboral cargada de una bondad y capacidad de empatía infinitas. Ella interpreta a Susan Cooper, una oficinista que debe dejar los escritorios de la CIA después del asesinato de su jefe en manos de la hija de un traficante de armas (Rose Byrne). El film se apropia de su mesura y contención inicial como flamante espía para traspasarlas a una primera parte del metraje más bien reglamentaria, abocada a los delineamientos básicos de sus resortes narrativos antes que a la explosión cómica. Después Susan se asienta en su rol y, con ella, la película en su vertiente más desfachatada y salvaje, gracias a la extraordinaria capacidad de McCarthy a la hora de disparar las agresiones verbales más originales del Hollywood moderno.
El problema es que la confianza en –y de– McCarthy termina generando un agobio similar al de un unipersonal del Paseo La Plaza. El director Feig es como uno de esos técnicos que apuestan menos al juego en equipo que al talento de su futbolista estrella, atando las posibilidades de una victoria a un arranque individual y limitando al resto de los jugadores a devolver paredes en lugar de allanarles el terreno para que exploten. Así, la autoconciencia de Statham o la subnormalidad manifiesta de la compañera de trabajo de Susan (Miranda Hart) son apenas esbozos que aportan poco a la comicidad de un film que, sin duda, es eficaz y definitivamente gracioso, pero que gana de taquito cuando tenía plantel para gustar y golear.
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