Viernes, 21 de agosto de 2015 | Hoy
CINE › EL PRINCIPITO, VERSION ANIMADA FRANCESA DIRIGIDA POR MARK OSBORNE
El realizador de la primera Kung Fu Panda se aventura en el clásico de Antoine de Saint-Exupéry, pero se distrae con otras dos historias paralelas que no agregan nada al original.
Por Horacio Bernades
Producida en Francia, hablada en inglés en el original y dirigida por el realizador de la primera Kung Fu Panda, esta primera versión animada de El Principito (hay una con actores, de los ’70) es más una paráfrasis que una versión, libre incluso, del clásico de Antoine de Saint-Exupéry. Para acercar la fábula al público contemporáneo, los guionistas Irena Brignull y Bob Persichetti imaginaron una segunda historia protagonizada por una niña, que al comienzo transcurre en un mundo que se parece al actual para trasladarse, en la segunda mitad y viaje mediante, a uno de fantasía, que no se corresponde con el del libro. El problema de esta adaptación no es su distancia con respecto al original (ya se sabe que toda película es un organismo autónomo), sino que el propio guión parece no saber bien qué lugar dar a esa segunda historia, sin terminar de decidirse si se trata de un puente que conduce a la otra o la trama principal de la película.
La protagonista es la hija de una madre sobreadaptada, que quiere hacer de ella poco menos que un clon. Con un padre llamativamente ausente, pero aparentemente vinculado con un mundo más abierto a la fantasía (la hija colecciona los juguetes con nieve falsa que él le regala para sus cumpleaños), la mamá (ni ella ni la hija tienen nombre, lo cual revela su condición de arquetipos) es una señora siempre de trajecito gris y muy ocupada con sus asuntos. Posiblemente una mujer de negocios, que tiene todo planificado para que la nena ingrese a un instituto educativo de alta gama, ocupando con ello un lugar en lo más alto de la pirámide del conocimiento. Tras un primer rebote en el hiperexigente examen de ingreso, la prepara como se prepararía a un atleta, con un “plan de vida” pegado en la pared de la habitación, que la chica deberá seguir minuto a minuto, nada menos que en su período de vacaciones.
Por suerte para la nena, en la casa de al lado vive un viejo loco, empeñado en hacer arrancar de nuevo su antiguo aeroplano, y aquí es donde la historia conecta con el original. Como en la novela de Saint-Exupéry, el viejo (trasposición del escritor) es el que cuenta la fábula de El Principito, haciendo ingresar a la pequeña vecina al mundo de la imaginación. Las capas “de hojaldre” del relato están mejor resueltas que el postre en sí, ya que se presentan diferenciadas en términos de animación. El mundo “real” está presentado con una animación computada al uso, mientras que el que corresponde a la historia de El Principito se representa mediante una técnica muy “dibujada”. Lo cual es un acierto, teniendo en cuenta la importancia que tienen, en el original, los dibujos del propio Saint-Exupéry.
El problema es que cada uno de ambos planos parece una excusa para el otro. La historia 1 (la de la nena) se reduce a la transparente oposición entre eficientismo modernista y mundo de sueños, aventuras o fantasía (representado por el viejo, que es como el último sobreviviente de él). La historia 2 sigue la letra del relato original como resignada a que la conocemos todos, y que no queda más remedio que repetirla una vez más. Tal es su carácter sucedáneo que termina súbitamente antes de la hora de proyección, cuando falta todavía otro tanto. ¿Cómo se rellena lo que falta?, se pregunta uno. Introduciendo una historia 3, que no tiene nada que ver con nada, conduciendo las cosas a la pérdida definitiva de interés.
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